Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Málaga

OPINIÓN. Pasados presentes. Por Fernando Wulff Alonso
Catedrático
de Historia Antigua de la
Universidad de Málaga
26/10/11. Opinión. “Si toda sangre puede evocar la propia, cuando es ésta la que
se derrama, quizás quede escaso lugar para esconderse dentro de uno mismo, y
sobre todo si, como muy bien pudo pasar, Muammar al-Gaddafi se pasó la vida
ocultando su propio miedo por el procedimiento de encarnar el de los otros”,
escribe Fernando Wulff en esta colaboración EL OBSERVADOR /
www.revistaelobservador.com.
Tristes muertes de
tiranos
VEO los últimos momentos de la vida de Gadafi y no puedo menos
que acordarme de los de Sadam Husein. Aquel otro tirano también murió
violentamente, aunque no en medio de un linchamiento, sino después de un
proceso previo. Nada impidió, sin embargo, insultos procedentes de quienes
asistían felices a su ejecución, igual que ahora. Y sus finales se me asocian,
no tanto por esto o por otros elementos coincidentes -como el hecho de que se
trate de las muertes filmadas y públicas de dos siniestros dictadores del mundo
árabe- como por un recuerdo adicional que los une.
AL día siguiente del ahorcamiento de Sadam Husein visité a una
anciana de Salamanca, del todo lúcida, cercana a los noventa y cinco años. La
encontré, para mi sorpresa, entristecida y le pregunté por qué. Ella me dijo
que estaba así por la muerte de Sadam Husein. Yo sabía que ella nunca había
tenido nada en contra de la pena de muerte, así que le indiqué que, al fin y al
cabo, era un tirano, y que no entendía qué era lo que le entristecía tanto. Su
respuesta fue breve: Claro que era un asesino y que tenía que morir, pero no se
mata a nadie así. Siempre asocio esa respuesta a una manera de ser, quizás
incluso a una manera de ser castellana, según la cual matar está permitido, si
es justo, pero humillar la dignidad de alguien, y más de alguien que va a
morir, no.
VEO los últimos momentos de ese otro enorme asesino consentido
que fue Gadafi y me sorprende, por encima de todo, el gesto con el que,
mientras le arrastran y vejan, se lleva la mano a la cara y se mira luego en
ella la sangre con incredulidad, como si no entendiera, como si todo fuera una
enorme sorpresa.
PIENSO en los miles de muertos y de torturados que jalonaron sus
cuarenta años de tiranía y en su sangre derramada por todas partes, pienso en
los cinco litros correspondientes a cada uno de sus asesinados y para los que
no cabe mejor expresión que la más manida: ríos de sangre. Hubiera sido justo
que esa mirada desconcertada le recordara esas toneladas de sangre, de dolor, y
de sufrimiento que había dejado a su paso. Pero no es eso lo que creo ver en su
cara, y no sólo porque sé que la vida es raramente justa. No es verdad que el
poder absoluto corrompa absolutamente. Hay tiranos lúcidos, o medidos, como hay
psicópatas geniales intelectualmente. Pero un poder absoluto sitúa a quien lo
detenta -y utilizo la palabra “detentar” con precisión para hablar de algo que
es por principio injusto- muy cerca de la enfermedad. La violencia permanente y
masiva contra otras personas no se diferencia en su punto de partida de la del
psicópata que destruye o maltrata sin ver en el otro al ser humano que hay en
él, sin sentir su sufrimiento. Pero, más allá de aquí, el poder absoluto
quiebra otro delicado componente humano imprescindible en cualquier forma de
entender la sanidad mental, el que separa nuestra realidad del mundo, nuestros
deseos de lo que nos rodea, el que hace que sepamos que nosotros somos una cosa
y el exterior otra.
ES bien sabido que un problema central de toda organización humana compleja y jerarquizada es que la realidad que ve quien la preside depende de lo que se deja filtrar a través de las sucesivas cadenas de subordinados que llegan hasta el mundo real, subordinados que, en la mayor parte de los casos, alteran en cada nivel los datos reales para hacerse gratos a aquéllos que mandan sobre ellos y de cuya benevolencia dependen. Partidos, sindicatos, estados, sistemas administrativos, ejércitos, empresas, comunidades científicas o asociaciones privadas pueden servir de ejemplo, agravándose el problema en ellos conforme la estructura global es más autoritaria, el botín más grande y el miedo (no digamos ya el terror) más inmediato.
EL problema de los dictadores no es sólo que esto se lleve
hasta su extremo, que vean el mundo a través de sus esbirros, bien reforzados
por el servilismo general que tiende a rodearlos dentro y fuera de los círculos
más directos en los que se mueven y por el contexto de un envilecimiento que no
sólo les afecta a ellos.
EL problema es también que el contrapeso de la realidad se
hace más difuso cuando sus deseos se pueden proyectar directamente sobre las
cosas y, en particular, sobre las personas y sus cuerpos, sometidos a su
voluntad inmisericorde. Es entonces cuando la pérdida de contacto con el mundo
real, quizás incluso la fantasía de su omnipotencia e infalibilidad, puede
contribuir a su final.
ME pregunto si esa mirada incrédula de Gadafi a su propia
sangre nos revela, como decía, no el recuerdo de las toneladas de sangre ajena
que dejó atrás, sino otra cosa bien distinta. Creo ver en su estupor, en ese
gesto en el que se lleva la mano a la cara para ver si es, efectivamente,
sangre lo que se derrama, en el que la contempla como si no fuera suya, su
salida, por fin, de ese otro lado en el que creía estar, su sorpresa ante la
pura realidad, ante esa mortalidad, ya del todo suya, que se le presenta de
repente, su desconcierto ante un mundo que no le obedece, que no se rinde a
aquellas palabras suyas que antes resultaban casi mágicamente efectivas. Si
toda sangre puede evocar la propia, cuando es ésta la que se derrama, quizás
quede escaso lugar para esconderse dentro de uno mismo, y sobre todo si, como
muy bien pudo pasar, Muammar al-Gaddafi se pasó la vida ocultando su propio
miedo por el procedimiento de encarnar el de los otros.
LA anciana señora a la que habían entristecido las vejaciones
que sufrió Sadam Husein, también estaría triste ahora y, sin duda, hubiera
añadido un componente de tristeza adicional por la falta de dignidad de Gadafi
ante su final. No estoy seguro de que haya una forma óptima para que muera un
tirano. Ésta, desde luego, no lo es, pero tengo la certeza de que las muertes
de Hitler o de Mussolini, si se hubieran producido en su propia cama en vez de
como fueron, hubieran sido infinitamente más injustas, infinitamente menos
proporcionadas. Como no tengo dudas de que las de Stalin, o de Pinochet,
libres, en una cama, en su casa o en un hospital, son un puro contrasentido.
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