“El propio Bendodo reconoció que espera sufragar una parte de este delirio [cubrir el Guadalmedina] con los fondos europeos, pero que buscará “otras vías de financiación”. Sabe que la Comisión Europea no va a liberar un céntimo de los fondos ‘Next Generation’ para que soterre un río”
“La agresión ambiental ya ha comenzado; han presentando el mismo proyecto en el que lleva empeñado De la Torre desde que era concejal de Urbanismo con un ‘barniz verde’”
OPINIÓN. La grieta. Por Alejandro Díaz del Pino
Periodista26/01/22. Opinión. El periodista Alejandro Díaz escribe en su colaboración habitual para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com sobre ‘lo verde’ y sobre la ‘ecopolítica’ o ecología política, tan de moda como el cambio climático. Hace un seria reflexión global sobre cómo hemos llegado a este punto ambiental y de cómo hasta los partidos de derecha y derecha extrema...
...como el PP de la Junta de Andalucía o del Ayuntamiento de Málaga, quieren dar ‘un barniz verde’ a todo lo que hagan, aunque sea la mayor aberración ecológica.
Barniz verde: una perspectiva de lo global a lo local
Hace años, no sabría ubicar el punto de inflexión, que en la sociedad española comenzó a ser unánime una convicción: la de que la vida en el planeta está amenazada por la degradación de la naturaleza. Cuando ocurría un fenómeno meteorológico, como una ola de frío, y los medios de comunicación se desplazaban al terreno para informar, no faltaban las declaraciones de una persona mayor que aseguraba que eso había sucedido allí “toda la vida”. Décadas llevaban ya los ecologistas y científicos de distintas áreas relacionadas con el medio ambiente denunciando las causas y consecuencias del cambio climático.
Éste fue negado en un extremo y, desde una perspectiva más moderada, ignorado por estados, gobiernos y ciudadanos. Resultó que las predicciones de los investigadores que trabajaban para calcular el impacto del calentamiento global y la agresión a la naturaleza del modelo productivo eran, en contra de lo que les acusaban, demasiado optimistas. Sus consecuencias ya han llegado antes de lo previsto. En nivel estatal, asistir en directo a la desaparición del Mar Menor, a la borrasca Filomena o a incendios como los de Sierra Bermeja no entraba en los planes de la mayoría. No existía aún una conciencia colectiva de la amenaza que enfrentamos la Humanidad.
El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) es el órgano internacional encargado de evaluar los conocimientos científicos relativos a las alteraciones del medio ambiente. Opera desde finales de la década de los ochenta y está integrado dentro de la Organización de Naciones Unidas (ONU). Este año presentará un amplio informe con sus conclusiones, a priori a mediados de marzo. Sin embargo, ya el pasado ejercicio se filtró a los medios de comunicación algunas de ellas: la que más llamó la atención es que en el capítulo primero del Sexto informe del Grupo III (encargado de las propuestas de mitigación y adaptación al cambio climático) se alerta de que el modelo económico actual es incompatible con los límites biofísicos del planeta: “Algunos científicos subrayan que el cambio climático está causado por el desarrollo industrial, y más concretamente, por el carácter del desarrollo social y económico producido por la naturaleza de la sociedad capitalista, que, por tanto, consideran insostenible en última instancia”.
Pensé entonces en el movimiento antiglobalización que se dejó la piel y, en el caso del activista Carlo Giulani, la vida. Sucedió en la Contracumbre de Génova de comienzos del milenio, organizada como respuesta a la cumbre organizada por el G8, donde unos pocos hombres poderosos de los ocho países más industrializados del mundo tomarían decisiones que afectarían a todo el planeta. Aquellos manifestantes fueron tratados por los medios de masas como violentos organizados, por no decir, directa y llanamente, como terroristas, cuando quienes estaban atentando contra el interés común de los pueblos del mundo eran unos pocos señores enchaquetados y con mucho, mucho poder, de los que no se sabe nunca casi nada públicamente.
Los movimientos antiglobalización de finales del siglo XX y comienzos del XXI me parecían, entonces, radicales y violentos. Y tiene un sentido. Si sumas un sistema educativo donde te enseñan que el capitalismo representa el menor de los males a la exposición de un sistema de medios de masas que te bombardea con imágenes de caos, personas heridas y agresiones, ya tienes como resultado a una gran parte de la sociedad controlada a través de la manipulación. Si añadimos que, por entonces, el discurso oficial era que la economía global era un fenómeno inevitable a la par que atractivo e, incluso, lucrativo para todas las partes del juego, el sujeto queda desprovisto de herramientas que le capaciten para cuestionarse sobre lo que está sucediendo.
Aquellos activistas tenían razón. No porque se la haya dado el tiempo. Sino porque ya se las daba la ciencia. Estaban mejor informados, formados y comprometidos. Sabían, por ejemplo, que deslocalizar la industria textil a países en vías de desarrollo para bajar los precios de la ropa y aumentar el consumismo en el primer mundo generaría esclavitud, aumentaría los niveles de emisiones de CO2 y la huella ecológica sería de un calibre insostenible. Sabían que ‘disfrutar’ de frutas y verduras fuera de temporada porque, gracias a la economía global, podrías comerlas durante todo el año gracias a importaciones transatlánticas no lo soportaría el planeta. Sabían que el impacto de la industria cárnica intensiva y azucarera era ya algo más que una amenaza para la salud pública. Sabían que el fin del uso de los combustibles fósiles debía llegar antes de que estos escaseasen o se acabasen.
La destrucción de los sistemas de producción, comercio y economía de proximidad para ponerlos al servicio de un mundo globalizado es intrínseca a la desaparición, cuando no a la banalización, de la diversidad de los modos y costumbres de vida de cada pueblo. Ya no sólo se compromete la propia naturaleza: patrimonios culturales y humanos como lenguas, costumbres, artes, religiones, filosofías, infraestructuras históricas y, en definitiva, las singularidades de las comunidades del mundo quedan a merced de la uniformidad y el totalitarismo del pensamiento neoliberal: Hay que producir a gran escala para aumentar el consumo ad infinitum. Todo es posible por un precio, a través de la competitividad y la ley de la oferta y la demanda, y esto es así en todo en todo el planeta, que queda a disposición de un engranaje, una cadena global, que compromete los propios Derechos Humanos y la supervivencia de la especie humana, entre otras tantas.
Hoy, los movimientos ecologistas están en auge y han conseguido introducir parcialmente en la agenda de la política internacional su discurso. En Alemania, epicentro de Europa, están en el gobierno. Antes de que esto sucediese, el Parlamento Europeo y la Comisión Europea acordaron la aprobación de unos fondos (Next Generation) de recuperación de la crisis vinculados, por primera vez, a la sostenibilidad y la transición ecológica. 21 años tarde, es una forma incipiente de que las instituciones ya reconozcan que aquellos activistas estaban en lo cierto e hicieron lo correcto al actuar con vehemencia ante una amenaza vital.
El Gobierno central ha hecho los deberes por ahora, o eso parece: España ha sido el primer estado de la UE en recibir el desembolso de esta iniciativa, impensable hace sólo unos años, y ha sido felicitado por la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, quien pertenece al Grupo del Partido Popular Europeo. Ya está normalizado que partidos conservadores y socialdemócratas gobiernen en coalición con los ecologistas, que se mantienen al alza y cuyas políticas son cada vez más demandadas ante las más palmarias de las evidencias.
Por desgracia, el Partido Popular español, de la misma familia política que Von der Leyen, sigue sin enterarse de nada y su secretario general, Pablo Casado, ya ha mandado emisarios varias veces a UE a verter sospechas y sabotear la llegada de esos fondos bajo acusaciones infundadas y datos poco veraces, como que estos fondos no estaban siendo controlados por el Estado o que las comunidades autónomas del PSOE estaban recibiendo más partidas que las gobernadas por el PP (noticia falsa que desmontó La Sexta Clave).
Sólo cabe un esperpento mayor y, por desgracia, lo padecemos en Andalucía. ¿Qué ha propuesto el gobierno de la Junta de Andalucía de Juan Manuel Moreno Bonilla y Elías Bendodo en esta materia? Lo primero fue aprobar una ley del suelo para dar cobijo a más proyectos urbanísticos, a imitación de lo que hizo José María Aznar nada más llegar a la presidencia de España. A partir de ahí: proposición de ley para aumentar las zonas de regadío en Doñana en 1.400 hectáreas fuera de suelo agrícola regable sin tener asegurados los recursos hídricos y con una sentencia en contra del Tribunal de Justicia Europeo que condenó a España por no proteger este parque natural del expolio del agua, como denunció ayer el grupo Equo Los Verdes.
Continúo. Visto bueno de Moreno Bonilla para levantar un hotel en Cabo de Gata-Níjar: 30 habitaciones y acondicionamiento de un parking de 70 vehículos cerca de la playa de Los Genoveses. Sigo. Incoar el expediente del Ministerio de Cultura para construir un rascacielos en el dique de Levante en Málaga. Y otra más, en clave malagueña. Junto a Moreno Bonilla y Bendodo faltaba Francisco De la Torre Prados para completar el tridente malaguita que venía a cambiarlo todo sin explicar antes que era a peor. El Ayuntamiento ha aprobado provisionalmente el plan Especial de la fábrica de cemento de La Araña para su ampliación. Cabe recordar que la cementera de La Araña es, históricamente, una de las industrias más contaminantes del Estado por la emisión de CO2.
Concluyo, sin extenderme, porque ya ha sido analizado en profundidad estos día en EL OBSERVADOR. El Guadalmedina se podría haber renaturalizado como el río Manzanares, a un precio simbólico (4,5 millones de euros de los que el 90 por ciento se haría cargo el Estado). De la Torre ha optado, finalmente, por una megalomanía tasada en 230 millones de euros que incluye puentes bóveda y soterramientos, aunque por ahora prefiere no hablar mucho de ello y se ha centrado en meter la maquinaria por la zona de la Virreina. Y en contra de la mayoría democrática del propio pleno municipal.
El propio Bendodo reconoció que espera sufragar una parte de este delirio con los fondos europeos, pero que buscará “otras vías de financiación”. Sabe que la Comisión Europea no va a liberar un céntimo de los fondos ‘Next Generation’ para que soterre un río. La agresión ambiental ya ha comenzado; han presentando el mismo proyecto en el que lleva empeñado De la Torre desde que era concejal de Urbanismo con un ‘barniz verde’. Son tan cutres que puedo imaginarlos perfectamente comentando que, para que les aprueben parcialmente la iniciativa, tienen que maquillarla de sostenibilidad y protección del medio ambiente, cuando es una atrocidad y una excusa para inyectar más hormigón a la ya gris y desordenada ciudad de Málaga. Convicción, ninguna.
También puedo imaginarlos en la oposición. La primera consecuencia, en otras muchas gestiones pésimas que quedarían revocadas como la sanitaria, sería que ninguna de estas agresiones a la naturaleza serían posibles en Andalucía. Y que nos llamen a las urnas es cuestión de meses.
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