“Somos incapaces de abstraernos en la reflexión y mucho menos de analizar nada más allá de las circunstancias coyunturales que rodean nuestra conversación”
OPINIÓN. La vuelta a la tortilla. Por Noemí Juaní
Profesional de la gestión
28/09/23. Opinión. Noemí Juaní, profesional de la alta gestión en empresas e instituciones, en esta colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre discutir sobre política: “Es curioso que ya no podamos discutir en la calle o en las sobremesas tan típicamente españolas rehuyendo cualquier conversación política salvo si no estamos absolutamente convencidos de que van a darnos...
...la razón sin fisuras. Discutir de política es feo y ya no tiene ninguna utilidad. No hay ninguna sensación de avance, ni de resultado, ni de aprendizaje”.
¡Quiquiriqui!
Debo reconocer que estudiar lógica nunca fue uno de mis fuertes. Me exasperaba su desarrollo en sistemas tan formales y tan parecidos a fórmulas matemáticas para analizar la estructura de un argumento.
Suponía alejarse en exceso del contenido concreto y planear sobre el reino de lo abstracto, pero conocer las reglas y normas que rigen el gobierno del pensamiento tenía una parte muy divertida, esa que supone descubrir también los atajos, vericuetos y trampas en las que nos metemos los seres humanos cuando obligamos a nuestro cerebro a que haga algo más que hacer funcionar el resto de nuestros órganos.
Se llaman falacias y hay montones de ellas catalogadas y etiquetadas con nombres más o menos curiosos.
Por ejemplo: Ad verecundiam, que te conducen a afirmar o rechazar cualquier cosa sobre la base de “lo ha dicho fulanito”, aunque el tal fulanito no tenga por qué ser un experto en la materia. ¿Recuerdan cuando en plena pandemia y sumidos todos en el desconocimiento más absoluto llegaba un whatsapp con alguna afirmación rematada con “lo ha dicho un médico” sin que importase que quizás era pediatra y no epidemiólogo?
Ad populum, que lo hace basándose en la cantidad de personas que lo hagan, y que debe ser una de las razones por las que se produce la guerra de cifras sobre la cantidad de gente que fue a la manifestación del domingo pasado.
Post hoc ergo propter hoc, por la que el simple hecho de que algo preceda en el tiempo a otra cosa nos hace creer que es la causa, como cuando alguno llegó a creer que la crisis económica de 2008 la había causado Zapatero.
En fin, hay muchas y muy habituales, sobre todo desde que las redes sociales se han convertido en fuente de información y han demostrado la cantidad de estupideces que somos capaces de generar y digerir. Pero hay que reconocer que, desgraciadamente los discursos que se erigen desde la tribuna del congreso de los diputados, es un rico manantial. Falacia ad hominem: “Si al señor Sánchez le hiciera falta el voto de un partido de ladrones, directamente prohibiría las cerraduras”. Falacia de la causalidad única: “No seré investido, pero porque no quiero”. Falacia ad antiquitatem: “Es usted del PP 'pata negra'. Del PP más rancio”. Falacia del espantapájaros: “Merecemos todos que los hijos de Aznar y Don Pelayo nos pasen por encima si no somos capaces de ponernos de acuerdo”.
Estos días hemos tenido la oportunidad de verlo mientras, supuestamente, tenía lugar el debate de investidura, pese a que la realidad nos decía que allí no se iba a investir a nadie y cada uno ha llegado a la palestra a lo suyo: a censurar al otro, a venderse, a ganar tiempo…
Pero sí ha sido un debate, desde el estricto significado que tiene para la Real Academia de la lengua española que nos recuerda que se trata de una controversia e implica contienda, lucha y combate, porque viene del latín debattuĕre y por tanto de “batir”, “sacudir” o “batirse”.
Si quisiéramos llegar a un resultado, quizás lo que deberíamos hacer es discutir. Porque “Discusión” es el “análisis o comparación de los resultados de una investigación, a la luz de otros existentes o posibles”, viene del latín discutĕre que también se traduce como “disipar” o “resolver” y requiere del examen atento entre dos o más personas.
Pero no, ya no nos gusta discutir de política. Nos produce violencia, malestar o desasosiego.
Con los no amigos, la discusión acaba pronto porque la cerramos fácilmente reafirmándolos en esa categoría estereotipada con la que cercenamos toda argumentación posible y que explica cualquier cosa: “es rojo”, “es facha”, “es catalán”, “es madrileño”, “es ateo”, “es mujer”, “es mayor”… Importa más quien lo dice que qué nos dice.
Con los amigos, la discusión también se zanja con rapidez, a veces con una broma, otras con un silencio. Lo que sea antes de hacerlo caer en la etiqueta del enemigo, porque nos cae bien, le tenemos cariño y nos podemos ir de copas. Como si pudiera haber amistad sin la capacidad de compartir pensamientos aunque sean contrarios.
En la política oficial, es fácil entender por qué ocurre. Eso de tener las cámaras siempre enfocando sobre uno debe producir confusión y acabar despistado sobre quién es tu verdadero interlocutor. Así que las peroratas no tienen, en absoluto, ninguna intención de convencer, seducir o convenir; al menos a aquellos que tienen delante. Están, en realidad, diseñadas para otro público: el de los espectadores, aunque siempre mediado por alguien más importante, el periodista que hará la crónica y, sobre todo, que pondrá el titular.
Sin embargo, es curioso que ya no podamos discutir en la calle o en las sobremesas tan típicamente españolas rehuyendo cualquier conversación política salvo si no estamos absolutamente convencidos de que van a darnos la razón sin fisuras.
Discutir de política es feo y ya no tiene ninguna utilidad. No hay ninguna sensación de avance, ni de resultado, ni de aprendizaje.
Somos incapaces de abstraernos en la reflexión y mucho menos de analizar nada más allá de las circunstancias coyunturales que rodean nuestra conversación.
Tal vez por ello, hablar de amnistía no es ver hasta qué punto se dan las razones de orden político y de carácter extraordinario para que se produzca este perdón, ni tampoco supone examinar si con ella se conseguiría un bien mayor o no; es solo apelar al carácter instrumental que tiene en este momento para un determinado partido político.
Tampoco permitir el uso de otros idiomas en el Congreso de los Diputados tiene que ver con el reconocimiento de la riqueza idiomática de un país, ni queda claro si es un ejercicio de tolerancia y convivencia o, todo lo contrario; es solo una moneda de cambio con fines espurios.
Y sentarse a hablar con determinados diputados no va a generar un programa político para cuatro años que supondrá cambios para los ciudadanos en educación, sanidad, economía, empleo, ciencia… es solo la manera de conseguir una presidencia.
Pero, no importa, mañana será otro día, gracias a que existen gallos que cantan.
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