“Si lo hubiera mirado, quizás se habría fijado en que la alerta meteorológica estaba en nivel naranja por calor extremo. O quizás no, qué más daba. Fuera como fuera, tenía que ir a trabajar”
OPINIÓN. La vuelta a la tortilla. Por Noemí Juaní
Profesional de la gestión
03/07/25. Opinión. Noemí Juaní, profesional de la alta gestión en empresas e instituciones, en esta colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe un relato sobre el calor: “Levantarse temprano también permite hacer los 10.000 pasos, recomendados para estar sano, antes de ir a trabajar. Él lo intentaba. Quería cuidarse. Por él mismo. Por su familia que se lo pedía...
...continuamente desde que había tenido el arrechucho. Pero, es posible que, en el último momento, le hubiera dado pereza porque el calor ya apretaba”.
El primero del verano
Cuando se había levantado aquella mañana, no podía sospechar que acabaría en los titulares de unos cuantos diarios.
Seguramente, había abierto los ojos alrededor de las siete sin llegar a escuchar el despertador. Tener una vida laboral tan larga comportaba ese tipo de ventajas: el cuerpo se acostumbra a madrugar, pese a que afuera, apenas haya claridad.
Levantarse temprano también permite hacer los 10.000 pasos, recomendados para estar sano, antes de ir a trabajar. Él lo intentaba. Quería cuidarse. Por él mismo. Por su familia que se lo pedía continuamente desde que había tenido el arrechucho. Pero, es posible que, en el último momento, le hubiera dado pereza porque el calor ya apretaba. A lo mejor, se prometió que esa noche los haría, aunque, como al día siguiente era sábado, siempre podía caminar el doble después de ver en el canal de deportes la presentación del defensa central Franck Fomeyem que el Córdoba CF estaba anunciando oficialmente por la radio.
Al salir a la calle, tal vez miró un instante hacia el cielo azul para confirmar que aquél iba a ser otro día en el que no se vería ni una nube. Ya llevaban más de 20 días sin que cayera una sola gota y, aunque era lo normal en aquella época del año, la esperanza era lo último que se perdía.
Hubiera sido mejor ver los pronósticos en cualquier aplicación de esas tan fácilmente accesibles desde el móvil, pero, seguramente, solo lo hacía cuando tenía planes para el sábado o el domingo. Si lo hubiera mirado, quizás se habría fijado en que la alerta meteorológica estaba en nivel naranja por calor extremo. O quizás no, qué más daba. Fuera como fuera, tenía que ir a trabajar.
Al llegar al trabajo, el encargado le pasaría la hoja de ruta y la discutiría con su compañero para decidir qué iluminarias tenían que cargar en el camión y si estaban todas las herramientas que iban a necesitar. Se pondrían casco, chaleco reflectante y las botas de seguridad. Para el arnés y los guantes dieléctricos se esperaría hasta que no empezaran a manejar. EPI le llamaban a toda aquella vestimenta obligatoria por la normativa de prevención de riesgos laborales. Todo lo que sea, por seguir sano y salvo.
En el trayecto en coche podrían haber puesto la radio y haber oído que se anunciaba una primera ola de calor. A cuento de eso, estarían los de siempre insistiendo en el cambio climático y los otros diciendo que tampoco era para tanto y que tanta medida medioambiental iba a hundir al país. A lo mejor, su compañero le pidió que cambiase el dial: “Primero que se aclaren ellos y luego que nos lo expliquen, que yo no les pregunto cómo montar un cuadro eléctrico”.
Al llegar al destino, a él le tocaría subir a la cesta mientras su colega se encargaría de la señalización vial colocando conos, vigilando el tráfico o controlando que ningún peatón o vehículo interfiriera en la zona de trabajo. Posiblemente, se alegraría porque mientras estaba allí arriba no se tendría que discutir con los conductores que, desde el habitáculo acondicionado de sus vehículos se sentirían con derecho para insultar y maldecir ante la perspectiva de sufrir algún retraso. Eso sí era arriesgado.
Le llevaría un buen rato inspeccionar visualmente las luminarias para ir descubriendo pequeñas roturas, suciedad acumulada, nidos de aves, cables sueltos y todo tipo de incidentes que pudieran interrumpir el alumbrado y mientras lo hacía, se secaría el sudor varias veces del cuello y la cabeza.
Después, habría realizado pruebas con el detector de tensión para identificar si era la lámpara, el balastro, el driver, el fusible o las conexiones lo que fallaba. Sustituiría los elementos averiados, realizaría los empalmes correctos e incluso limpiaría el interior de la luminaria para retirar el polvo o los insectos que afectan el funcionamiento. La lamparita iba a quedar más limpia que él, que, a esas alturas, ya estaba totalmente pegajoso.
Quizás, alguna de esas intervenciones se le complicó más de la cuenta y lo que tendría que haber estado listo en tres o cuatro horas, se alargó toda la jornada. Tal vez, se comunicase con su encargado para decirle que aquello requería de más tiempo, pero era viernes y tenían que dejarlo listo para el fin de semana.
Al final, algo mareado y con dolor de cabeza, le pediría al compañero en tierra que conectase de nuevo la corriente y comprobaría, con alivio, que la luminaria encendía de nuevo y haría fotos para el parte de trabajo.
Haber estado a más de 7 metros con posturas no siempre fáciles podría ser la razón que encontró para explicar sus incipientes calambres musculares, pero, al bajar con la cesta, quizás, se sintió orgulloso del trabajo bien hecho y al volver, como ya era la hora de acabar, empezaría a pensar qué hacer ese fin de semana. Tenía 58 años y ganas de vivir. La Noche Blanca del Flamenco anunciada para aquel sábado podía ser un buen plan, a ver si durante ese rato, refrescaba lo suficiente.
Sin embargo, el dolor de cabeza no aflojó cuando llegó a casa y se le complicó con un mareo intenso y muchas náuseas. Por eso se metió en la cama demasiado pronto para lo que hacía habitualmente, aunque, es posible que se animara pensando que cuando durmiera toda la noche, se recuperaría.
A las 04.42 horas de esa madrugada entró el verano oficialmente, mientras él ya deliraba y no era por una pesadilla.
Nada salió como había previsto. Nunca, ni en sus sueños infantiles más locos, hubiera imaginado que su nombre aparecería en la portada del Diario de Córdoba junto al de Trump a quien se le había ocurrido bombardear Irán. Pero sí, allí estaba, había sido la primera víctima mortal del verano de 2025 por un golpe de calor. Eso era una certeza. La incógnita solo estaba en si ese año se superaría el promedio de 4.150 muertes anuales por temperatura del último lustro.
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