Le gustaría abrazarla, pero sabe que lo rechazaría. Finge estar dormido, hasta que ella se recoge el pelo en un rodete bajo y se cubre los hombros con un vestido negro”

OPINIÓN. El jardín de tinta
Talleres de escritura de Augusto López


15/02/23. 
Opinión. El escritor y profesor de escritura, Augusto López, continúa con su sección semanal en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com, ‘El jardín de tinta’, un espacio de creación literaria de las alumnas y alumnos de sus talleres (augustolopez.es), impartidos en colaboración con la librería Proteo. Hoy nos trae el relato ‘Entre sombras y luces’, de Ana Morales Real...

Entre sombras y luces

La casa de Herminia es modesta, pero no falta el carbón para calentarla. Por eso se ha convertido en el centro de las reuniones nocturnas de las mal llamadas amigas, por eso y porque a la lengua de Herminia no interesa darle la espalda. Su marido es el aperador de una de las fincas más grandes de la comarca; de él depende quién se ganará el jornal al día siguiente. Ella lo sabe y ejerce una superioridad velada sobre las vecinas.


—No te hagas de rogar, Herminia —apremia una de ellas,— aviva un poco las brasas y cuenta lo último de la Luisa.

Da igual que sea mentira o verdad, necesitan llevarse algo al estómago y el café negro de pucherete les calienta la boca y les remueve la bilis.

—¡Menuda pécora la señorona! Dicen que, por las noches, cuando el bueno de Ricardo y ese sobrinito suyo se duermen, sale por la puerta del patio de atrás y vuelve poco antes de que amanezca.

Las mujeres se santiguan y una comenta:

—¡Pobre santo que tiene por marido! Todo le parece poco para ella y mira cómo se lo paga. Anda Herminia, ¿por qué no sacas esa botellita de aguardiente que nos pusiste anoche? 


La anfitriona pone cinco vasitos de licor sobre la mesa camilla, con la misma parsimonia que remueve el cisco:

—Nosotras no tendremos la casona que ella tiene, pero al menos tenemos decencia y a nuestros maridos atendidos.

Todas asienten mientras saborean el aguardiente:

—Cuando veníamos para acá, estaba asomada a la ventana, se ve que no tiene otra cosa que hacer, ¡qué le importará a ella la vida de los demás!

En efecto, desde la ventana, Luisa las ha visto pasar. Sabe a la hora que se reúnen en la casa de Herminia. Todas las noches aparta la labor para verlas ataviadas con bufandas de lana y abrigos remendados. Le gustaría estar entre ellas y reírse con los chascarrillos que cuentan de los hombres, querría salir de su casa y empinarse una copita de licor mientras ponen verde a la que no está presente.

Respira hondo y mira a Ricardo:

—Ya van a casa de esa arpía, ¡triste vida la de esas chismosas!
—¿Qué más te da, mujer?, ignóralas y vuelve a lo tuyo.
—Sabrá el diablo a quién despellejarán esta noche —agarra con rabia el bastidor—, no quisiera estar en su pellejo.

Sabe a la hora que terminan la tertulia; deja de nuevo la labor, las ve cruzar la plaza y observa cómo en cada casa se apagan las luces. Solo la luna, envuelta en nubes, ilumina las calles solitarias sobre las que se proyectan las sombras oscuras de la pobreza.

Reina el silencio en el pueblo y en casa de Luisa, solo ella está despierta. Lleva un abrigo viejo y una toca campesina.

El sonido de las ramas que golpean sobre los tablones que apuntalan los tejados, acompasa con el ulular de las lechuzas y encubren los pasos apresurados de Luisa, que ha dejado atrás el patio trasero de la casona.

El canto del gallo anuncia que amanece, mientras las calles lucen sombrías. Luisa, frente al espejo, muestra una imagen relajada. Ricardo observa cómo el pelo ondulado sobre los hombros desnudos y las mejillas rosadas, contrastan con la mujer que por las noches se asoma a la ventana a esperar que el pueblo duerma.


La recorre con la mirada desde la nuca a los tobillos. Le gustaría abrazarla, pero sabe que lo rechazaría. Finge estar dormido, hasta que ella se recoge el pelo en un rodete bajo y se cubre los hombros con un vestido negro, abotonado hasta el cuello:

—¿Ya estás levantada?, ¡qué madrugadora!
—Alguien tendrá que preparar el desayuno para cuando volvamos de misa. Despierta al niño ese y vestíos, que ha dado el primer toque.
—Hace demasiado frío fuera y es muy temprano para él, ¿no crees, Luisa?
—Le consientes demasiado; lo convertirás en un blandengue, ¿no ves que está atontado?
—Es un niño, ¿Cómo quieres que esté?, hace poco más de un mes que perdió a su madre.

Ricardín se ha levantado, el agua fría en la cara lo ha despabilado; está vestido y preparado para acompañar a misa a los tíos. Mira a la tía con ternura: Es lo más parecido que tiene a una madre; quiere complacerla y le está agradecido por darle un techo y dejarlo acompañar al tío Ricardo en sus paseos.

El camino a la iglesia es solitario. Apenas algunos feligreses y trabajadores que, cargados con los aperos de labranza y el almuerzo envuelto en papel de estraza, se encaminan a la plaza. Allí se suman al resto de jornaleros, a la espera de ser elegidos por los encargados para trabajar en las fincas.

Ricardo, al atravesar la plaza saluda a los paisanos por sus nombres. Luisa, orgullosa, fija la mirada en el campanario que avisa con el segundo toque. Siente cómo, tras las luces tenues de los ventanucos, es escudriñada por las mismas mujeres que ella observó la noche anterior. Esto la hace erguirse, solo muestra un leve cambio al cruzar la mirada con uno de los aperadores. Para los demás, este gesto es imperceptible, pero ellos reconocen sus miradas: él disimula una sonrisa; ella, bajo el velo de misa, oculta el rubor.

La rutina diaria comienza alrededor de la plaza. Los jornaleros elegidos se encaminan hacia los campos de secano, que se extienden hasta donde la vista alcanza. Los demás esperan en la taberna por si hay una repesca.

Los feligreses que han acudido al culto, se cruzan con los niños que corren para la escuela con las carteras de cuero colgadas a la espalda, mientras lanzan al aire los pizarrines.

—¡Ricardín! —le gritan—, ¿traerás caramelos hoy también para el recreo?

Tío y sobrino de la mano, se miran cómplices y afirman con la cabeza a espaldas de Luisa.

Café negro, con leche y leche caliente con azúcar. Pan con mantequilla, galletas y magdalenas. Los desayunos en casa de Luisa y Ricardo entonan el cuerpo para el quehacer diario.

Ricardín apura la leche y corre al colegio con las magdalenas envueltas en la servilleta.


Ricardo miga el pan con mantequilla en el café, que le gotea por el labio inferior:

—Hoy voy a Madrid, ¿necesitas algo para la mercería?

Luisa saca una lista del cuaderno de cuentas:

—Además de esto, anota dos docenas de camisetas de manga larga de hombre y pañuelos blancos de algodón. Se acercan los Reyes y es lo que más salida tiene. En el almacén aún queda género de la temporada pasada.
—Al niño habrá que ponerle Reyes. Son las primeras navidades que pasa con nosotros sin la madre.
—Que se vaya ese día con el padre y los hermanos. Una cosa es que lo mantengamos y otra que el padre se desentienda.
—¡Por Dios, Luisa!, si lo hemos recogido, es para tenerlo como a un hijo y no dando bandazos día sí, día no.
—Lo has recogido porque eres el padrino, y porque según tu hermano, con la pena, no tiene fuerzas para atender a cinco hijos. Es viudo desde hace nada y ya ronda a la hermana de la difunta, ¡menuda pena la suya! 

Ricardo prefiere no responder, es consciente de que su matrimonio fue un apaño entre las dos madres y Luisa se volvió una mujer seca, desagradable y en ocasiones, dura. Odia a los niños, pero pensó que Ricardín le ablandaría el corazón.

No hay día que Luisa no maldiga la hora en la que se resignó a ese casamiento. Pero el autoritarismo y perseverancia de la madre consiguieron doblegarle la voluntad.

Poco o nada se relaciona con las gentes del pueblo.

Asiste a diario a la misa del alba, promesa a la virgen por una plegaria concedida.

Acude puntual a la mercería y atiende a las clientas; les orienta en la confección de bufandas y abrigos de lana, siempre y cuando le compren las madejas.

Una semana al mes, Ricardo acude a Madrid. Va a cobrar a los inquilinos de los pisos que heredó tras la muerte de los padres. Trae género a Luisa para la tienda y de paso algún detalle de la capital que ella coge sin ilusión para guardarlo en un cajón y no volverlo a sacar.

Ahora también le trae regalos a Ricardín, que abraza al tío emocionado.

Luisa siente que los días pasan lentos y ansía el momento de la noche en la que todos duermen y ella se siente renacer.

No les importa el frío ni robarle horas al sueño porque se desean con la misma intensidad de hace años. Esa es la razón por la que les es indiferente que la gente del pueblo murmure, que especule y que al inventar casi acierte.


A Luisa se le iluminó la cara cuando, aquel día, el hermano la recogió del colegio con Javier, amigo del instituto. No tardaron en ingeniárselas para verse a solas. Y su amor aumentaba en los, cada vez más frecuentes, encuentros clandestinos. Cuando le dijo que estaba embarazada, él lloró de felicidad y los dos imaginaron una vida juntos, sin obstáculos, porque el amor lo puede todo; si había algo innegable, era que ellos se amaban y el hijo que esperaban les daría la fuerza para enfrentarse a la familia de Luisa, que se negaba en rotundo a la relación.

En aquella habitación siniestra de una calle estrecha de Madrid, el miedo le impedía pensar. La mujer con delantal blanco le había dado a beber una mezcla de hierbas y al hablar no se dirigía a ella:

—Esto la ayudará a dilatar, dolerá un poco, pero es efectivo; la niña quedará a estreno. 

Nunca perdonó a la madre que, una vez más, le impusiera su voluntad; ni a ella misma por no negarse.

Aun dolorida, la llevó a la iglesia del pueblo; rosario en mano dio gracias a la Virgen porque todo había salido bien y pidió perdón por el pecado de la hija. A esa misma Virgen, años más tarde en su casamiento con Ricardo, Luisa le rogó que no le diese hijos ni a ella ni a Javier.

Como cada noche, desafían a las malas lenguas y se vuelven aquellos jóvenes que un día se distanciaron, pero no lograron separar.

Luisa sonríe y le acaricia la cara, Javier le quita la toca campesina, le suelta el rodete y deja que su pelo ondulado caiga sobre los hombros desnudos. Recorre con la mirada su cara, el cuerpo; se detiene un instante y la besa con ternura, con pasión y le habla al oído con amor, con mucho amor. Les rinde el sueño y duermen abrazados hasta poco antes de amanecer.

Caminan juntos hasta la puerta del patio trasero de la casona, Luisa esconde la dulzura y Javier atraviesa la plaza del pueblo camino de casa, donde Herminia le tiene preparado el desayuno. No le hace ningún reproche. Lo ha visto llegar, igual que todas las noches lo ve salir cuando cree que ella está dormida y la casa de Luisa queda a oscuras. Desayunan juntos, una frente al otro no se dirigen la mirada. La ropa de trabajo está planchada sobre la cama y el almuerzo en el poyete de la cocina.

Se oye el primer toque para la misa del alba; Herminia aprieta los puños y se traga las lágrimas. En el segundo campaneo observa desde la ventana a Luisa cruzar con la familia y a Javier seleccionar a los jornaleros.

La vida en la calle transcurre con normalidad; sola, de puertas para adentro, Herminia llora y descarga la rabia que antes reprimió.

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