“El hombre que tiene sangre en las manos entra en el cuarto de baño del apartamento y las pone debajo del grifo; mira el agua rojiza formar un remolino transparente y vaciarse por el desagüe”
OPINIÓN. El jardín de tinta
Talleres de escritura de Augusto López
24/05/23. Opinión. El escritor y profesor de escritura, Augusto López, continúa con su sección semanal en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com, ‘El jardín de tinta’, un espacio de creación literaria de las alumnas y alumnos de sus talleres (augustolopez.es), impartidos en colaboración con la librería Proteo. Hoy nos trae el relato ‘Karma’, de José Antonio Algarra Biedma...
Karma
El hombre que tiene sangre en las manos entra en el cuarto de baño del apartamento y las pone debajo del grifo; mira el agua rojiza formar un remolino transparente y vaciarse por el desagüe y desde ahí también ve la habitación de al lado donde hay una mujer pálida que está tendida sin moverse en la cama deshecha con los ojos abiertos hacia el techo y con siete heridas de cuchillo en su pecho que sangran y manchan de rojo las sábanas.
El hombre que ha acuchillado a la mujer que está muerta en la cama se seca las manos con una toalla amarilla, limpia el cuchillo de mango plateado cubierto de sangre con papel higiénico, lo tira al váter y observa cómo se va por el sumidero tras pulsar el botón de la cisterna; después coge otra toalla pequeña, envuelve el cuchillo y se lo guarda en la chaqueta de color gris que se ha puesto esta mañana al salir de casa.
El hombre que escucha todavía gritar en su cabeza a la mujer se dirige a la puerta, echa una última mirada al cuerpo desnudo y desordenado sobre la cama, al rojo de la sangre que lo rodea y aún mana de sus heridas, cierra la puerta sin ruido y baja despacio los escalones hacia la calle que está llena de gente que camina y habla y pasa a su lado y, mientras se dirige hacia la parada del autobús, piensa en por qué oye todavía a la mujer muerta si ella ya no puede gritar.
El hombre que espera el autobús se pone nervioso porque no puede dejar de oír esos gritos de muerte en su cabeza aunque se tape los oídos con las manos, siente que la gente lo mira como si oyeran a la mujer rubia y sin vida y supieran que él es el asesino, se palpa el cuchillo debajo de la tela de la chaqueta gris, se mira las manos y se da cuenta de que los puños de su camisa tienen manchas rojas sobre la tela blanca y se baja las mangas de la chaqueta para taparlas.
El hombre que va en el autobús y mira al suelo intenta respirar despacio para calmarse y así no sudar y que la aguda voz de la mujer al sentir el cuchillo en su pecho una y otra vez se vaya de su cabeza; también quiere pensar que nadie lo mira y en otras cosas pero no puede, porque ese único grito agudo que se repite lo ocupa todo dentro y oculta los ruidos de los coches, de la gente y de la calle y hace que todo lo que ve por la ventanilla le parezca extraño.
El hombre que se baja del autobús en la parada dieciocho mira a un lado y a otro y piensa que quizás esos gritos no se vayan nunca, pero luego imagina que no, que se irán en cuanto llegue a su casa y se relaje, aunque quizás deba tomarse una pastilla de las de color azul para tranquilizarse, y si no es así tal vez tenga que ir mañana al médico y ya le dará algo que haga que se le quite y, mientras cavila, camina rápido por la acera y saca la llave de su casa antes de llegar al portal.
El hombre que se habla a sí mismo para calmarse y que esa voz no lo vuelva loco entra a su casa, se quita la chaqueta gris y recuerda que debe lavar su camisa, porque con el sudor las pequeñas gotas de sangre que le han salpicado se han hecho más grandes; después se desnuda, se mete en la ducha y por un momento los gritos se van y solo escucha el agua sobre su piel y se siente mucho mejor y cree que todo ha pasado y que mañana será un día como todos los días.
El hombre que es un asesino y puede escuchar las voces de los muertos se angustia y suda otra vez cuando los gritos de la mujer muerta empiezan a sonar de nuevo en su cerebro y le rebotan por dentro del cráneo como pelotas de goma, y se dice a sí mismo que se tranquilice y que no pasa nada, pero la ansiedad se le mete en el pecho y en el estómago y no sabe qué puede hacer o pensar o decir para que los gritos desaparezcan y recorre inquieto y descalzo la habitación.
El hombre que no puede recordar a toda la gente que ha matado se acuerda muy bien del rostro de la mujer apuñalada y de sus ojos abiertos que lo miran cuando le clava el cuchillo y cómo su boca abierta sopla un aliento de muerte que se estrella en su cara, y al fin sale al balcón de su piso y ve que en la calle anochece y que la gente camina, habla y vive su vida, pero nadie mira hacia arriba a pesar de la horrible voz que suena cada vez más fuerte.
El hombre desesperado que no sabe qué hacer para no escuchar los gritos de la mujer muerta se pone los auriculares y sube la música hasta el máximo pero no consigue callarlos, se toma una pastilla de color azul y luego otra, y se bebe un vaso de vodka y luego otro, y se mete en la cama y cierra los ojos y entonces el sopor de las pastillas y el alcohol se mete en su cerebro y piensa que se va a dormir y que cuando se despierte esos gritos ya no estarán.
El hombre que cuando dormía no escuchaba a los muertos se despierta de madrugada al oír el sonido de un viento inmenso, pero luego se da cuenta de que no es viento sino voces que gritan todas a la vez y son cada vez más fuertes y ni siquiera lo dejan pensar, y se levanta con las manos en los oídos y chilla y se retuerce en el suelo y patalea y siente como un fuego quemarle la mente y un dolor que no es dolor pero sí es como miles de agujas que le taladran la cabeza.
Y el hombre que yace encogido y derrotado sobre el mármol de su apartamento y ha dejado de moverse siente una ola fría que recorre todo su cuerpo al comprender que ya nunca oirá de nuevo su propia voz, que el resto de su vida será una pesadilla que ocupará todos sus días y todas sus noches porque solo podrá escuchar los gritos de los muertos que mató y sus voces rotas de rabia que lo llaman asesino.
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