Elegía uno al azar, lo abría de par en par, y se iba volando con él a correr aventuras. No se molestaba en leerlo entero, el libro era meramente un medio de transporte”

OPINIÓN. La importancia de ser idiota
Por Luis Molero. Escribidor y mecánico mental


17/02/23. 
Opinión. El escritor Luis Molero continúa su colaboración semanal en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com con ‘La importancia de ser idiota’, una sección en la que comparte algunos de sus relatos. Molero tiene una Newsletter, ‘Ilusionante’ (AQUÍ), en la que distribuye historias para ayudar a los demás, es gratis suscribirse. Hoy nos trae ‘La novia francesa’...

La novia francesa

Mi padre era escritor. Escritor de pueblo, para ser exactos.


De familia bien, tirando a menos. Un caso extraño de señorito andaluz metido a literato.

Pudo haberse conformado con los olivos, pero se convirtió en latifundista de libros.

Rodeado de libros en una biblioteca llena de humo azul pasaba las tardes.

Elegía uno al azar, lo abría de par en par, y se iba volando con él a correr aventuras.

No se molestaba en leerlo entero, el libro era meramente un medio de transporte.

Le permitía conocer el mundo sin salir nunca del pueblo.


Por eso el viaje a Francia, para la boda de mi hermano, en el verano del 82 fue épico.

Por eso y porque mi padre nunca se enteró de para qué servían las marchas y el embrague.

Conducía a tirones. Entre estertores de motor y una fumata negra que apestaba a goma quemada.

Así llegó el novio (mi hermano) a París. Medio novio es lo que quedaba.

Lo suficiente para llevar un traje de boda y salir riéndose en las fotos.

Ahí sigue, en el poyete de una chimenea, congelado en medio de una lluvia de arroz.

Y ahí está ella también, la novia francesa, con su velo.

Pero en la vida real, hace mucho, mucho tiempo, aquello duró un instante.

Y antes de que sucediera, a la novia le tocó la tarea de entretener a su futuro suegro.

Un día le propuso visitar Notre Dame.

Mi padre dijo:

-No, eso ya lo conozco de los libros.

Otro día le propuso visitar el Louvre, conocer el Sena, el Moulin Rouge, el barrio latino...

No -insistió él-. Todo eso lo he visto en los libros.

Finalmente, la novia francesa se rindió.

Una mañana, cuando iban a visitar a una de sus hermanas en el dos caballos que (afortunadamente) conducía ella, escuchó un vozarrón que venía de los asientos traseros:

-¡Para!

Estaban en mitad de la campiña francesa, solo había campo. Y vacas.

La novia aparcó y mi padre salió, con los ojos muy brillantes, arrastrando su inmensa corpulencia.

Se sentó bajo un árbol,
sacó su cuaderno, y,
sin dejar de mirar a las vacas,
empezó a soñar.