“Éramos entonces, sin saberlo, una Málaga adolescente y humilde pero feliz. Sin necesidad de grandes aspavientos, sin tener que aparecer en rankings ni presentarnos a concursos internacionales que nunca ganamos”
OPINIÓN. El Blues de la señora Celie. Por Ainhoa Martín Rosas
Licenciada en Sociología y diseñadora, @aimaro6
09/07/24. Opinión. Ainhoa Martín, socióloga y diseñadora, en esta colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre la nostalgia de juventud: “Ese Pedregalejo que nunca volverá, hoy sería imposible: ni la natalidad, ni las costumbres, ni lo políticamente correcto lo permitirían. Hemos sobrevivido a una pandemia pero no hemos salido indemnes, y nos ha quedado la secuela de no tocarnos,...
...de no hablarnos, de no salir de bares a mezclarnos, juntos, pero no revueltos, con distintos gustos musicales y diferentes maneras de vestir”.
No habrá más fiestas
Ya está aquí el verano, con sus calores, sus terrales, su playeo y su tortilla, sus típicos encuentros de familiares y amigos, sus tradiciones... Málaga es una ciudad que vive en un eterno veraneo en la que, durante la época estival, sin duda, todo se acentúa, aunque, por desgracia, la gentrificación y la turistificación van haciendo, poco a poco, que veamos cada vez con más nostalgia, algunos tiempos pasados de la Málaga que fue y que, por desgracia para mí, ya no será.
Si cierro los ojos un momento, de repente, me puedo situar en un sábado cualquiera de finales de los ochenta. Es de noche y, por supuesto, en un barrio con muchos colegios y un instituto con siete líneas en primero de Bachillerato, ¡hay que salir!
Dependiendo de la época del año podemos hacer distintas rutas, para ver a una gente u otra, porque si algo es normal en este tiempo es que hay mucha gente en todas partes, pero, en Málaga Este, en especial, ya que el baby boom natalicio que dio comienzo a finales de los sesenta ha desembocado en una cantidad desmesurada de adolescentes que, presos de nuestras hormonas y con la felicidad de una ciudad barata, pululamos por los bares de la zona con apenas mil o dos mil pesetas en el bolsillo, dinero que cunde de sobra para echar un buen rato fuera y dejar a nuestros progenitores en paz hasta la hora imprudente de la vuelta.
Cierro los ojos y voy caminando desde El Palo con alguna amiga, para encontrarnos con las demás en el punto señalado, que dependerá, y mucho, de si las arcas personales están en condiciones de pagar la entrada de Bobby Logan o no, en cuyo caso, quizás mejor salir de bares. Normalmente empezamos la noche en el callejón: una rana y un saporosky (chupitos de la época) para abrir boca. Por allí se mueven todo tipo de tribus urbanas: rockers, mods, rastafaris porretas (pero inofensivos) en la puerta del Cairo, hambrientos en la puerta de la hamburguesería esperando su turno y frikis bebiendo extraños brebajes en la terraza del Bianco… Somos muchos, y somos incontrolables. Somos tantos, que cruzamos la carretera sin apenas mirar, pero… oh, sorpresa, tampoco hay mucho tráfico en la zona un sábado por la noche porque los malagueños de otras franjas de edad a esas horas están descansando en sus casas.
Decidimos echar unos bailes y nos marcamos el recorrido habitual: Plumaria, Rantamplán (que no abandonamos hasta que no suena el Correcaminos de los Celtas Cortos y logramos acceder al codiciado columpio), Galeón cuando el dinero empieza a flaquear… Si fuera verano, iríamos al Fijata a tomarnos una cervecilla o a La Tortuga a bailar algún éxito dance puntero de la época, pero aún no es tiempo y terminamos paseando nuestro cansancio y nuestras discusiones pandilleras por el mítico Jazz Barbacoa, poniendo verde a algún pijo del instituto que no sale del Duna en toda la noche y consumiendo nuestros pocos ahorros ya en alguna patata asada y alguna jarra de sangría, previa colecta comunitaria.
Ese Pedregalejo que nunca volverá, hoy sería imposible: ni la natalidad, ni las costumbres, ni lo políticamente correcto lo permitirían. Hemos sobrevivido a una pandemia pero no hemos salido indemnes, y nos ha quedado la secuela de no tocarnos, de no hablarnos, de no salir de bares a mezclarnos, juntos, pero no revueltos, con distintos gustos musicales y diferentes maneras de vestir. Con distintas ideas pero capaces de compartir espacios. Antes, los bares eran un territorio de mestizaje: ibas a un bar rocker vestida de siniestra, o, de simple niña de barrio, para mezclarte, no agitarte, como el Dry Martini de James Bond, ¡y no pasaba nada!. Y salías con cuatro duros (literal) y siempre alguien te invitaba a algo porque se lo podía permitir.
Éramos entonces, sin saberlo, una Málaga adolescente y humilde pero feliz. Sin necesidad de grandes aspavientos, sin tener que aparecer en rankings ni presentarnos a concursos internacionales que nunca ganamos. La felicidad era bailar “I just can´t get enough” en la pista de Bobby Logan y tomarse un helado de fresa en Lauri, y todo era compatible.
Es curioso, porque se supone que los bares son negocios de hostelería, y quizás no deberíamos romantizarlos, pero, la verdad es que aquellos bares tenían su encanto y formaron parte de nuestra evolución generacional y, lo mejor de todo, eran representativos de algo que entonces tenían muchos barrios de nuestra ciudad: la vida. Porque puede haber multitudes de extranjeros y foráneos hoy veraneando en Málaga pero no corren al encuentro mutuo, a compartir la vida momentáneamente, los sábados por la noche, en esos hogares transitorios de acogida adolescente que eran los irrepetibles bares de Pedrega.
En fin, me acabo de despertar de mi sueño ochentero y se me ha apetecido un café viendo vídeos de la MTV. Les dejo con su sopor veraniego, que he quedado para ir al Patio Andaluz y después echar unos billares en el Carambola. Disfruten del verano en Málaga, mientras no les echen de su ciudad. ;-)