“El encargado se paseaba por el chiringuito como un emperador romano, con las manos en los bolsillos y la voz siempre elevada. Cada vez que algo salía mal, no perdía la oportunidad de soltar alguna frase lapidaria”
OPINIÓN. Crónicas malacitanas
Por Augusto López y Daniel Henares. Ilustración: Fgpaez
18/12/24. Opinión. El escritor y profesor de escritura, Augusto López, junto con el también escritor, Daniel Henares, continúan con su sección semanal en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com, ‘Crónicas malacitanas II’ https://linktr.ee/cronicasmalacitanas, la segunda temporada del folletín cómico cósmico malaguita, que recupera el espíritu de los folletines del siglo XIX. Está protagonizado por un marciano que visita Málaga,...
...lo que sirve a los autores para hacer crítica social. Cada capítulo trae consigo además un dibujo del ilustrador Fgpaez.
Capítulo 6
Victoria llegó al Nemea con el sol del mediodía. El lugar estaba lleno de mesas de plástico desparejadas y sombrillas que parecían haber sobrevivido más de cien temporadas de levante. A pesar de la vista privilegiada frente al mar, el Nemea no tenía el encanto acogedor de otros chiringuitos de Pedregalejo. Había algo en su disposición caótica y su ambiente ruidoso que sugería que todo funcionaba al borde del desastre.
Al entrar, fue recibida por el característico olor a pescado a la brasa mezclado con fritanga y la algarabía de unos turistas alemanes que discutían con una camarera por la cuenta. Tras esquivar una silla mal colocada, Victoria vio una figura imponente junto a la barra: Leo, el encargado. Era alto y corpulento, con una melena rubia y rizada que brillaba al sol como un león en su dominio. Estaba apoyado contra el mostrador, dando órdenes sin mover un dedo.
—¡Anita! ¿Dónde está el pedido de la mesa ocho? ¡Mira que eres lenta! —gritó, sin molestarse en mirar a la camarera que cruzaba el chiringuito con una bandeja sobrecargada.
Anita, de unos veinte años con el cabello recogido en un moño desordenado, apretó los labios, pero no dijo nada. Su mirada cruzó con la de Victoria por un instante, como si tratara de advertirle de algo.
—¡Eh, tú! —Leo reparó en Victoria y señaló su reloj con teatralidad.
—Llegas tarde.
—Son las doce menos cinco —replicó ella.
—Aquí se llega antes de la hora. Regla número uno de la hostelería. ¿Nunca has leído un libro? Tienen prólogo y epílogo ¿verdad? ¡Pues nosotros también! Hay que llegar media hora antes para dejar todo listo y hasta que no esté todo limpio como una patena de aquí no se va ni el Tato. Quiero las freidoras más brillantes que las rocas de un manantial ¿Entendido?
Victoria, ante aquel despliegue de agresividad, no se dejó amilanar, pero permaneció a la expectativa. Leo se apartó de la barra y la examinó de arriba abajo con una sonrisa burlona.
—Así que tú eres la nueva. Victoria, ¿verdad?
—Eso pone en mi contrato.
—Perfecto. Espero que estés lista para sudar, porque aquí no nos andamos con tonterías. —Leo se giró hacia la cocina y gritó: —¡Juan! ¡Ven a conocer a la nueva!
De la cocina salió un hombre bajito y fornido, con un delantal manchado y una expresión que alternaba entre el sarcasmo y la resignación. Se limpió las manos en el delantal antes de extender una hacia Victoria.
—Bienvenida a la jungla— dijo.
—Gracias —respondió Victoria, estrechándole la mano.
—Ella se encargará de las mesas de la terraza, al menos hasta que demuestre que sirve para algo más. —Leo señaló a las mesas exteriores, donde los clientes reclamaban su atención. —Ponte un delantal y espabila.
Victoria cogió un delantal del perchero cercano y se lo ajustó mientras Anita pasaba a su lado.
—Buena suerte —le susurró, antes de desaparecer hacia otra mesa.
Las primeras horas fueron un caos absoluto. Victoria se debatía entre los clientes impacientes, intentaba recordar las infinitas comandas y esquivar los comentarios condescendientes de Leo. El encargado se paseaba por el chiringuito como un emperador romano, con las manos en los bolsillos y la voz siempre elevada. Cada vez que algo salía mal, no perdía la oportunidad de soltar alguna frase lapidaria:
—¿Cómo se te ocurre llevar una caña sin servilleta? ¡Esto es hostelería básica!
—¿Otra vez has confundido la mesa seis con la nueve? ¿Qué pasa, eres tonta o te lo haces?
Victoria apretaba los dientes y se limitaba a asentir, pero por dentro hervía. En un momento de calma, mientras recogía un plato vacío, vio a Paco, el espetero, que clavaba sardinas en una caña junto a la barbacoa de carbón. Parecía sereno, con el rostro curtido por el sol y una manera pausada de moverse que contrastaba con el frenesí del resto del equipo.
—¿Es siempre así el jefe? —le preguntó Victoria.
—Peor —le respondió—. Hoy está tranquilo.
Victoria suspiró y volvió a la terraza. Mientras servía una mesa, escuchó la voz de Leo una vez más.
—¡Victoria! ¡Ven aquí un momento!
Leo la esperaba junto a un grupo de turistas que no paraban de reír y señalar su pelo.
—Estos quieren hacerse una foto contigo. Dicen que pareces sacada de una película española de pobres o algo así —. Rio con ganas, y los turistas le siguieron el juego.
Victoria sintió la ira crecer en su interior, pero respiró hondo y mantuvo la compostura.
—Estoy a punto de acabar el turno, ahora voy.
—¿Qué dices? —replicó Leo, molesto— ¡Pero si solo llevas cuatro horas, so floja!
—Pues eso, que sirvo esta mesa y termino.
—Niña, esto es un trabajo serio: en hostelería de toda la vida la media jornada son doce horas.
Victoria iba a protestar, pero Leo añadió:
—Aunque claro, si quieres hablo con el de Tirinto y le digo lo poco que te gusta currar.
Tras la hora de la cena, cuando el chiringuito comenzó a vaciarse, Victoria se sentó junto a Juan en la puerta de la cocina. Fumaba pensativo.
—¿Cómo lo llevas, Victoria? —le preguntó.
—No sé si voy a aguantar un mes con este tipo —admitió.
—Nadie lo hace, pero no hay otra. —Juan soltó una risa seca.
—¿Cómo aguantas aquí, Juan?
—¿Qué más da? En todos lados me putean y hay que comer, chiquilla.
Anita se acercó a ella con una sonrisa tímida.
—Mañana será más fácil. Bueno, no mucho, pero algo.
Victoria asintió. Al salir del Nemea, con el sonido de las olas como telón de fondo, se detuvo un momento y miró hacia atrás. En la puerta, Leo hablaba con un grupo de clientes: gesticulaba con la melena al viento como si fuera una extensión de su personalidad.
«Lo más valioso de Leo». Las palabras de Euristeo resonaron en su mente mientras se alejaba.