Artista visual
09/11/10. Opinión. Con el ejemplo de lo ocurrido en
la ciudad mexicana de Monterrey, donde el huracán Alex se ha llevado por delante
una colosal intervención urbana realizada sobre el cauce del río, y con la
certeza -cuajada de llamativos ejemplos- de que las actuales tendencias...
OPINIÓN. Flâneur. Por Rogelio López Cuenca
Artista
visual
09/11/10. Opinión. Con el ejemplo de lo ocurrido en
la ciudad mexicana de Monterrey, donde el huracán Alex se ha llevado por delante
una colosal intervención urbana realizada sobre el cauce del río, y con la
certeza -cuajada de llamativos ejemplos- de que las actuales tendencias artísticas
se encuentran ante una “oleada de gusto por lo inmenso, por lo
colosal, por lo excesivamente grande, por lo monstruoso, por la desmesura”, el
colaborador de EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com Rogelio López Cuenca propone en este artículo “un arte cívico,
de un perfil más bajo pero activo, un arte que actúe no enfrente sino en el
interior de la comunidad de la que nace, en la que vive, con la que vive, de la
que vive; una práctica artística menos obsesionada por la inauguración y los flashes,
y más por los procesos, que cree complejidad y complicidad y que genere
autoconciencia crítica y tejido social”.
Más alto, más grande,
más todo
(it´s all right, ma –i´m only bleeding)
ESCRIBÍA estas páginas cuando me enteré de que el artista español residente en
México Santiago Sierra -de quien hablaba en mi colaboración anterior- había
ganado el Premio Nacional de Artes Plásticas, dotado con 30.000 euros, y que al
día siguiente había hecho pública su renuncia al mismo. Ese mismo día, 4 de
noviembre de 2010, otro artista español recibía un galardón que entraña
exactamente la misma cantidad: los 30.000 euros del Premio Penagos de Dibujo
fueron a parar a manos del pintor Antonio López, sin que conste que haya, de
momento, hecho declaración alguna al respecto, tanto en sentido de su
aceptación como de su rechazo o cualquier otra decisión, como la donación del
importe a la Asociación
de Amigos de la Pana,
por poner un ejemplo.
ENTRE ambos premios
y entre ambos premiados hay, obviamente, más diferencias y otras coincidencias.
El premio de Sierra lo otorga el Ministerio de Cultura y el de López, la Fundación Mapfre,
cada institución embarcada en el tráfago de legitimaciones entre ellas mismas y
diversos tipos de producción artística e inversiones a distintos plazos.
También hay similitudes y disparidades más sutiles, como el hecho de que una
obra de Sierra, por ejemplo, una fotografía (de las que documentan sus
acciones) valga unos 50.000 euros (http://enlafrontera.blogspot.com/2010/11/santiago-sierra-la-provocacion-se.html),
mientras que, por su parte, el manchego es el pintor español vivo más cotizado,
desde que en 2008 se subastara por 1,8 millones de euros una obra suya -compartiendo
sesión, por cierto, con una monumental escultura de Jeff Koons, titulada Balloon flower magenta, que se adjudicó
por 16,3 millones de euros, estableciendo en aquel momento el récord mundial
para una obra de un artista, también en ese caso, vivo-.
TAMBIÉN esta semana supe que
el Pabellón de España para la
Expo de Shanghái 2010 había obtenido el Premio Internacional
de Arquitectura del Royal Institute of British Architects (RIBA) y que una
sorprendente escultura robotizada que albergaba, un enorme bebé de 6,5 metros, “concebida”,
dice literalmente la noticia, “por la cineasta Isabel Coixet para simbolizar la
visión española del futuro de las ciudades” (sic: http://www.que.es/ultimas-noticias/economia/201010251028-espana-cede-china-bebe-gigante-efe.html)
pasaría a formar parte de un Museo de la Expo que se abrirá en 2012 en Shanghái. ‘Miguelín’
es el nombre del muñeco gigante.
ACCIONES y objetos, en principio, tan dispares como el trailer
atravesado en la autopista, la gigantesca palabra excavada en el desierto y que
sólo es visible desde el cielo, las desmedidas cabezas de la nieta
(¡pobrecita!) de Antonio López en la estación de Atocha, el megamuñeco
Miguelín, o el de Ron Mueck, los inflados bibelots de Jeff Koons, los cien
millones de pipas de girasol de Ai Weiwei, los cada vez más orondos Boteros,
las esculturas de Miquel Navarro, que se dijera quieren ser tan altas como la
luna, ay, ay, tienen en común -aparte de su éxito comercial, el reconocimiento
institucional y la atención de los medios- lo enorme de sus dimensiones, un
recurso al gigantismo que no puede pasarnos desapercibido.
¿DE dónde esta oleada de gusto por lo inmenso, por lo colosal,
por lo excesivamente grande, por lo monstruoso, por la desmesura? La escultura
monumental no oculta su voluntad, mediante esos objetos sobredimensionados, de
perdurar en el tiempo. No es el caso de las acciones y performances que no
dejan más rastro que la imagen de su documentación, sea fija o en movimiento,
pero la idea de lo colosal, en su doble acepción, la que alude a su escala, por
un lado, y por otro, a su rol de representación de lo sobrehumano -el
“kolossos”, una deidad inmortal, de omnímodos poderes sobrenaturales- no es
ajena a la teatralización, a la puesta en escena del ejercicio del dominio
absoluto.
LO gigantesco se nos aparece como propio de seres superiores -por
lo menos, de eso no hay duda, en talla- y lo ciclópeo, sea de su estatura o de
sus gestos o las consecuencias de sus acciones, marca una diferencia, una
distancia esencial con el común de los pobres mortales. Desde la arquitectura
egipcia a la de Roma, de la jactancia del Titanic a la arrogancia de las Torres
Gemelas, es imposible no evocar el mito de la torre de Babel.
HACE
unas semanas participé en un encuentro sobre arte, arquitectura y urbanismo en
la ciudad de Monterrey, en el estado de Nuevo León, en el nordeste de México.
El tema de partida era el desbordamiento del río Santa Catarina, provocado por
el huracán Alex a su paso por la ciudad, y más exactamente acerca del hecho de
que la riada se hubiera llevado por delante las instalaciones del llamado
Parque Lineal del Río Santa Catarina, una macrooperación urbanizadora que -al
modo de los proyectos que los más privilegiados cráneos malaguitas sueñan para
el Guadalmedina, y amparado en la necesidad de “adecentarlo” para el Forum de
las Culturas que la ciudad acogiera en 2007- “recuperó” el lecho del río para
“la ciudad” mediante la construcción de un carril bici, una pista de karts y
varias canchas de baloncesto, de fútbol y de béisbol, y hasta un Tee de Golf -45 km de césped en una
ciudad con crónicos problemas de abastecimiento de agua- además de “tres
espacios para la celebración de eventos públicos” y, la obsesión del urbanismo
neoliberal, 12.000 plazas de aparcamiento. Sin olvidar, cómo no, su
“embellecimiento” con una Ruta
Escultórica del Acero y el Cemento, integrada por ocho descomunales
esculturas instaladas a lo largo de siete kilómetros.
TODO
esto se lo llevó la riada este verano. Como lo había hecho en su momento en
1611, 1909, 1967 y un huracán en 1988. Precisamente fueron los destrozos
provocados por éste último los que dieron pie a la construcción de una presa -la Cortina Rompepicos-
que supuestamente habría de proteger a la ciudad de catástrofes similares. Pero
la presa, ay, está siempre a tope, atesorando el agua que precisa la especulación
inmobiliaria para sus urbanizaciones de lujo, sus piscinas y sus campos de
golf.
EL gobierno federal se ha apresurado a prometer 3.500 millones de pesos
(más de 210 millones de euros) para la reconstrucción del parque. Pero ni una
palabra acerca de la conveniencia de repensar la negligente planificación
urbana que ha sido aliada indispensable del desastre; pues por más que la
expresión se encuentre profundamente arraigada en los automatismos del lenguaje
coloquial, la “catástrofe natural” no existe. No es sino la forma en que los
humanos organizamos la producción y el consumo la que altera el frágil
equilibrio medioambiental. La transformación en desastre “natural” de un sismo
o una inundación debe entenderse como una metonimia, como una metáfora de una
catástrofe mayor, en la cual hay que inscribir, como parte integrante y como
alegoría, el cataclismo o la riada, o más bien, sus lamentables consecuencias.
EN
una época en que la lógica y la retórica de la publicidad comercial se han
apropiado de todos los campos de la comunicación, los dirigentes políticos
parecen estar permanentemente en campaña electoral, buscando a cualquier precio
su presencia en los medios de comunicación, por lo que no es de extrañar su
reticencia a embarcarse en proyectos de construcción o mejora de
infraestructuras escasamente vistosas, de poco brillo, como drenajes y
saneamientos, y aun menos si se trata de zonas periféricas de las ciudades. Qué
más da que sea ahí donde la mayoría de la gente vive. Y que en el caso del huracán
Álex, hayan sido, como era previsible, las más afectadas. Pero las cámaras
enfocan a otro sitio.
LA
connurbación de Monterrey es un ejemplo palmario de cómo la radicalización del
modelo urbano segmentado en zonas de usos específicos (residencial, de ocio, de
trabajo) ha convertido determinados sectores de la ciudad en el escaparate
donde ésta -o mejor, su clase dirigente-
se propone ofrecer una imagen concentrada de sí misma, donde congrega la
selección de los símbolos que ha elegido como representativos de su identidad.
Y, como es habitual, esta zona coincide con el antiguo centro histórico,
convenientemente purgado de elementos “disonantes”, y a cuyos antiguos
“depósitos de memoria” de la comunidad (edificios históricos, monumentos, etc.)
se añaden los nuevos iconos destinados a poner la ciudad en el mercado global
de las imágenes.
INVADE
el desaliento al contemplar la connivencia, sea ostensible, sea en silencio
cómplice, de las artes en estos procesos: arquitectos y escultores de renombre
rivalizan en su exhibicionismo colaboracionista en las más impresentables
operaciones especulativas, y como tripulantes de ovnis procedentes de extraños
planetas financieros aterrizan donde menos se espera y, lo que es peor, donde
nadie (como no sean espúreos intereses) los ha llamado.

ES el momento de un arte cívico, de un perfil más bajo pero activo, un arte que actúe no enfrente sino en el interior de la comunidad de la que nace, en la que vive, con la que vive, de la que vive; una práctica artística menos obsesionada por la inauguración y los flashes, y más por los procesos, que cree complejidad y complicidad y que genere autoconciencia crítica y tejido social.

O quizá me equivoque y la hora ya es otra; aquella de que hablaba Marguerite Yourcenar, con la excusa de la agonía de la Roma de Augusto, acerca de los síntomas fatales del final de una civilización: “… hemos aprendido a reconocer ese gigantismo que no es sino la imitación fraudulenta y malsana de un desarrollo, ese derroche que impulsa a creer en la existencia de unas riquezas que ya no se tienen, esa plétora pronto reemplazada por la penuria, en cuanto se presenta la crisis más mínima; esas diversiones preparadas desde el poder; esa atmósfera de inercia y de pánico, de autoritarismo y de anarquía”.
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