Librero y ecologista

OPINIÓN. Lecturas impertinentes. Por Paco Puche
Librero
y ecologista
22/12/09. Opinión. “Paraísos de letras y papel”. Con estas
palabras define en este artículo el colaborador de EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com
Paco Puche las librerías. En él, el librero y ecologista que
homenajea a la librería Rovafabes de Mataró y transcribe un texto en tributo a
la desaparecida Librería Denis de Málaga escrito por Victoriano Colondrón Denis.
Ambas reflexiones suponen un tributo a libro en papel frente al formato
digital.
De librero a librero: ese
paraíso de letra y papel
(Homenaje a polillas y demás seres pequeños que andan entre libros)
Dedicado a Pep Durán y a la librería Rovafabes
ESTAS cosas que voy a relatar solo se pueden decir confidencialmente, porque para entenderlas hay que haberlas vivido en la intimidad. Por eso van de librero a librero… y a quien pueda oírlas, en el sentido bíblico de la expresión.
PASADOS cuarenta años entre libros cobra
para mí realidad aquello que le ocurrió a mi amigo Pep Durán, de la Librería
Robafaves de Mataró. Después de una tormenta mediterránea su librería quedó
anegada y la mayor parte de los libros mojados. Los puso a secar al sol para
recuperar algo pero, sobre todo, acudió a la benevolencia de sus clientes y
amigos que, a los pocos días, acudieron a comprar lo que fuera con tal de
ayudarle. Al llegar a la librería, cual fue su sorpresa, que no quedaban
libros, porque con la inundación las letras estaban por un lado y los libros en
blanco por otro. No habría problema, se dijo, se venderían las letras ya secas
al peso, con su tomo correspondiente en blanco, e invitaría a cada uno de sus
amigos a que creara su propio libro. Y así ocurrió.
ESTO es una librería, una invitación constante a la fantasía, y como dice Aristóteles que nadie piensa sin fantasmas, una invitación al pensamiento, y a la acción.
YO suelo decir que es difícil ser mala persona siendo librero (no imposible, claro) pues, habitando esos “paraísos de letras y papel”, por ósmosis, esas letras (‘caracteres móviles’ inventados precisamente por Gutemberg) traspasan esa membrana que es nuestra piel y penetran en el cuerpo, y en la cabeza, y a continuación en el corazón; instancias desde las que podemos reconstruir las propias historias, como los vecinos de Mataró que acudieron en ayuda de Pep Durán.
METAMORFOSIS similar a la que describe Shitao,
paisajista chino del siglo XVII, que expresaba así: “pintar es el resultado de
la receptividad de la tinta; la tinta se abre al pincel; el pincel se abre a la
mano; la mano se abre al corazón… El pincel sirve para salvar las cosas del caos”.
PERO ese paraíso físico de letra y papel, mantiene aún vivos los trasiegos
de esos personajillos, que han sido los hijos y nietos de libreros y
representantes de libros -los Pablo, Enrique, Javier, Luis, Héctor,
Victoriano…- que a veces a su pesar, pero siempre entretenidos entre esas
montañas de dibujos, historias y sacapuntas, tenían que hacer tiempo esperando
a su mayores a que terminaran sus tareas. Esos tiempos eternos los llevan grabados
indelebles en su memoria y, mucho me temo, que hayan contribuido con más
eficacia a la formación de su carácter que todas las cantinelas educativas que
les endilgábamos los adultos.
TODO lo anterior no ha sido más que una excusa para sacar al estrado a un
niño, precisamente que ha rememorado su infancia en ese “paraíso de letra y
papel” que llamamos aún librería.
EN el Cuaderno de lengua: crónicas del idioma
español, nº 35, de 23 de enero de 2005, en Majadahonda (Madrid), apareció
el siguiente relato, que tengo el honor de volver a ofrecer a los lectores:
Un niño en la casa de las palabras
(Elegía y homenaje a la Librería Denis de
Málaga)
Por Victoriano Colodrón Denis
Yo he habitado desde que nací la casa de las palabras, la casa que
sabe y que dice, que conoce y que cuenta, y en la que esperan los vocablos,
pacientes pero con ganas de ver mundo, a los solitarios que van a buscarlas por
estar solos de otra manera, solos... pero no aislados. La librería de mi abuelo
-como todas las buenas librerías- era, sí, una casa de las palabras. Yo he
pasado allí muchas tardes, de pequeño, hojeando libros, leyendo cuentos,
aprendiendo a buscar entre las páginas lo que ellas tuvieran que decirme,
enredado en el ensueño de creer que el mundo, con sus rimas, sus aventuras, sus
explicaciones, sus historias, estaba hecho también para mí, y se parecía a ese
paraíso de letra y papel, que bastaba con que un niño abriera las páginas de un
libro...
¿Qué pierde una ciudad cuando desaparece una de sus librerías? Si me hacen esta
pregunta, no sé responder de una forma mejor: las librerías, las buenas
librerías -como también las buenas bibliotecas- son casas de la palabra. Al
facilitar el acceso al libro, es decir, a la expresión meditada del lenguaje, a
la decantación verbal de sentimientos, reflexiones, fantasías y recuerdos, las
librerías son manifestación concreta de una forma de civilización y al mismo
tiempo poderosos agentes civilizadores: hacedoras de ciudad, sí, porque una
ciudad no es sino el espacio que crece alrededor de la palabra, de la
conversación. Y por eso cuando desaparece una de sus librerías, una ciudad se
pierde un poco a sí misma...
El nacimiento de una librería en una esquina cualquiera de la ciudad constituye
un acontecimiento gozoso, un prodigio que viene a renovar el aire que en ella
se respira, a inyectar savia fresca y un vigor desconocido -más palabras,
nuevas y viejas- a su caudal lingüístico, a su afán de voces que digan, que
cuenten, que canten, que expliquen y razonen. “Una ciudad respira si hay en
ella espacios de la palabra”, ha escrito Michel de Certeau. De ahí que el
cierre de una librería sea una auténtica catástrofe: la respiración de la
ciudad -la respiración de los habitantes de la ciudad- se torna entonces más
difícil, el aire parece estancarse, se pierde capacidad pulmonar...
En enero de 2001, hace ahora tres años, cerró sus puertas la Librería Denis de
Málaga, después de medio siglo de existencia. ¿Málaga sigue siendo Málaga sin
la Librería Denis?, cabría preguntarse. Una cuestión absurda, dirán muchos,
pero ¿no sería justo también pensar lo contrario, que la pregunta tiene mucho
sentido, o sostener al menos que ahora Málaga es menos Málaga por el solo hecho
de que en la esquina de Santa Lucía con el callejón de San Telmo, camino de la
iglesia de los Mártires según se viene de calle Granada, a espaldas de la Plaza
de la Constitución, ya no está la Librería Denis?
Lo sabemos: las ciudades (¿como nosotros mismos?) son precisamente esta informe
acumulación de cicatrices, de recuerdos que van perdiendo nitidez y densidad,
de apariciones y desapariciones, muertes y nacimientos, encuentros, pérdidas,
búsquedas, vertiginoso sucederse de relevos y mudanzas, ráfagas de nombres y
presencias que apenas sumidas en el flujo de los días, muy poquito después,
empiezan a no decirle nada a nadie... En cuanto a Málaga, Antonio Soler ha
dicho alguna vez que es una ciudad olvidadiza, alegremente olvidadiza de su
pasado, muy desapegada de lo que va dejando atrás, de lo que va perdiendo. Tal
vez tenga razón, pero ¿no son así todas las ciudades, incluso las muy
aficionadas a las placas conmemorativas y los monumentos, a marcar esquinas,
pasajes y fachadas con brevísimos textos en recuerdo de lo que allí sucedió, y
que pronto nada significan para los pocos que se detienen a leerlos? Así son
las ciudades, querámoslo o no, igual que las mismas personas que las habitamos:
olvidadizas y pasajeras... Y sin embargo...
Aquellas largas tardes de invierno en la librería, leyendo cuentos en la
sección infantil abstraídos del trajín de clientes y empleados, o huroneando
por el laberinto de escaleras, tabucos, galerías, pasillos y almacenes, mirando
y remirando con codicia los libros nuevos y también las cartulinas, los
bolígrafos, los lápices de colores, los cuadernos..., ayudando a abrir paquetes
y marcar libros o incluso atreviéndonos (¡¡¡qué vergüenza!!!) a despachar, a
salir al mostrador a atender mal que bien a los compradores. Largas tardes
leyendo cuentos y merendando en la librería: íbamos a La Española, la
confitería de la esquina de Santa Lucía con calle Granada –otro entrañable
comercio de la ciudad desaparecido- a comprar ‘bollos de leche’ y nos los
comíamos en el minúsculo despacho de los abuelos, en la trastienda. Y siempre
volvíamos de la librería a casa con un nuevo tesoro en nuestro poder, un
sacapuntas reluciente, una libretita de hojas cuadriculadas, otro libro...
Historia de una librería, de un jardín,
de unas vidas admirables
Fue en 1951 cuando Juan Denis Zambrana abrió en Málaga la Librería Denis, en el
piso bajo de un hermoso edificio de la calle de Santa Lucía, pero a mí me gusta
pensar que el negocio nació en realidad veinticinco años antes de su apertura,
en la misma época en que Juan trabajaba de aprendiz en la imprenta de su tío
Manuel. Sucedió cierto día de 1926 en que la adolescente María Dolores Zambrana
Delgado, paseando con su madre por la playa de Almería, tuvo su primer encuentro,
insospechado y fortuito, con quien se convertiría en su marido quince años
después: una avioneta sobrevolaba el arenal esparciendo unas octavillas
publicitarias que, tal y como se hacía constar en letra pequeña, se habían
tirado en la Imprenta Zambrana de Málaga, y a Lola le sorprendió y le divirtió
encontrar su apellido en aquellos prospectos... que había impreso precisamente
el joven Denis...
Y digo que hay que buscar ahí, en ese temprano y peculiar augurio de un
encuentro posterior, el verdadero origen del nacimiento y el desarrollo de la
Librería Denis, porque en ella tanta importancia tuvo Juan como su mujer, María
Dolores. Si el primero volcó durante casi medio siglo gran parte de su
extraordinaria energía vital –y de su perspicacia y buen juicio comercial- en
el negocio de los libros, con una portentosa capacidad de trabajo que bastaría
por sí sola para desmentir el rancio e indignante tópico de la holgazanería
andaluza, ella no le fue a la zaga, y, sin escatimar esfuerzos, siempre
compaginó su oficio de maestra nacional con el cuidado de los papeles y las
cuentas de la librería. Ambos compartieron, además del amor a los libros
(¿hacía falta decirlo?), la convicción de que venderlos es cuando menos un
comercio especial, distinto, por su relevancia cultural y educativa, al de
otros productos. Y juntos lograron hacer de la Librería Denis, durante toda la
segunda mitad del siglo veinte, una de las más grandes e importantes librerías
de Málaga, si no la más grande e importante. (Lo que no dejaba de tener mérito
incluso en tiempos en que el panorama librero en Málaga no era precisamente muy
atractivo. Así lo ha pintado siempre una antigua coplilla, no sé si popular:
“Málaga, ciudad bravía, / que entre antiguas y modernas / tiene veinte mil
tabernas / y una sola librería”. “Que es la mía”, añadía como estrambote el
dueño de la Librería Rivas, en los años veinte: porque las demás que había
eran, en realidad, más papelerías que librerías).
Claro que para ello, para salir adelante y prosperar de esa manera en el
siempre difícil negocio de la librería -tan precario, tan amenazado, tan
incomprendido-, Juan Denis y María Dolores Zambrana contaron con la ayuda de
otras personas. Para empezar, la del escritor Salvador González Anaya y el
impresor José Domínguez Mingorance, en cuya librería, La Ibérica, aprendió Juan
Denis el oficio durante los veintidós años que trabajó en ella antes de
establecerse por su cuenta. Y para continuar, con la ayuda de sus muchos
empleados, entre los cuales un recuento justo, por mínimo y apresurado que sea,
no debería olvidar a Agustín Denis, hermano de Juan, a Salvador Domínguez,
Francisco y Antonio Rivas Ortiz, Miguel Ángel Antúnez, Luis Zurita y Francisco
Triviño. Pero sobre todo con la ayuda de sus hijos Pepe y Jorge, quienes aplicando
siempre su sentido de la anticipación y una fina comprensión de lo que los
lectores necesitaban, y a base de inteligencia, cordialidad y mucho buen humor,
consiguieron ir ampliando una clientela fiel y encantada con el buen servicio
que recibían (clientela especialmente nutrida en el ámbito universitario, y no
sólo de Málaga, ni español), y lograron extender entre los malagueños la
convicción de que allí, en la Librería Denis, se encontraba, o se conseguía,
por difícil que fuera, todo lo que uno necesitara o estuviera buscando.
Y como correlato perfecto de la librería, labor de una vida, otra creación
maestra: la de la casa y el jardín, a la que Juan Denis y María Dolores
Zambrana aplicaron la misma energía, la misma paciencia, el mismo coraje y tesón
de auténticos pioneros: de aquellos que, casi desde la nada, son capaces de
construir algo propio, grande y hermoso. Una casa rodeada de un verdadero
vergel mediterráneo y tropical gracias al buen clima malagueño, pero también, y
sobre todo, al mucho cariño y al trabajo infatigable: y de ahí las flores, los
árboles frutales, las hierbas aromáticas, las verduras del huerto, los pájaros
y los perros... Unas vidas volcadas en los libros y en la educación, en una
casa y un jardín, en una gran familia... ¿Qué decir de unas vidas así, de unas
vidas que con sencillez, con honradez, con trabajo, con generosidad, se dedican
a crear espacios de belleza y de armonía, moradas del silencio y las palabras
–una librería, una escuela, un jardín- en medio de una realidad a menudo tosca
y chirriante? ¿Qué decir, sino que han sido, que son, unas vidas admirables?
Y aquellos largos veranos de la infancia,
entre la librería y ‘Las Palmeras’, en la casa de las palabras y la casa del
jardín. Mañanas en la librería, en “el centro”, y tardes interminables en casa,
con la compañía infalible de los cuentos, los tebeos, las novelas, que había
que leer con mucho cuidado, sin abrirlos demasiado, sin estropear las hojas,
para que después se pudieran vender... Lectura y aburrimiento, mucha lectura y
mucho aburrimiento en el silencio y el sopor de la siesta de agosto. Y los
deambuleos ociosos, las travesuras y los juegos en el jardín, haciendo cabañas
en una higuera o en el algarrobo; comiendo ciruelas o higos o piñones;
trasteando con las herramientas en el taller del abuelo (que además de librero
y jardinero y cazador y jugador de dominó, era inventor); escondiéndonos,
cuando jugábamos al escondite, en las ramas altas de un ficus o de un olivo;
haciendo “peleas de mangueras” entre matas de romero y tomillo y macizos de
jazmines; buscando cochinillas debajo de los bebederos de los pájaros, donde el
abuelo ponía sus trampas; jugando a la pelota en la hierba, entre el níspero,
el almendro y el madroño, pero con cuidado, no fuera a aparecer la viborilla
que salía por ahí todos los veranos, o uno de esos camaleones repelentes...; y
volviendo siempre a los libros, a los cuentos, los tebeos... Bien mirado, en
aquellos veranos todo era aprender palabras, en las páginas de los libros, al
leer, y también en el jardín: biznaga, alberca, heliotropo...
Librería, lenguaje y ciudad (y un niño
leyendo un libro)
La Librería Denis: la librería donde miles de malagueños han comprado sus
libros de texto, sus novelas, sus manuales, sus cuentos, sus libros de regalo,
sus poemas... ¿Qué puede hacer una librería así durante cincuenta años por la
vida de una ciudad, por la felicidad de sus habitantes?, ¿cómo contribuye a la
riqueza de su guardarropa sentimental, a la solidez de su armazón intelectual y
moral, a la intensidad y la densidad de sus vidas? Preguntas, claro, imposibles
de responder. Pero habrá que tener en cuenta que las librerías trafican con
palabras, nos abastecen de lenguaje, almacenan y nos despachan, en forma de
libros, nuestra propia lengua, y la lengua es nuestra morada vital, como bien
supo decir un distinguido cliente de la Librería Denis, don Manuel Alvar...
No, no se puede medir el efecto que tiene una librería en la ciudad que la
acoge, ni la energía que despliega en sus calles, que transmite a sus
habitantes. Desde luego, no bastan números de clientes y ventas ni cifras de
negocios, porque el influjo de la librería en la ciudad es sutil, secreto,
inaprensible: se produce en silencio, aunque a través de palabras, en la
sensibilidad y la inteligencia de cada uno de los lectores que aprendieron,
fantasearon, disfrutaron, sufrieron y crecieron con los libros que en ella
encontraron alguna vez. Y es también en su sensibilidad y en su inteligencia
donde la desaparición de una librería produce el daño principal.
Porque, ¿qué se pierde cuando se cierra una librería?, ¿qué vacíos deja y en
dónde? No es sólo el espacio en blanco que se abre durante unas semanas o unos
meses en el lugar que ocupaba, y donde pronto la reemplaza otro negocio, otra
tienda, otra oficina, sino el que se crea en la memoria de los lectores que la
frecuentaron. Es cierto que sucede algo parecido cuando desaparece cualquiera
de los comercios que durante muchos años hicieron suya una esquina de nuestro
barrio: “De repente / la ciudad que me hizo se deshace, / excluye de su tiempo
mi experiencia”, dice el protagonista de unos versos de García Montero, con esa
clase particular de perplejidad que producen las mudanzas vertiginosas del
propio paisaje urbano. Pero la muerte de una librería causa un daño
especialmente agudo, porque lo que ella nos suministraba, lo que en ella
buscábamos, no era pan, no eran zapatos, no eran camisas, tornillos, pescado,
botones, aspirinas, lotería; era... el mundo entero y a nosotros mismos, así de
poderosas y de esenciales son las palabras, esos minúsculos artilugios de
ilusionista de apariencia inocente con lo que todo podemos hacerlo, deshacerlo
y rehacerlo, una y otra vez.
“El lenguaje es la capa de ozono del alma”, ha escrito Sven Birkerts, “y su adelgazamiento
nos pone en peligro”. Las librerías, las buenas librerías, como casas de la
palabra que son, como hogares del mejor lenguaje, contribuyen a preservar esa
capa de ozono del alma imprescindible para la vida humana. Por eso su
desaparición es siempre una triste noticia para la ciudad y sus habitantes, y
por eso cuando la que se cierra es una librería que uno ha frecuentado e
incluso querido, suele dejar atrás, además de un recuerdo emocionado y lleno de
gratitud, el deseo de dedicarle un homenaje público y una elegía en voz baja.
El 26 de diciembre del año 2000 entré por última vez en mi casa de las
palabras, en la Librería Denis de Málaga, pocos días antes de su cierre. El
libro que me llevé de allí ese día fue un ejemplar de El árbol del erizo, un libro triste, sí, porque recoge algunas de
las muchas cartas que Antonio Gramsci escribió a sus hijos desde la cárcel,
durante su largo cautiverio. Pero también un libro hermoso, en el que los
textos del político italiano se intercalan con los relatos para niños que a él
le gustaron de pequeño, y a los que se refiere en las cartas a los hijos
(relatos de Tolstoi, de Dickens, de Pushkin, de Kipling). Me gusta pensar que
mi último libro de la Librería Denis tiene un significado: la librería podrá
cerrarse, sí, la librería desapareció, pero la infancia y la lectura siguen
vivas, como siguen vivas las lecciones de vida de los abuelos, y como vivo
estará siempre el latido de una historia en unas palabras, el sueño de ser un
niño y leer un libro.
Dedicado a mi abuela Lola, in memoriam, y a mi abuelo Juan, con todo
mi agradecimiento y mi amor
***
NO cabe añadir más que, aquello que decía John Berger en su libro El tamaño de una bolsa, “el orden visible al que estamos acostumbrados no es el único: coexiste con otros. Los niños lo perciben intuitivamente, porque les gusta esconderse detrás de las cosas, y desde allí descubren los intersticios existentes entre las diferentes gamas de lo visible”.
ESTOS relatos no podrían haberse escrito de haber sido los libros meramente digitales, como las multinacionales del sector nos amenazan que inexorablemente serán en el futuro.
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