OPINIÓN. La ciudad de nuestros pecados. Por Salvador Moreno Peralta
Arquitecto urbanista

moreno_peralta.jpg13/07/12. Opinión. El pasado miércoles 11 de julio el arquitecto Salvador Moreno Peralta participó en las jornadas “La sostenibilidad de los entornos turísticos” con una conferencia titulada “Vivir como recurso” que EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com ofrece hoy a sus lectores. “El pérfido turismo que hasta el presente se nos había mostrado como un depredador de valores y un voraz consumidor de lugares, podría acabar instruyéndonos de cuáles

son los nuevos paradigmas de la modernidad urbanística”, señala Peralta.

Vivir como recurso

AÚN cuando la pavorosa crisis actual esté igualando a las fuerzas del trabajo en su dramática condición de desempleados, lo cierto es que la evolución del sistema capitalista en el mundo occidental nos ha llevado a que aquellas hayan pasado de su única acepción de productores a la doble de productores y consumidores, hasta el punto de que es, precisamente, la magnificación de este último rol lo que  ha determinado en el mundo la explosión de los mercados. (Podríamos decir, no sin ironía, que el funcionamiento del sistema, antes que trabajadores, lo que necesita son consumidores). Por eso la gran polémica del momento es que la insistencia casi exclusiva en el recorte de la deuda está impidiendo que aflore el crédito bancario, condición indispensable para activar el consumo, que es la base del sistema.

Y dentro de estos mercados, el más importante del mundo por el flujo de capitales que mueve y el efecto impulsor de economías inducidas es, sin lugar a dudas, el mercado del tiempo libre, del ocio y de ese derivado que llamamos el mercado del turismo, que, según la definición de Mathieson&Wall, es “el movimiento temporal de personas con destino fuera del lugar normal de trabajo y residencia, las actividades emprendidas durante la estancia en esos destinos, y las instalaciones creadas para atender sus necesidades”. Una definición que, probablemente, se haya quedado obsoleta.

EFECTIVAMENTE, tras la crisis económica de los setenta del pasado siglo, la actividad turística se reveló como la más dinámica del planeta, superando en volumen de negocio al total  de las exportaciones, alcanzado aproximadamente el 10% del PIB mundial. Como es sabido, en nuestro caso, y desde el punto de vista de la producción, el Turismo constituye un pilar básico de la economía andaluza, concretamente el 12,1 por ciento del PIB y 11,1 por ciento del empleo, con una especial concentración en el litoral y en la Costa del Sol malagueña. Para cualquiera de nosotros, y desde el punto de vista del consumo, el turismo es algo  tan “natural” como el consumo de los electrodomésticos o los teléfonos móviles multiusos, hasta el punto de instalarse en nuestra cotidianeidad como la atmósfera que se respira, sin que seamos capaces de tomar las necesarias distancias para el profundo conocimiento de una actividad humana, de un fenómeno social, que concierne a millones de familias, de productores y usuarios. Supongo que, al ritmo vertiginoso que hoy lleva la historia, sea extremadamente difícil tomar ciertas perspectivas con respecto al presente y, por lo mismo, elaborar una “ciencia” o una “filosofía” del Turismo como gran fenómeno de masas de los tiempos modernos. Es tan plural, compromete tantas cosas el Turismo -hostelería, restauración, recursos paisajísticos, historia, arte, cultura, territorio, urbanismo, costumbres, folklore, valores, etc…- que es difícil sustraerse a la visión sectorial, pues es mucho lo que se puede decir desde tantos y diversos ángulos. Pero falta siempre una visión integral del Turismo, una visión omnicomprensiva de todos los factores que en él intervienen y de la que puedan extraerse unas leyes generalizables, capaces de resolver la cuestión primordial de toda zona que tenga en el turismo su fuente principal de subsistencia: la garantía de que el turismo propicie  un desarrollo vital, económico y ecológicamente sostenible. Y así estamos, aún hoy, después de más de medio siglo de la eclosión del turismo de masas, presos de una paradoja, de una contradicción insalvable: que el principal sector productivo del planeta constituya para muchos su principal amenaza. Y es que, urgidos por la inmediatez en la explotación de los recursos turísticos, ha faltado una visión del turismo como auténtico ecosistema social en el que todos sus ingredientes dispersos sean concordados hacia una especie de “equilibrio ecológico” que asegure su sostenibilidad frente a las amenazas siempre latentes de la depredación, la saturación, la pérdida de competitividad y el  deterioro irreversible de los lugares que toca.

PARA intentar resolver esta paradoja resulta inexcusable referirnos a la estrecha relación entre los sectores productivos y  sus espacios físicos de referencia, de la economía y del territorio, de la planificación económica y de la territorial, lo que nos llevaría de una manera recurrente  a hablar de planeamiento urbano y turismo, aunque no sea éste el objeto de esta disertación. Baste recordar ahora sólo dos cosas: una, que la mayoría  del planeamiento urbano de los
municipios turísticos, bajo su apariencia normativa, no tenía otro fin último que la regulación de un mercado inmobiliario expansivo, que es donde se produce la mayor y más rápida acumulación de capital; y otra, que aún cuando la planificación urbana fuera bienintencionada y ajena a intereses espurios, nunca ha acabado de entender los fenómenos específicos que sobre el territorio ha producido la  actividad turística. Estamos ante una situación parecida a la conmoción y el desconcierto que debió producirse en su momento con las grandes transformaciones urbanas y territoriales posteriores a la revolución industrial. Sabido es que la revolución industrial distorsionó las relaciones espacio-temporales, pero tras unos largos balbuceos de propuestas visionarias, desde los socialistas utópicos a los teóricos del funcionalismo, la metrópoli moderna acabó por encontrar su definición, con sus luces y sus sombras. Se perdieron valores, sí, pero también es verdad que  surgieron otros. Hoy, el planeamiento urbano, y las Leyes a cuyo amparo se redacta, siguen sin comprender los fenómenos absolutamente nuevos y específicos de los espacios turísticos, que se abordan desde un pensamiento lastrado por las inercias de la ciudad post-industrial.


Y es que, al menos hasta ahora, el espacio turístico no era un espacio urbano normal. Era una instancia anímica, un territorio de la imaginación, de los anhelos del ser humano para satisfacer sus necesidades de ocio, de evasión, la excitación de lo inusual, la diferenciación de lo cotidiano. Cuando, llegadas las vacaciones, nos embutimos en el disfraz de turista y nos desplazamos a cualquier lugar, éste había sido escogido en la agencia de viajes según nuestra  propia fantasía- o la que te hubiera sabido fabricar el astuto vendedor del paquete completo- pero siempre  confiamos en que los lugares de elección se comporten como se espera de ellosturistas_costasol.jpg según la fantasía preparada por el “tour-operador” que previamente ha convertido los valores de un lugar en un producto turístico. Sabido es que en la sociedad de consumo -y el turismo es un consumo de valores sobre un territorio dado- el primer producto es ya, en el origen, precisamente el consumidor, cuya mirada ha debido ser previamente estimulada, dirigida o manipulada para fabricar sus fantasías sobre los lugares. ¿Que esto es una ficción, una impostura, una venta de geografías hiperreales? Tal vez sí, pero también lo eran la Toscana o Grecia para los viajeros del Grand Tour en el siglo XVIII y XIX. Borges decía, “¡qué lindo ser habitadores de una ciudad que haya merecido un gran verso!”. A veces basta un verso para convertir un lugar en turístico, (la Alejandría de Kavafis) un modesto monumento cargado de historia, (la taberna de Zurich donde surgió el dadaísmo, la casa donde se inició la composición de la Marsellesa en Estrasburgo…) los restos de un pasado industrial, (como la transformación de la ría de Bilbao o el Parque Dwisburg-norte de Renania, sobre las antiguas instalaciones de la fundición Thyssen) o los escenarios de eventos gloriosos, (como el campo de Waterloo, el cabo Trafalgar o las playas de Normandía) incluso los escenarios del horror y el dolor (los campos de concentración de Aushwitz, Dachau o Mautthausen)…nada escapa hoy a la posibilidad de que todo tenga una dimensión turística, al manantial de riqueza que los valores turísticos aportan a los lugares, y si no se tienen.. .se inventan. (Málaga con Picasso)

PERO, aún así, y como decía al principio, qué difícil ha resultado siempre entender la intrínseca naturaleza  del Turismo. Primero costó mucho trabajo considerarlo un sector productivo con existencia propia. Luego reconocimos el turismo como un segmento del sector terciario con la fortaleza de una verdadera industria…pero nunca nos lo creímos del todo porque lo utilizamos como coartada para el desarrollo del sector inmobiliario. Y ahora, cuando los más lúcidos y bienintencionados consiguen desligarlo de ese subsector sólo hemos conseguido ver el Turismo como la “tematización” de un lugar, como un atributo que le cae a una ciudad encima que a veces parece revolverse al grito de: ¡Por favor, déjenme ser una ciudad auténtica, y no una impostura tematizada para esporádico consumo de foráneos en temporada alta! ¿Cuándo entenderemos que, una vez que el Turismo ha alcanzado un desarrollo global, tan ubicuo como lo es la propia sociedad urbanizada, la fortaleza del mismo está en su forma de impregnar, de significar, de caracterizar el  hecho urbano de manera que éste pueda obtener los máximos beneficios de su influjo y viceversa?  Voy a tratar de explicar esto.

PARA empezar hemos de decir que la geografía de los lugares fuertes, en el marco económico de la globalización, es la de aquellos en los que pueden darse simultáneamente las tres funciones básicas en que se despliega la vida en la mayoría de los seres humanos del mundo tecnificado: la residencia, el ocio y el trabajo, a la que podríamos añadir, la educación y la formación (funciones que en el urbanismo tradicional- todavía hoy consagrado por la legislación vigente- se desarrollaban en espacios segregados), siempre que en ellos se dé el factor aglomerante de los tres ingredientes, esto es, esa capacidad de satisfacer el mayor número de exigencias ciudadanas, y de la mejor manera posible, que hemos llamado calidad de vida (siguiendo a Borja y Castells, esas exigencias se extenderían al  clima, infraestructuras, acceso a la Red, facilidad de transportes, máxima capacidad de intercambio modal, conexión con los grandes centros emisores del turismo centroeuropeo, “hinterland” cultural, universidades, calidad de los servicios, completa asistencia médica, y  preexistencia en el entorno de núcleos urbanos que aporten factores de identidad, proximidad y capacidad de referencia a lo local). Pues bien, a pesar de todas las aberraciones urbanísticas y arquitectónicas que se hayan podido cometer sobre ellas, nuestras costas siguen ocupando  un lugar privilegiado en el marco de la economía global, por muy en crisis que ésta se encuentre.  El espacio turístico de la Costa del Sol y, por extensión, todo el litoral andaluz, desde Ayamonte a Pulpí,  con todas sus carencias y necesidades, representa esa riqueza, complejidad y diversidad con las que la ciudad, lo urbano, se expresa en el mejor de sus registros. Esa diversidad, frente a otros destinos unifuncionales y monotemáticos, es la condición esencial de su indiscutible  fortaleza turística hoy frente a otros destinos teóricamente competitivos. (No es por casualidad, pues, que las ciudades más turísticas del mundo sean aquellas capitales que más peso específico de  diversidad pueden acumular, como Nueva York, Londres, París o Berlín, por ejemplo.)

DESDE muchos sectores se ha satanizado el fenómeno del “turismo residencial”, pero, a decir verdad, más por sus efectos sobre el territorio que por sus motivaciones. Una cosa es que denostemos las formas invasivas de las urbanizaciones residenciales, según el modelo del “sprawl” americano, y otra ignorar una manifestación del turismo absolutamente nueva, estrechamente vinculada con la globalización y la movilidad que deparan las nuevas facilidades de comunicación con los vuelos de bajo coste. Un fenómeno que, además, es el que más ha contribuido a evitar la estacionalización, que es el mayor cáncer de un destino turístico desde el punto de vista de sus consecuencias urbanas. El turista residencial nos ha hecho ver que VIVIR, la atracción de vivir en un determinado lugar, puede ser en sí misma un recurso, un producto turístico, y de los más sólidos. Y puesto que se trata de VIVIR, el turista manifiesta con el lugar el vínculo del residente y no el desapego del turista accidental. Un lugar en el que  se superpone una gran variedad de usuarios que, en su conjunto, anuncia un tipo de sociedad (y sociabilidad), con su correlato en el modelo urbano, absolutamente nuevo, complejo, tan rico cultural y urbanísticamente como difícil de entender si le aplicamos las viejas lentes del urbanismo tradicional.

EL modelo urbano de nuestras costas -y en concreto la Costa del Sol- es el de una conurbación, un continuo que no dudaríamos en calificar, al menos en gran parte,  de indiferenciado; y es justamente ese calificativo lo que nos debería estar  orientando la tarea a seguir, esto es, lograr que ese espacio, verdadero reflejo a escala reducida de la actual sociedad urbanizada mundial- que es continua en su urbanización, pero discontinua en su funcionalidad, en sus intensidades y en sus significados-  pueda ser, precisamente, diferenciado, identificado como una sucesión de lugares, lugares identificables, y no transitorios espacios del anonimato, es decir, ámbitos que sean en sí mismos como una especie de reflejo o microcosmos de la ciudad toda, que desde ellos no se tenga la sensación de estar en una situación periférica, marginal o suburbial, sino con todas las connotaciones de la centralidad, entendiendo por ésta la complejidad de funciones que entraña el vivir: la residencia digna, los comercios, los equipamientos, el espacio público, los lugares de ocio y, en la medida en que hoy lo posibilitan las Nuevas Tecnologías, los espacios laborales. ¿O es que no pueden ser también turísticos los espacios laborales?

SOBRE iniciativas turísticas que cuando se construyeron en su momento fueron, justificadamente, consideradas inadecuadas, o incluso aberraciones, el tiempo ha trabajado a favor, dicho sea esto al margen de la opinión que nos merezca su calidad arquitectónica. La vida urbana ha cuajado en ellas, han pasado de ser turísticos espacios “urbanoides” (como los llama el crítico del New York Times Paul Goldberger) a espacios urbanos, consolidándose como verdaderos barrios desestacionalizados, equipados, diversos y vitales. Tales son los casos de las urbanizaciones como Calahonda, Playamar, o núcleos tradicionales como el
costa_sol_sevillaonline.jpgArroyo de la Miel en Benalmádena. Incluso urbanizaciones con un alto grado de dispersión a lo largo de la carretera de la costa- la CN- 340- han logrado destilar lugares de encuentro, de reunión, espacios en los que la población indígena coexiste- aunque rara vez se mezcla- con verdaderas colonias de extranjeros, predominantemente ingleses. Guste o no, lo cierto es que en la costa se ha conseguido “ciudad” en muchos lugares, con sus equipamientos, comercios, residencias, parques y lugares de ocio y trabajo.  Más difícil es que este concepto sedimente en las promociones de última generación que se estaban construyendo al sobrevenir la crisis y que testimoniaban claramente que no nos habíamos enterado de nada y que seguíamos repitiendo los mismos errores de siempre. (Es penoso ver, por ejemplo la reproducción “ad náuseam” de pequeños Algarrobicos en las colinas de Mijas, las mismas longanizas de viviendas adosadas de color marraquesh asfixiando los greens de algunos campos de golf, las mismas ofertas residenciales para demandas que ya no existen, o elefantiásicos proyectos de centros comerciales junto al grotesco monumento al Turista en Torremolinos, etc…). Recogemos aquí la estimulante invitación del Plan Qualifica de “transformar el modelo imperante para innovar y convertir esta transformación en un referente a escala mundial de los procesos de recualificación turística”. Suena bien, pero es mucha la inercia que hay que vencer todavía.

¿QUÉ es entonces, hoy, un destino turístico? Un destino turístico no es ya sólo un lugar de tránsito con cuatro atracciones diversas para ser acribilladas por cámaras digitales; no puede ser sólo un paréntesis temporal, estacional, un gueto o un producto aislado, sino que es algo que compromete a la región en la que deja sentir su influencia: algo que compromete a la excelencia de los servicios, de los equipamientos,  de las infraestructuras y que, muy especialmente, plantea  unas exigencias ineludibles sobre las comunicaciones generales, no sólo internas  sino con el resto del país y con los centros emisores del turismo exterior, de ahí la enorme importancia de las últimas infraestructuras aéreas, marítimas  y ferroviarias.( Una de las claves de la Costa es justamente el hecho de que  la casa de un turista residencial esté situada en el radio de acción de una hora desde el aeropuerto, lo que permite una relación semanal, con los vuelos de bajo coste,  entre su lugar de origen y su segunda residencia costasoleña, hasta el punto de no saber muy bien cuál es ya la primera).  Pero si esto fuera sólo así, no nos engañemos, la palabra “turismo” perdería todo su significado, y esta Costa es, por mucho énfasis que pongamos en las excelencias del hecho de residir, un  destino turístico en la clásica acepción del término, y es precisamente esa fecunda cohabitación entre la “normalidad” de lo cotidiano residencial con la  espectacularidad y la atracción que lo turístico por su propia naturaleza ha de tener, lo que determina la fascinación por estos lugares, la absoluta novedad del producto y la inaplazable exigencia de ser entendido de otra manera.

FANTASÍA y cotidianidad: es de la simbiosis entre estos dos factores de lo que emana la intrínseca excelencia de un lugar, las razones de su elección como lugar de estancia permanente o transitoria, el punto donde confluyen los intereses, aparentemente contrapuestos,  entre el sector hotelero y el residencial, sin que nadie se haya parado a pensar que las razones de excelencia de ese lugar son las mismas para ambos mercados y lo que determina, hoy, la fortaleza de un espacio turístico. Pero ello nos lleva imperiosamente a reformular un concepto gastado, de tanto manosearlo: el de calidad aplicado al turismo de masas. 

ES frecuente que en los destinos turísticos maduros se hable, desde el lenguaje oficial, de “recuperar la calidad perdida”. Pero tras la saturación urbanística de la mayoría de esos destinos es difícil recuperar esos factores de calidad que los situaron en el mapa del turismo internacional, salvo que se esté invocando desde la nostalgia por un mundo que ya no existe. La nostalgia es el enemigo principal del futuro, porque bloquea las posibilidades de una acción desprejuiciada sobre el presente y, por tanto, nos incapacita para asignar un nuevo significado a conceptos clave como, por ejemplo, este de la calidad. (Es desde la nostalgia como se consolidan las ciudades “tematizadas” de cartón piedra, como impostados “parques temáticos de la historia”). Si estos destinos turísticos maduros, incluso saturados, siguen siendo objeto de atracción, la necesaria CALIDAD para mantener viva esa atracción está ligada a la excelencia de todos aquellos aspectos referentes a la esencia misma de lo urbano: infraestructuras, equipamientos, valores patrimoniales, convivencia, seguridad y respeto a los derechos ciudadanos.

PERO esto que acabo de decir no deja de ser descorazonador, porque es exactamente lo mismo que decíamos hace más de veinte años cuando redactamos los planes futuros de regeneración de municipios turísticos degradados de los cuales, el Plan Qualifica viene a ser una segunda formulación, esperemos que con más éxito.  Ya entonces proponíamos un extenso catálogo de actuaciones  para la recualificación de áreas turísticas obsoletas: sectores urbanos que en su momento fueron “catalizadores” de la calidad y que habían perdido ese atributo hasta el punto de conformar una especie de “geografía de la degradación” (Con indisimulada delectación determinados programas de la televisión basura, so pretexto de ejercer el periodismo-denuncia, han estado exhibiendo lugares de la geografía española con estas características, entre los cuales la Costa del Sol aportaba unos cuantos). Se trataba de actuaciones de mayor o menor envergadura,  a veces minimalistas pero estratégicas, mediáticas, con gran efecto regenerador del entorno por su uso y fuerza icónica (una simple plaza, un tramo de calle, una intervención artística sobre el espacio público…) Se pretendía con ello invertir la escala de valores con la que la Costa se había  contemplado: de campo de maniobra anárquico para el libre juego de la simple actividad inmobiliaria a la visión redentora de espacios tenidos por irrecuperables: demostrar de una vez la capacidad disciplinar del urbanismo para rehabilitar los centros modernos;  que cualquier lugar de la costa, por irrecuperable que nos pareciera, podría  tener un enfoque, un punto de vista que lo redimiese del rol negativo con que estaba  lastrando la imagen de su municipio o del lugar en que se enclavaba. A veces, si se saben mirar las cosas desde el ángulo adecuado,  un “defecto” puede transformarse en un “efecto”. (En este sentido hoy día, en plena crisis, el mundo va a tener que encontrar una fuente de productividad en algo tan paradójico como lo que podríamos llamar “des-productividad”, en  arreglar lo desarreglado, en compensar la huella ecológica de las urbanizaciones extensivas, en transformar las energías sucias en energías limpias, en rehabilitar lo mal construido, en reurbanizar lo mal urbanizado, en repoblar los campos desertizados, en acercar lo separado, transformar en paisaje los vacíos territoriales y los espacios toscamente antropizados… esto, que podríamos llamar algo así como el “sistema productivo de la regeneración universal”, obedece al principio de lo que el arquitecto Carlos Hernández Pezzi ha denominado “crecimiento hacia adentro”, y puede ser una verdadera industria generadora de riqueza que habría de tener en los territorios turísticos su más claro campo de maniobra y aplicación).

PERO hay otro aspecto, menos estudiado, que empieza a emerger como algo estrechamente vinculado con el concepto de calidad turística: me refiero a la búsqueda de la autenticidad. Trataremos también de explicar esto.

LA economía global se articula hoy en una red que constituye el marco de la actividad económica, cuyos nodos principales son las grandes conurbaciones que centralizan el poder. Para que el resto de los lugares puedan pertenecer al sistema (para que estén en la red, para que estén en el mapa), es preciso que cumplan con la inapelable condición de ser competitivas. Porque la ciudades y regiones compiten hoy en el mercado global como si fueran empresas, de ahí que en su ordenación territorial la planificación urbana "strictu senso" haya sido desplazada en gran medida por la planificación estratégica, de herencia empresarial. Las grandes ciudades y regiones serían como las empresas multinacionales, y las ciudades
torremolinos.jpgmedias como las pymes, ambas cumpliendo con su papel y, por así decirlo, con sus respectivos márgenes de beneficio. Para unas ciudades o unas regiones (como es el caso del litoral mediterráneo español), el secreto de su productividad  está en su mayor o menor capacidad para articularse en la economía global.  Pero la actual crisis, que no es sólo financiera, sino de todo un modelo productivo en el que está implicada la propia ordenación del territorio, obliga a buscar formas en las que esa productividad esté también ligada a la dinamización de las economías y de las sociedades locales. Para ello está claro que  las ciudades deben afanarse en lograr la máxima capacidad de comunicación con el exterior y su propia excelencia en tanto que  producto puesto a la venta en el mercado global. Y no es ajena a ello la extensión planetaria del turismo de masas. Las ciudades pueden tener una base productiva diversa, y diversas pueden ser sus funciones dominantes- comercial, industrial, administrativa, política, religiosa, etc- pero desde hace mucho tiempo prácticamente todas pugnan por ofrecerse atractivas al exterior mediante la puesta en valor de la poca o mucha riqueza patrimonial que pudieran tener, ninguna quiere permanecer descolgada del manantial de riqueza y empleo que proporciona el turismo. Por eso en el marco del sistema global las ciudades deben encontrar su adecuado "nicho de mercado" mediante la potenciación de todos aquellos aspectos en los que pueda ser competitiva.

PUES BIEN, las características genuinas de un lugar, su específico patrimonio, es algo que se da en ese lugar y sólo allí. El patrimonio de un lugar es precisamente SU factor de identificación, lo que determina su exclusividad y excelencia. En otras palabras, por su propia condición, el patrimonio de un lugar, debidamente revalorizado y convertido en un producto turístico, constituye el nicho de mercado que puede hacer ese lugar competitivo. Y una forma de reforzar los "nichos de competitividad" de los destinos turísticos es  encontrar la inspiración en lo que de auténtico encierra lo vernáculo: las costumbres, el patrimonio intangible, la relación histórica entre la construcción y el paisaje, la sabia y rica arquitectura  popular de unos núcleos  tradicionales que, en el desarrollo del litoral mediterráneo fueron literalmente sacrificados por la supuesta “modernización”, con sus correspondientes recursos humanos y sistemas productivos, sustituídos por ciudades insaciables, en un crecimiento cuantitativo de imposible sostenibilidad. Y es desde estas consideraciones sobre la función turística como llegamos a una última reflexión sobre los nuevos paradigmas de la urbanidad.

EL urbanismo moderno, preso del desconcierto, sólo ha llegado a intuir que la ciudad sostenible, (la ciudad habitable)  es aquella en la  que, aún dentro de una metrópoli inabarcable,  cada lugar, barrio, distrito o comunidad, dispusiera de las condiciones de diversidad, de elementos de referencia, de identidad, simultaneidad de usos, de espacios de convivencia, de relaciones de proximidad y de niveles de autosuficiencia propio de los pueblos, de los pequeños núcleos tradicionales, generalmente ligados a una economía rural que el modelo económico urbanístico de la sociedad post industrial despreció.  El modelo urbanístico español, acentuado en las zonas turísticas, ha consagrado la disyuntiva entre un mundo urbano como escenario de oportunidades y el abandono y desprestigio de  un mundo rural limitado a compensar y soportar la huella ecológica de la gran ciudad. 

SIN embargo, hoy el interior de nuestras costas cuenta con parajes y pueblos bellísimos. Muchos extranjeros llevan en ellos una vida discreta y muchos profesionales liberales han trasladado allí sus centros de actividad. Son pueblos bien equipados y bien conectados con el litoral y la metrópoli; se vive en ellos a escala humana, donde no es preciso coger un vehículo para ir de un extremo a otro con objeto de satisfacer unas necesidades primarias, donde se puede disfrutar de esa verdadera aventura existencial que es pasear por unas calles que todavía testimonian el encanto de su pasado musulmán, donde, después de dejar el ordenador que nos ha conectado con el universo permitiendo trabajar a distancia, nos juntamos en los bares con nuestros semejantes para compartir con ellos alegrías e inquietudes. Todo esto es calidad de vida, pero sería de nuevo otro simulacro si no fuera acompañado de unos recursos y modos de producción alternativos que permitieran fijar a la población autóctona en su lugar, complementándola con una población nueva que encuentre allí una alternativa ventajosa a las incomodidades de la metrópoli, sin dejar de estar por ello en los circuitos empresariales, comerciales o profesionales.

ESTA megaciudad continua que es la costa mediterránea española ha succionado esos recursos destruyendo unos modos productivos vinculados al mundo rural que no tendrían por qué haber desaparecido; antes bien, es ahora, en el epicentro de la crisis, cuando estamos empezando a comprender que si esos modelos se hubieran reciclado y modernizado, mediante la aplicación, por ejemplo, de las nuevas tecnologías, ahora rendirían unos beneficios más estables y a largo plazo que los que ha dejado el negocio inmobiliario. Recursos en su doble función: como industria y como atractivo turístico, “nicho de exclusividad, identidad y competitividad” de ese lugar.

Y concluimos:

LOS enfoques que se han hecho del Turismo siempre han considerado éste como una función sectorizada, como una actividad industrial que necesitara sus espacios y sus tiempos genuinos, pero nunca como una actividad envolvente que impregnara o se fundiera en la integridad del hecho urbano. Lastrados inconscientemente con las simplificaciones del urbanismo funcionalista, y puesto que el turismo era algo que aludía al ocio, en los espacios de ocio habría, pues, de confinarse, según ese principio de que a cada función segregada correspondía un espacio segregado: espacios para vivir, para trabajar y para divertirse, cuando hace tiempo aprendimos que la riqueza del hecho urbano estaba, precisamente, en la diversidad, y en la coexistencia ordenada de los distintos usos dentro de un mismo lugar. Así las cosas “lo turístico” aplicado a un lugar, con la intrínseca fascinación que esa función comporta, es algo que debería por sí solo enriquecer las cualidades de lo urbano, cuando lo que ha producido en muchas ocasiones ha sido justamente lo contrario, es decir, la destrucción del territorio, que es el capital fijo de las ciudades, consideradas como empresas competitivas en la economía global.

PERO estamos a tiempo de corregir las cosas. En los núcleos turísticos saturados hemos de aprovechar los resquicios de atracción que aún conservan para descubrir nuevos valores emergentes bajo los restos de su aparente naufragio. El tiempo suele trabajar a favor de la sedimentación de la vida comunal. A muchos no les gustará el modelo Benidorm -a mí tampoco- pero la vitalidad de sus calles, la limpieza de sus playas y la calidad de sus infraestructuras siguen satisfaciendo a un turismo que antepone la excelencia del servicio y del clima a una sobredensificación arquitectónica que en otro contexto, por ejemplo, Toronto o Nueva York, no resultaría agresiva. 

Y en aquellos lugares donde el desarrollo todavía no ha distorsionado las relaciones espacio-temporales, el turismo, en vez de fabricar imposturas tematizadas, encontraría toda su fortaleza como recurso estable, sostenible y desestacionalizador de la demanda si potenciara el valor de lo auténtico, de lo genuino, de lo identitario, si nos ilustrara sobre la calidad de vida que ofrecen las relaciones de proximidad, de vida comunitaria, en la que el espacio de lo virtual y el de lo real se dieran la mano; si contribuyese, desde la potenciación de esos valores, a encontrar la fascinación y la magia que puede albergar lo cotidiano. De esta forma, el Turismo, el pérfido turismo que hasta el presente se nos había mostrado como un depredador de valores y un voraz consumidor de lugares, podría acabar instruyéndonos de cuáles son los nuevos paradigmas de la modernidad urbanística.

PUEDE ver aquí anteriores colaboraciones de Salvador Moreno Peralta:
- 25/11/11 Sobrevivir a Picasso
 
-
19/10/11 Yemas del Tajo
- 29/06/11
La noria andaluza
- 10/03/11 Trinidad-Perchel: Éxito residencial, fracaso urbano
- 27/01/11
La función pública. El arquitecto municipal
- 20/01/11 Sobre ‘Ciudades contra burbujas’