Profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM)
11/11/10. Opinión. Entre los estigmas del discurso oficial figura “la reiterada afirmación de que el anarquismo murió, entre nosotros, en 1939. Para desmentirla sobran los datos, y de muy diversa índole. Recordemos que el anarcosindicalismo sigue vivo y con presencia, por mucho que...
OPINIÓN. Colaboración. Por Carlos Taibo
Profesor
de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM)
11/11/10.
Opinión. Entre los estigmas del discurso oficial figura “la reiterada
afirmación de que el anarquismo murió, entre nosotros, en 1939. Para
desmentirla sobran los datos, y de muy diversa índole. Recordemos que el
anarcosindicalismo sigue vivo y con presencia, por mucho que los medios de
incomunicación prefieran seguir vinculándolo, sin más, con piquetes y violencias;
como si nada hubiera que decir, desde la izquierda, de las maquinarias de los
sindicatos mayoritarios. La huella del pensamiento libertario se aprecia con
facilidad, también, en movimientos sociales nuevos (el feminismo, el
ecologismo, el pacifismo) y novísimos (el mundo de la antiglobalización o el
del decrecimiento) muchas de cuyas estrategias de estas horas habían sido
plenamente desarrolladas en el mundo anarquista ochenta años atrás”, sostiene
Carlos Taibo en esta artículo de colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com con motivo del centenario del nacimiento de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT).
La CNT
cumple 100 años
EN estos
días en los que se celebra el centenario de la fundación de la Confederación Nacional
del Trabajo (CNT) se han hecho frecuentes, en los circuitos de poder mediático,
los ejercicios de desmitificación de lo que fue entre nosotros el movimiento
libertario. Aunque desmitificar siempre es saludable, hacerlo con un objeto que
antes fue premeditadamente dejado en el olvido constituye una operación
llamativa, tanto más cuanto que sus responsables no muestran gran interés en
liberarse de los lugares comunes demonizatorios que ellos mismos forjaron o, en
su caso, heredaron. Al calor de esta ceremonia de la confusión han reaparecido,
por cierto, algunos hábitos que abrazó la burguesía republicana tres cuartos de
siglo atrás, en la forma de un intelectualismo que bebe del desprecio y de un
paternalismo conmiserativo aplicados sobre quienes entonces como ahora son los
invisibles.
NUESTROS libertarios tuvieron, claro, sus defectos. Si entre ellos operó a
menudo una vanguardia alejada de una base apática, la falta de planes serios
sobre el futuro y las contradicciones en lo que atañe a la participación en el
juego político se sumaron con frecuencia a una estéril y violenta gimnasia
revolucionaria. Nada de lo dicho invita a soslayar, sin embargo, los enormes
méritos de un movimiento que dignificó a la clase obrera, desplegó un
igualitarismo modélico en provecho de los más castigados, creció sin liberados
ni burocracias, aportó eficaces instrumentos de resistencia y presión,
desarrolló activas redes en forma de granjas, talleres y cooperativas, promovió
audaces iniciativas educativas y culturales, y mostró, en fin, en condiciones
infames, una formidable capacidad de movilización (compárese con la de los alicaídos
sindicatos de hoy). La CNT
fue, por añadidura, un agente vital para frenar, en julio de 1936, el
alzamiento faccioso, protagonizó al poco en lugar prominente una experiencia,
la de las colectivizaciones, que bueno sería llegase a conocimiento de nuestros
jóvenes y padeció una represión salvaje por parte del régimen naciente. Cinco
libros de recentísima publicación y recomendable lectura (¡Nosotros los anarquistas!, de Stuart Christie, Venjança de classe, de Xavier Diez, Anarchism and the City, de Chris Ealham,versión
inglesa del libro publicado hace un lustro; Anarquistas,
de Dolors Marin y La revolución
libertaria, de Heleno Saña) recuperan ese mundo de ebullición societaria y
lucha permanente.
VOLVAMOS, con todo, a lo del discurso oficial biempensante, siempre vinculado
con un lamentable ejercicio de presentismo: lo que ocurrió tiempo atrás se
juzga sobre la base de los valores que, se supone, son hoy los nuestros. Nada
más sencillo entonces que olvidar las condiciones extremas que, en lo laboral y
en lo represivo, se hicieron valer en el decenio de 1930, como nada más fácil
que homologar la violencia del sistema con la de quienes la padecían. Nada más
razonable que dar por demostrado el talante reformista de la República -¿de
trabajadores?-, olvidando en paralelo la represión a la que se entregó, el
incumplimiento sistemático de las leyes aprobadas y, tantas veces, la
aceptación callada de muchas de las reglas del pasado. Desde la comodidad del
presente nada más lógico, en fin, que oponer a sindicalistas buenos y
anarquistas malos mientras se enuncian rotundas certezas en lo que se refiere a
la condición venturosa de la participación de la CNT en el juego político tradicional, se
estigmatiza como anacrónico y deleznable todo lo que oliese a revolución social
y se convierte a los libertarios en responsables mayores de los problemas de la República. Lo que al
cabo se nos cuenta es que nuestros anarquistas eran, en general, buena gente
hasta que se decidían a llevar a la práctica sus ideas...
LO del presentismo se asienta siempre, por lo demás, en una cabal
aceptación de las presuntas bondades del orden que hoy disfrutamos. Desde esa
atalaya puede entenderse que un historiador de prestigio, al que no le suena la
palabra Scala, se permita afirmar que la
CNT no levantó la cabeza luego de 1975 por su incapacidad
para aceptar las reglas, al parecer sacrosantas, de la Transición. Si cada
cual es libre de expresar sus opiniones, bueno será que guardemos las
distancias con respecto a quienes ofrecen esas últimas como el producto granado
de un agudo y científico trabajo tras el que se ocultan, sin embargo,
prejuicios sin cuento y versiones tan interesadas como ideológicas de la
historia.
EL último de los estigmas del discurso oficial es la reiterada
afirmación de que el anarquismo murió, entre nosotros, en 1939. Para
desmentirla sobran los datos, y de muy diversa índole. Recordemos que el
anarcosindicalismo sigue vivo y con presencia, por mucho que los medios de
incomunicación prefieran seguir vinculándolo, sin más, con piquetes y
violencias; como si nada hubiera que decir, desde la izquierda, de las
maquinarias de los sindicatos mayoritarios. La huella del pensamiento
libertario se aprecia con facilidad, también, en movimientos sociales nuevos (el
feminismo, el ecologismo, el pacifismo) y novísimos (el mundo de la antiglobalización
o el del decrecimiento) muchas de cuyas estrategias de estas horas habían sido
plenamente desarrolladas en el mundo anarquista ochenta años atrás. La
urgencia, por otra parte, de dar réplica a la quiebra sin fondo de la
socialdemocracia y del socialismo de cuartel ha vuelto a poner sobre la mesa
palabras como autogestión, socialización y descentralización en provecho de
sociedades no asentadas en la coacción ni en la búsqueda del beneficio, y
recelosas del supuesto papel liberador de las tecnologías. Así los hechos, la
afirmación, tan común en la prédica biempensante, de que el anarquismo es una
ideología del pasado retrata bien a las claras en qué tiempo histórico vive
quien la formula.
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