OPINIÓN. Pasados presentes. Por Fernando Wulff Alonso
Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Málaga

26/05/14. Opinión. “Alertar a la población no ya sólo sobre el riesgo de los idiotas, sino sobre el riesgo del idiota que en un momento dado puede ser uno mismo. Imagino ya una ilustración con una mano señalando con el dedo y una frase breve y contundente: Protéjase de los idiotas”. El historiador Fernando Wulff plantea en esta colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com una completa teoría del idiota, buscando los lazos comunes con la institución pública.

Para una teoría del idiota. A propósito de urbanismo, patrimonio marítimo, Nereo, Málaga

SI
mal no recuerdo, fue Sófocles quien hacía al coro de una de sus obras hablar del hombre, del tremendo misterio que era el hombre, capaz de vivir en los climas más inhóspitos, de desplegar su ingenio para surcar los mares, de desarrollar cultura para adaptarse a las peores condiciones y seguir buscando y haciendo. Es todavía más sorprendente el que esto y muchas más cosas hayan podido tener como acompañante necesario durante toda la historia de la humanidad a la estupidez, la idiotez en todas sus variantes. No sé si es cierta la frase de que “la poesía es un arma cargada de futuro”, sí que la idiotez es un arma cargada de futuro, y de pasado. Hay un misteriumtremendum en el idiota como compañero de evolución de la especie humana.

UNO de los textos imprescindibles para una teoría futura de la idiotez lo firma un notable historiador, Carlo Cipolla, en un artículo que es parte de un libro muy juiciosamente titulado Allegro ma non troppo, en el que presentaba hace ya años un esbozo de teoría de notable alcance teórico. Distinguía Cipolla cuatro tipos de personas de acuerdo con sus comportamientos: el bueno, el ingenuo, el malo y el idiota.

EL bueno, escribe, hace cosas que son buenas para sí mismo y para los demás, por ejemplo, un campesino que cultiva buena verdura y la vende a un precio equitativo se beneficia él mismo y a quien la consume. El ingenuo hace cosas buenas para los demás, pero hasta un punto en que se perjudica a sí mismo: un campesino que voluntariamente regala, o poco menos, la verdura que produce. El malo hace mal a los demás y se beneficia a sí mismo: el ladrón que le roba la verdura al campesino. Y el idiota, por último, es el que hace el mal a los demás y a sí mismo. ¿Hace falta poner ejemplos aquí o sería preferible abrir un espacio para que los lectores aportaran un número suficientemente ilustrativo de ejemplos? El peor, insiste Cipolla, introduciendo un factor esencial para la reflexión, es el idiota, porque aparece directamente vinculado a dos factores muy ligados entre sí. El primero es que el idiota es impredecible, porque su comportamiento no se ajusta a los parámetros lógicos por los que se rigen los demás. Sólo en la inmensidad cósmica de su idiotez, hará necesariamente aquello que nadie espera. No hay idiota predecible. El segundo, que, entre otras cosas por ello, son mucho más dañosos que cualquiera de las restantes categorías enunciadas, más que los ingenuos, no digamos ya que los malos porque esparcen a su alrededor y sobre ellos mismos caos, maldades, absurdos e insensateces con una fuerza centrífuga potencialmente ilimitada. De ahí su especial relevancia y peligrosidad en caso de que ostenten puestos caracterizados por su poder o autoridad: se puede sobrevivir a un jefe o padre malo, bueno o ingenuo, nunca a un idiota.

LA propuesta de Cipolla es provisional, como todo saber cuando está en sus meros balbuceos, pero, como apuntaba, pone bases sólidas para futuras investigaciones. Algunas categorías adicionales aplicadas a la esfera que explora la harían mejorable, categorías que no me parece que pudieran fundirse en las primeras sin pérdida de sus potencialidades heurísticas. Pienso, por encima de todo, en la muy notable categoría del desidioso, que explora sencillamente las potencialidades del no hacer nada, y en su aparente opuesta, la categoría de los que, por denominarlo con un término lo suficientemente vacuo como para tener éxito, podríamos llamar “el superactivo extremado”, que explora, normalmente con igual o parecida capacidad de fracaso, las posibilidades de hacerlo todo.

POR otra parte, habría que distinguir al idiota (y al listo, el ingenuo y el malo), por naturaleza, intrínseco, sin fisuras, del idiota coyuntural, temporal, ocasional, una distinción, además, de gran importancia porque, así como hay personas intrínsecamente malas, con enormes dificultades para ser buenas, y al revés, e idiotas de rara perfección, todos, en las circunstancias adecuadas, podemos actuar como un idiota, como podemos ser malos, ingenuos o incluso buenos. En medio de la profusión de campañas dedicadas a los temas más variopintos, cabría plantear una, con su correspondiente día, para alertar a la población no ya sólo sobre el riesgo de los idiotas, sino sobre el riesgo del idiota que en un momento dado puede ser uno mismo. Imagino ya una ilustración con una mano señalando con el dedo y una frase breve y contundente: Protéjase de los idiotas. Protéjanos del idiota que lleva dentro.

NINGÚN matiz, en todo caso, quita mérito a la brillantez de la propuesta de Cipolla en su ámbito propio: el de la acción, la actividad, los comportamientos. No es menos cierto que la evolución de la historia y de las ciencias humanas en general nos han llevado en los últimos decenios a un escenario diferente, en  el que, sin olvidar lo adquirido, se da mayor relieve a lo que se denomina con el discutible término de “discurso”, el mundo de las ideas, de las palabras. No se le escapará al curioso lector lo incompleto de los criterios anteriores aquí. Incompleto tampoco significa fallido o inútil: muchas frases o textos, pueden con provecho ser considerados como buenos, ingenuos, malos o idiotas en el sentido señalado, en cuanto a sus efectos, en cuanto a que producen resultados buenos o malos para quien los emite y para quienes los escuchan, o experimentan sus consecuencias. Pero es evidente también que una auténtica valoración de la categoría de lo idiota aplicado a este campo exige tomar postura respecto a un componente irrenunciable de la teoría del conocimiento: que la palabra no sólo sirve para producir acciones, sino también para, entre otras cosas, aproximarse a la realidad, conocerla. Dicho de otra manera: un enunciado puede ser cierto o puede ser falso. Esto nos sitúa ante tres puntos esenciales del análisis, ninguno de los cuales afecta directamente, pero sí indirectamente, a la condición de idiota y a cualquier teoría que pretenda abracar su realidad.

EN primer lugar, el que un enunciado sea falso o cierto no toca por sí mismo a la condición de idiota de su emisor, dado que un no idiota, un bueno, por ejemplo, puede también producir enunciados falsos, y un idiota enunciados verdaderos. En segundo lugar, tampoco afecta directamente a la condición de idiota del emisor un aspecto tocante a la  moralidad de lo enunciado, el que un enunciado falso sea emitido con plena conciencia de que lo es, esto es, sea una mentira, dado que una mentira puede ser emitida por un no idiota, óptimamente por un malo. Tampoco, por último, es marca exclusiva del idiota otro aspecto que proviene de una distinción clave en uno de los campos donde, no por casualidad, la teología católica resulta más fina en sus percepciones, el del pecado y su correspondiente castigo. Es evidente que se puede decir algo falso por pura ignorancia, pero la ignorancia se divide en dos, la no culpable, aquella que se emite sin que haya posibilidad de conocer la verdad, y la culpable, aquella que podría haber sido despejada, suprimida, con la consiguiente averiguación previa, que, al no llevarse a cabo, pone al emisor en situación de culpable, de responsable de las consecuencias de su casi-mentira. Un desidioso, un super-activo extremado, un malo, entre otros, son candidatos perfectos para demostrar que la condición culpable de emisor de falsedad por ignorancia culpable no es exclusiva del idiota.

¿TIENEN aplicación estos tres enunciados para nuestra investigación sobre la idiotez, a pesar de todo? Un camino para salir de cualquier aporía y delimitar el territorio teórico en el que nos movemos se encuentra, a mi juicio, en una frase iluminadora del gran Montaigne. El sabio renacentista dijo “Nadie está libre de decir una estupidez, lo malo es decirla con pretensión”. Apliquemos, siempre en la forma puramente tentativa con la que elaboramos estas líneas introductorias a una filosofía futura de la idiotez, tal principio a lo que acabamos de señalar: efectivamente, sería el tono, la seguridad, la contumacia, la pretenciosidad, lo que descubriría la idiotez intrínseca de algo que es falso, o que es mentira o que es fruto inexcusable de una ignorancia culpable. ¿No sería, además una comprobación adicional la correspondencia de este criterio con el aporte del maestro Cipolla, esto es, que, además, el resultado de esa emisión verbal o escrita resultara perjudicial para todo lo que la rodea, como corresponde a la condición explosiva de la idiotez?

SI el problema del idiota me inquieta como problema teórico y práctico aplicado a los individuos, me resulta incluso acuciante cuando se refiere a instituciones públicas. Hay para ello una razón muy evidente y otra más filológica. La primera es que una institución social, pública, está diseñada por principio para hacer el bien, no para que sea dañosa, idiota o que actúe como idiota. La filológica se refiere a que el término idiota proviene del griego idiotes,que se refiere al individuo que actúa de manera idio-sincrásica, sin tener en cuenta a la polis, a la ciudad, el que no es polites, el que es, diríamos, in-civil. Una institución social no puede por principio ser ajena a, enemiga de, la ciudad, incivil, actuar como un privado e idiota.


PIENSO en todo esto y en un ejemplo de manual. Tengo presente los casi tres mil años de Málaga que nació marinera, y se me presenta inmediata, perentoriamente, en la memoria Nereo, una de las últimas carpinterías de ribera de Andalucía, un tesoro de milenios de saber hacer práctico, concentrado en los gestos, en las herramientas, las maderas, y pienso en sus proyectos de reconstrucción de barcos históricos en los que alguna vez colaboro, únicos, excepcionales, con unos potenciales de conocimiento y de explotación turística y cultural de ese conocimiento apabullantes, en las universidades españolas y americanas y en los museos con las que tienen acuerdos, en el respeto científico que se ganan día a día, les veo generando redes de nuevo turismo en una ciudad que las necesita, conectándose al barrio en el que viven, Pedregalejo Bajo, y del que forman parte, y pensando en aportar recursos, conectar actividades, generar puestos de trabajo, en su papel de articuladores de la cultura marinera de Málaga y en tantas otras cosas. Pienso, en síntesis, en gentes buenas que durante dos generaciones han impulsado una empresa y una actividad buenas en el pleno sentido de la definición de Cipolla.

Y no me pregunto ya cómo es posible que hayan tenido que soportar durante décadas presiones y amenazas de cierre por parte de instituciones colectivas que han demostrado sobradamente que la idiotez es un arma cargada de presente, de futuro, y de ganas de matar el pasado.

PORQUE estoy desbordado como ante una iluminación frente a un ejemplo que brilla con luz propia, apabullante, único, de manual, de todo lo dicho. En medio de todo esto, y cuando parecía que la lógica, la decencia, los intereses colectivos empezaban a imponerse, la institución del Ayuntamiento de los malagueños encargada por definición por la colectividad de cuidar la ciudad y su memoria, la Gerencia de Urbanismo, sigue emitiendo supuesto saber, y a la par iluminando con sus palabras esclarecidas toda pesquisa en la línea que nos proponemos o que pueda proponerse cualquier pensador futuro.

NEREO debe ser destruido, afirman una y otra vez, porque es necesario asegurar la “permeabilidad y transparencia visual” entre un paseo marítimo, el de Pedregalejo, y el Balneario de los Baños del Carmen, y la continuidad lineal del citado paseo marítimo. No quiero entrar en lo obvio: que hay otras formas de asegurar esa continuidad bordeando Nereo por el mar, que ningún urbanista serio del mundo defendería esa linealidad –y a ese coste- cuando es mil veces preferible romper la linealidad generando un espacio nuevo y cargado de significados; que un alumno de primero de arquitectura sería sencillamente suspendido por sostener una cosa así de peregrina; que nadie en la Gerencia de urbanismo se atrevería a defender en una Revista de Arquitectura o en un Congreso, es decir, ante la comunidad científica de la que un servidor público debería por principio formar parte, algo así, y mucho menos a costa de una destrucción semejante.

Y no entro en ello porque no hace falta y porque lo que me importa aquí, insisto, es dejar bien claro para el presente y para el futuro la aplicabilidad perfecta de todos los contenidos de la palabra idiota, con los agravantes institucionales señalados, a la Gerencia de Urbanismo de la ciudad de Málaga: porque hace mal a quien lo propone y a quienes afecta, incluyendo a los políticos que puedan creérselo y actúen de acuerdo con ello, a Málaga y su Ayuntamiento, que serán considerados internacionalmente como una ciudad y un Ayuntamiento de idiotas, a Nereo, a todos nosotros, y porque es, a la par, una falsedad fruto de la mentira o de la ignorancia culpable, pretenciosa, contumaz, ridícula, incivil, enemiga de la ciudad, enemiga de la inteligencia y de la verdad.

ES en síntesis, absolutamente idiota, un milagro de convergencia de criterios definitorios, una epifanía de la idiotez en todo su misteriumtremendum.

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