Una niña de seis años ha decidido serlo después de ser niño, pero al Colegio San Patricio no le parece bien; pero no renuncia a la concertación

13/12/13. Opinión. La desobediencia católica es una figura excepcional. Tanto, que esta invención del colegio San Patricio surge como una nueva oportunidad de oro para reconsiderar las relaciones entre confesiones y Estado. Si la religión impide a alguien adaptarse a las normas vigentes en materia de enseñanza, lo mejor sería quitarle la licencia para enseñar.

EL Colegio San Patricio se niega a reconocer la especificidad sexual de una persona de seis años que forma parte de su alumnado. Es difícil imaginar qué otra singularidad física o mental, geométrica o sintáctica, sería capaz de rechazar este colegio. Lo que no resulta extraño es que buenas gentes de condición católica, apostólica y romana, tengan a bien condenar a alguien por un prejuicio sexual. O de clase. O por dinero. O simplemente como exhibición de poder. Lo erróneo es extrañarse de que suceda.

ESA organización lleva siglos funcionando con esos criterios. Se suele decir que la jerarquía católica es su parte peor. Otro error. Uno de los grandes aciertos en su política de control social fue la instauración de la figura del cura párroco, con poder para administrar la comunión y recibir la confesión. O sea, sabe quien está en condiciones íntimas de conexión con lo sagrado, y puede gestionarlo en público. Un peligro que el tiempo ha ido rebajando, hasta el punto de que, como es conocido, se ha vuelto contra la entidad: cada vez tiene menos adeptos. Pero los tiene, y no hay que pasar por alto, que entre estos se encuentra un nutrido grupo de fanáticos del viejo orden, gente a las que le incomoda todo lo que no entienden y que empujan hacia fórmulas de exclusión de su realidad acondicionada. El párroco hoy día sigue siendo ese ser melifluo y soberbio que ameniza las veladas de estos fanáticos adiestrándoles para que le hagan el trabajo duro.

Es difícil deshacerse de las viejas costumbres. La empresa romana por antonomasia siempre ha caído en la tentación de nombrar las cosas y las personas según sus propios e infundados mitos fundacionales y los dogmas y las normas que ha ido creando con el tiempo, acomodando a las nuevas circunstancias. De la persecución implacable de la homosexualidad se ha pasado a la tolerancia aparente, a la que muchos se niegan, como esos obispos siniestros que despotrican desde el altar con tanto desparpajo como falta de vergüenza contra las relaciones entre personas que no son de su agrado.



EL Colegio San Patricio es un centro educativo concertado. Solo por eso está obligado a respetar las normas de la institución que le paga. No es el caso. Este colegio católico, apostólico y fanático ha decidido que nadie que forme parte de su alumnado puede autonombrarse, autodefinirse ni generar su propia identidad. Tampoco va a aceptar que esa forma de desarrollo personal de esta criatura de seis años esté apoyada por su madre y su padre y por la medicina contemporánea. Y, finalmente, tampoco va a aceptar que el resto del alumnado acepte esa peculiaridad, sexual como sintáctica o geométrica, de esta persona y, sobre todo, la haga suya con total naturalidad y normalidad. Si no hubiese normales y anormales por designio divino, y una correa de transmisión del poder divino de designarlo, ¿qué haría ese pueblo de dios?

POR supuesto, que rechace todo lo referente a esta niña que quiso dejar de ser niño no significa que el Colegio San Patricio, pierda el contacto con la tierra por puro fanatismo: al dinero que le da el Estado en concepto de concertación, a eso sí que no renuncia. Es lo que tiene haber renunciado a Satanás y a sus pompas, que se hace una vez y ya es para siempre. Y las armas las carga el diablo -lo cual no impide que determinadas armas puedan recibir la bendición papal- pero el dinero público es como el maná, cae del cielo, aunque suba hasta allí a golpe de riñones de quienes pagan sus impuestos.

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