OPINIÓN. Grandes Éxitos
Por Ramona Ucelay. Escritora
27/09/18. Opinión. La escritora jienense Ramona Ucelay publica en su colaboración semanal para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com un nuevo relato titulado Memento mori o La muerte nos sienta tan bien. Ucelay, licenciada en Bellas Artes, se encuentra inmersa en la escritura de su primer libro, Por eso lloraban las niñas...
Memento mori o La muerte nos sienta tan bien
A veces fantaseo con la muerte, la de otros, por supuesto, familiares y amigos. Llevo haciendo este ejercicio desde que era muy pequeña para irme acostumbrando al desapego, a la caducidad de los seres y estares, llegando ya, después de tantos años practicando la fantasía, a un nivel de detalle en la imaginación que refleja cosas como si será un día soleado o lluvioso, si olvidaré el paraguas en el taxi que me lleva al tanatorio, si la gente me mirará mal porque no voy vestida de negro o porque no suelto una sola lágrima, si llevaré gafas muy oscuras y enormes para que nadie sepa lo que siento, y por último, fantaseo dentro de la fantasía que mientras estoy en el cementerio pienso en quién será el próximo en caer, o miro hacia un lado y a otro, y observo las cosas que suceden alrededor de otras muertes, como por ejemplo una pareja engendrando a otro ser junto a un árbol mientras lloran por haber perdido a un ser querido, o un hombre que le tira piedras a la tumba de su padre.
YA hace ocho años que un cáncer se llevó al padre de David. No se sabe si le tira piedras porque fue un mal padre, o porque se fue demasiado pronto para poder decirle lo mucho que lo odiaba. A su vez, David padre (se llamaban igual), se odiaba a sí mismo, odiaba a sus progenitores y a lo que le había tocado vivir. Le obligaron a hacer el servicio militar, le obligaron a estudiar derecho, a trabajar en la notaría del abuelo, a creer en la patria, a ir a misa, a casarse con una buena mujer y a tener un hijo único, no habría podido tener ninguno más porque rara era la vez que una mujer se la levantaba.
A David junior lo concibió en la misma noche de bodas, llevaba tanto alcohol y euforia de estar cumpliendo con su deber de hijo encima, que se habría follado a quien hubiera hecho falta. Después todo fueron excusas: el estrés de la notaría, los viajes, que Laura, su mujer, había engordado después del embarazo y ya no le parecía tan atractiva, que si se cuidara más, se arreglara de vez en cuando, que le daba demasiada atención al niño, y entonces Laura se ponía a dieta y adelgazaba quince kilos. Algún día venía más alegre con el ticket de la farmacia y sus cincuenta y cinco kilos, se acercaba a su marido diciéndole que estaba ovulando y él le respondía con temas de la hipoteca, con el estrés de la notaría, los viajes, los pitos y las flautas. «No es momento para otro crío», le decía. Mientras tanto, el pequeño David iba creciendo entre la ausencia de su padre y la depresión de una mujer no deseada. Cuando ya contaba seis años, Laura, madre y ama de casa de apenas veintiocho, se enamoró de un vecino de su pueblo, al que conocía de toda la vida pero con el que no había entablado relación hasta hacía unos meses, cuando había venido a vender la casa de sus padres, ya muertos. Con lo que le quedó de herencia, el vecino y ella se fugaron a otro país. La última vez que se supo de ellos fue hace unos diez años; se los vio en un pueblo de Brasil donde habían abierto un hostalito para turistas.
DAVID y David se quedaron juntos, pero solos, que es como se queda una persona cuando una mujer desaparece de la escena. El armario de Laura intacto, como un santuario. Un día David sorprendió al niño, ya con once años, probándose los vestidos de la madre. Le dio una paliza, «¡por tocar los vestidos de tu madre y por maricón!», le gritaba llorando mientras se desabrochaba la hebilla del cinturón.
A los dieciocho se fue de casa, marica perdido, haciendo de su vida lo que le dio la gana, chupando todas las pollas que quiso. Estudió una ingeniería que no llegó a ejercer porque consiguió hacerse un hueco en el mundo de la moda, desarrollando unos tejidos que cambiaban de color según la temperatura ambiente. Se hizo famoso, se cambió el apellido y sin embargo, un día, veinte años más tarde, recibió la llamada de un abogado porque su padre se moría en un hospital.
SE lo pensó unas horas y al final apareció apenas unos minutos después de que el padre abandonara este mundo. En el lecho de muerte, el mismo abogado del teléfono le cogía la mano aún tibia. «¿David?», le preguntó levantándose. Éste asintió y el hombre lo abrazó llorando con fuerza, a punto de desplomarse. Lo ayudó a sentarse y no hizo falta que el abogado diera ninguna explicación pero igualmente le dijo que se querían desde hacía más de cuarenta años.
PUEDE leer aquí anteriores artículos de Ramona Ucelay:
- 20/09/18 ‘Ay Carmela’
- 13/09/18 ‘El impotente’
- 07/09/18 ‘Alta Alcurnia’
- 26/07/18 ‘Los vegetarianos’