“Tenemos las cárceles más grandes del mundo. Pueblos y ciudades que enjaulan a parados sin esperanza ni futuro, hermosos patios de recreo donde deambulan como muertos en vida, esperando el maná de una chapuza, de una limosna del INEM, de la ayuda de un amigo o un pariente cercano que les endulce la pena al menos un día”
OPINIÓN. Boquerón en vinagre. Por Francisco Palacios Chaves
Programador informático
06/02/20. Opinión. El programador informático Francisco Palacios continúa con su colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com con un artículo sobre los andaluces: “Somos responsables de elegir a los peores carceleros, de seguir lamiendo la mano que nos acaricia el lomo y nos quita el plato de la boca, en lugar de morderla. Tenemos la responsabilidad de haber confiado y confiar, como pueblo, en gente...
...que tenía nuestras propias raíces, y que se han convertido y se convierten en los peores y más violentos vigilantes. Pero eso no justifica la dureza de la condena, la rigidez de la pena, la violencia de la represión, sin pelotas de goma pero con tiros de paro y hambre, sin porras pero con los golpes de las ilusiones rotas”.
Presos, inhabilitados, condenados
Debe ser duro pasar tus días entre cuatro paredes, privado de libertad, sin poder ver a los tuyos, sin posibilidad de ejercer tu profesión. No alcanzo a imaginar la monotonía de los días de paseo por el patio, de horas de lectura en la celda, de los horarios repetidos jornada tras jornada. Pero…
Pero aquí abajo hay cientos de miles de condenados, millones. Sin pasar por más juicio que el de nacer de Despeñaperros hacia abajo, con el agravante de que la pena se hereda; la sufrieron los abuelos, pasaron a sus padres y recaerá en los hijos, abocados a la economía de vivir al límite, de pedir en Cáritas una ayuda para tener algo caliente que echarse a la boca, aunque sea un cigarrillo que les quite el hambre por unas horas.
Aquí tenemos cientos de miles de inhabilitados. Jóvenes que abandonan las aulas para echarse a trabajar en lo que sea, como sea y donde sea, con contratos precarios, con muchas horas trabajadas y muy pocas cotizadas. Eso, los que tienen suerte de firmar uno. Padres y madres abocados a duplicar las horas del día, incapaces de poder atender a sus hijos y prestar atención a su educación, a asistir a tutorías, a reuniones en los colegios porque se están dejando la vida limpiando casas y paseando bandejas.
Tenemos las cárceles más grandes del mundo. Pueblos y ciudades que enjaulan a parados sin esperanza ni futuro, hermosos patios de recreo donde deambulan como muertos en vida, esperando el maná de una chapuza, de una limosna del INEM, de la ayuda de un amigo o un pariente cercano que les endulce la pena al menos un día. Celdas que aprisionan a familias enteras sin más ocupación que la de ver pasar las horas.
En nuestro país no existe la cadena perpetua, pero de facto, la sufrimos. Igual que los trabajos forzados, sin la posibilidad de remisión de condena por buen comportamiento, ni de tercer grado. Nuestras cárceles son las más seguras del planeta, porque de la realidad no hay manera de evadirse. Los echan de sus celdas, por no poder pagarlas, agravando aún más su condena, si cabe. Nuestros carceleros no portan un uniforme gris, ni van armados. Les basta un traje y un maletín con una orden de desahucio o una carta de despido.
Nuestros barrotes son la dejadez, los años de olvido, una lengua que nos marca desde el nacimiento y que nos etiqueta de por vida, una economía colonial que nos expolia y nos sangra sin dejar el más mínimo beneficio, una política de subsidio que se ha introducido en cada hogar, más dañina que la heroína más pura.
Los hay que dicen que ya somos libres, que nadie nos oprime, que es nuestra culpa. En parte, es cierto. Somos responsables de elegir a los peores carceleros, de seguir lamiendo la mano que nos acaricia el lomo y nos quita el plato de la boca, en lugar de morderla. Tenemos la responsabilidad de haber confiado y confiar, como pueblo, en gente que tenía nuestras propias raíces, y que se han convertido y se convierten en los peores y más violentos vigilantes. Pero eso no justifica la dureza de la condena, la rigidez de la pena, la violencia de la represión, sin pelotas de goma pero con tiros de paro y hambre, sin porras pero con los golpes de las ilusiones rotas.
Sólo hay una manera de salir de este presidio, una vía unilateral que puede devolvernos la Libertad. Y no es otra que la de darnos cuenta de que la cárcel es nuestra y la podemos echar abajo cuando queramos, que con voluntad y conciencia de pueblo no hay muro, alambrada ni carcelero que nos detenga. No hay más camino que el de cerrar los ojos ante los que nos ponen como carne de cañón frente a los conflictos en los que no pintamos nada, y caer en la cuenta de que sólo seremos nosotros en el momento en que pensemos en nosotros. No nos hace falta quemar contenedores sino iluminar el camino. No necesitamos levantar adoquines, sino echar a andar sobre ellos.
Por una Andalucía Libre. De verdad. Viva Andalucía Libre.
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- 12/12/19 Presos de las palabras
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