“El corográfico era mi tipo favorito de mapas cuando tenía que dibujarlos en los deberes escolares, que yo siempre hacía al atardecer, en compañía de la abuela Ana”
OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces
06/10/21. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana comparte este relato, que apareció en el número 3 de la revista cultural Atípica en julio de 2021, monográfico dedicado a ‘Mapas’: “Anterior a ese aluvión que lo enmarañaba todo, había un momento de claridad y era como una revelación, una epifanía, cuando cada elemento se...
...animaba ubicado perfectamente y era capaz de seguir con la vista varios recorridos: como un viaje en tren, como una película, todo tenía su lugar y su nombre, su movimiento y su sonido”.
Perdido por los mapas
El corográfico era mi tipo favorito de mapas cuando tenía que dibujarlos en los deberes escolares, que yo siempre hacía al atardecer, en compañía de la abuela Ana que no dejaba la costura mientras dictaminaba mis avances artísticos con un ¡presioso! que a mis oídos infantiles sonaba a himno y oro olímpicos. Me afanaba en señalar con diferentes tonos de azul los ríos y las costas, donde ponía barquitos y peces -hasta alguna ballena cantábrica con su géiser-, los vientos y las olas. Luego dibujaba una vaquita con lunares allá al norte, unas castañuelas por aquí, un camellito -en realidad, un dromedario- por las Canarias y un casteller a la altura de Barcelona. Tras haber trazado los sistemas montañosos, pintando con acuarela de marrón unas miguitas de pan y uniéndolas a la cartulina con pegamento Imedio, esbozaba bosques de verde y catedrales y monumentos de amarillo o gris. Luego rellenaba con cifras de habitantes y de kilómetros cuadrados las provincias, trazando fábricas e iconos industriales en negro. Colocaba boinas y vestiditos regionales en sus comarcas, productos agrícolas, aperos, instrumentos musicales, botellas, morcillas, ovejitas, cerdos, cántaras de leche, telas… A partir de ahí, mi mapa se convertía en un chafarrinón espeso, oscuro e ilegible, salvo Portugal, los Pirineos y los nombres de los tres mares. Pero, anterior a ese aluvión que lo enmarañaba todo, había un momento de claridad y era como una revelación, una epifanía, cuando cada elemento se animaba ubicado perfectamente y era capaz de seguir con la vista varios recorridos: como un viaje en tren, como una película, todo tenía su lugar y su nombre, su movimiento y su sonido. Porque yo siempre supe que todo mapa es una vida y, al revés, toda vida era un mapa. Un mapa es viaje y cronograma. De hecho, hay juegos -el parchís, la oca- que son mapas de la vida, que remiten a una vida completa: nacer, viajar, morir, con sus saltos y sus prisiones. También supe que cualquier mapa era un laberinto. Eso fue solo el principio.
Una vez, cuando ya me había convertido en un adulto casado, quise diseñar un mapa rememorativo de todas las camas en que había yacido. Este verbo -yacer- es uno de los que más me gustan en español, así que le robé medio verso a don Antonio Machado de su famoso autorretrato para bautizar mi mapa "El lecho donde yago". Se me presentaron varios problemas: al aplicar un eje temporal, otro espacial y un tercero sentimental, tejí una especie de telaraña inextricable de conjuntos disjuntos, intersecciones y subconjuntos. Cuando añadí medidas y calidades del colchón o de la yacija, así como número de coitos, noches triunfales y fracasos, el mapa patchwork comenzó a oscurecerse como melaza. [Un ejemplo: yací una noche de verano en la cabaña de una aldea africana con una amante ocasional sordomuda; era una colchoneta cuyo hedor lo atenuaba el de las bujías y los vapores de un guisote que borboteaba sobre un anafe; de allí me sacaron a patadas. La hazaña quedó registrada en mi mapa laberíntico bajo las rúbricas de: (1) soltero, (2) colchón (a) mínimo (b) no cama (c) no sábanas (d) no almohadas (e) nivel de suciedad máximo, (3) etapa juvenil, (4) polvo (a) rencoroso (b) irrepetible/único (c) peligroso (d) satisfacción débil, (5) sonidos (a) grillos lejanos (b) tarareos de familiares (c) borboteo (d) chisporroteo de insectos inmolados en las llamas de las velas (e) crujir de las brasas de carbón, (6) ambiente odorífero complejo (a) cera (b) especias (c) tabaco (d) hachís (e) sudor, (7) iluminación tenue (a) velas (b) no electricidad, (8) presencia humana (a) madre dentro (b) abuelo a la puerta fumando su pipa de kif y tarareando]. Tuve que dejar afuera preámbulos, ubicaciones, datos, nombres y consecuencias de cada una de las camas en que había yacido. Como la iniciativa de este mapa me sobrevino en un tiempo anterior a los ordenadores y, además, mis conocimientos estadísticos y de representación gráfica eran lamentables, al llegar a la anotación 33 lo dejé correr.
Durante un tiempo -aún era estudiante- nos reuníamos muchas veladas un grupo de tres parejas obsesas del RISK. Como es sabido, ese juego de estrategia militar se lleva a cabo sobre un mapa del mundo o de Europa, según versiones. El juego nos demoraba hasta el amanecer sin que nadie culminara su misión secreta. Cada noche recomenzábamos y siempre el alba nos sorprendía con los rostros abotargados por la fatigosa estrategia y el alcohol. Mi fantasía se ejercitaba en un doble juego (un juego paralelo, más bien) sobre aquel mapa: pensaba que al final ganaría quien sobreviviera en el juego de la vida real y sería feliz quien llegara a alcanzar la península de Kamchatka, después de haber rulado por todo el mundo. Por eso aún sigo trazando con mi vida el territorio de mis viajes: un mapa hecho de amigos, amantes muertas o alejadas (que es otra forma de estar muerto) y ciudades leídas como un libro, un mapa inacabable lleno de líneas discontinuas, de flechas, marcas y círculos, vagabundeos, tiempos, regresos y huidas hacia Kamchatka, evitando siempre Samarkanda, adonde una y otra vez se orienta mi caballo, veloz e imparable.
Al inicio de mi vida laboral, por siete años habité siete ciudades españolas diferentes: trabajé sucesivamente un año en cada una de ellas. El azar y la necesidad jugaban a los dados. El tercer año, residiendo en cierta localidad vasca, trabé relación con un joven profesor de Física, huraño, abstemio y antisocial, pero con el que me unió rápidamente la exploración de los límites de la percepción: la marihuana y sus derivados eran casi su única puerta a los paraísos artificiales. Tenía en su apartamento una reproducción, a tamaño natural (220 cm de alto por 389 cm de lado), de “El jardín de las delicias” de Hieronymus Bosch, colgado en una pared del salón. En los almuerzos de hash (tostadas con mantequilla y miel espolvoreadas con hash, té con polen, tartas de hachís, deliciosas albondiguitas de mahjún), que yo entreveraba con pipermín frappé, nos dimos a la tarea de deconstruir ese cuadro en un glorioso mapa catalogando animales, monstruos, combinaciones sexuales, frutas e instrumentos musicales, mientras sonaban, con los bafles a todo trapo, Janis Joplin, The Pretenders y Tina Turner. Tras innumerables sesiones, varias cajas de Rotring y un cuarto de litro de aceite de hachís, el final del curso nos sorprendió, a mí exhausto, a mi colega exultante y a su apartamento empapelado, hasta el cuarto de baño, con los catálogos y mapas inspirados por la obra del genial holandés. Me esperaba una nueva ciudad y emigré. Al cabo de unos años, supe que aquel amigo aún continúa con sus vicios, pero ya no toma cánnabis.
El mapa de la piel humana me fue sugerido al contemplar en varios museos de Antropología elementales mapas corográficos que los nativos de las naciones indias pintaban sobre pieles animales. De repente, sentí la fascinación, más que por la representación pictográfica, por el soporte que acogía la pintura. En las raras ocasiones en que se me permitía deslizar los dedos sobre un palimpsesto de vitela era presa de un arrebato electrizante. Y ya, después de leer Moby Dick e imaginar el tatuado cuerpo de Queequeg, comencé a idear cómo explorar el territorio incógnito del cuerpo amado. Un cuerpo está compuesto de muchos mapas interiores, por más que exploremos hasta la saciedad el mapa de la piel. Todavía en época juvenil, recibí clases eróticas de tatuaje sin agujas de una novia diseñadora que jugaba con sus rotuladores poniéndole caras al enhiesto glande cardenal de mi polla. Sobre mis muslos ebúrneos, mientras tarareaba (Suzanne) canciones (Everybody Knows) románticas (Take this Waltz) de Leonard Cohen, dibujaba ella unos coños tan perfectos con todos sus labios que parecía que sonrieran cuando yo movía el cuádriceps. Los coños, hechos a plumilla, eran ojos que hubieran llovido y posado como mariposas sobre la tensa piel de un bongó, bocas abiertas sobre un tamtam de magia negra que recitaban el poema de Léopold Sédar Senghor: Mujer desnuda, mujer negra... Entonces, ya lo insinué, era tan joven como ignorante, me adormecía durante la sesión artística y soñaba con los muslos ebúrneos, creyendo que eran de ébano o de ebonita, y me sentía bajo las manos de mi amiga un aqueo de hermosas grebas, cuando lo que me estaba decorando eran los quijotes. Luego llegaría a aprender que el mapa amoroso de la piel no se dibuja con lápices ni rotuladores, sino con dedos, lenguas y labios (también con saliva y sudor y semen y sangre y seda), un mapa que crece, que arde y como el ave fénix renace de sus propias cenizas una y otra vez, o al menos cuatrocientas noches, para poder leer en el libro, en el mapa, de un cuerpo los misterios, las cicatrices, los colores, los arrepentimientos del amor.
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