“La expresión odorífera en esta obra de Laforet, en general, presenta una gama de absoluta felicidad. No cabría esperar otra cosa en una novela de la juventud y de la gloriosa libertad imaginativa, del aire libre y el sol”
OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces
23/02/22. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe su cuarto y último artículo sobre Carmen Laforet: “Aparte de los comentarios explícitos, también se referirá a España comparándola o, lo más interesante, refiriéndose a su país in absentia, al elogiar determinadas costumbres democráticas o las bibliotecas...
...e instituciones culturales y artísticas, dejando al lector la responsabilidad de comparar esa realidad americana con la que se vive en España”.
Relectura de Carmen Laforet en su centenario (y 4)
Pequeño tratado de perfumería laforetiana (I I)
La mujer nueva (1955) es una novela compleja, en la que hay adulterio, conversión, feminismo (“A veces decía nena como un martillo que estuviese cayendo sobre cada letra. Como una orden terminante. Siempre llamaba así a su mujer”, p. 24), asesinato sangriento, acoso sexual, crítica feroz del matrimonio (“Ya se sabe, Luisa, que la obligación de todo buen marido es reventar a su mujer. Si no, ¿en qué consistiría eso de la cruz matrimonial, que usted dice tanto?”, p. 258), problema del aborto (p. 256), guerra civil (pp. 79-99), entre otros muchos elementos. Leída ahora causa asombro por cómo fue admitida (y premiada) por el sistema cultural imperante entonces. No menos asombro causa verla encasillada como novela de tesis conservadora por los críticos de izquierdas (es un decir).
No escasean puntos de vistas muy heterodoxos sobre la religión: “A tu mujer le da ahora por hacerse monja carmelita y a ti se te pone tripa de canónigo… ¡Qué asco, caramba!” (p. 283). “Paulina empezó a relacionar el sentido religioso de la vida como una especie de amor a colores obscuros, a olor sucio, a carnes enfermas y blancas cubiertas de ropas espesas privadas del beneficio del sol” (p. 61). La carnavalesca celebración navideña le sugiere un cuadro de Solana:
A la gente que salía de las iglesias se mezclaba la mascarada. Grupos de personas medio borrachas, con panderos, zambombas y hasta caretas, daban gritos. Era una alegría ululante, lúgubre y gamberra, como en un cuadro de Solana.
Huele a crítica regeneracionista, institucionista. Esta y otras páginas recuerdan algunas, posteriores, de Tiempo de silencio (1962) de Luis Martín Santos, otra de las grandes novelas de la segunda mitad del siglo XX español.
También en La mujer nueva la protagonista vuelve a mostrar ese cerebro sinestésico -que de hecho debía poseer Carmen Laforet- y el desarrollo narrativo se trufa de correspondencias sensoriales muy llamativas. El olfato ayuda a la rememoración, como ocurre en el paseo de Paulina por el Retiro: “La sensación fue tan viva, que olvidó el parque que la rodeaba, y casi volvió a sentir el olor a zotal, y otro olor caliente de la sangre de su propio cuerpo, y el hedor especial de la manta que la cubría, una manta que había albergado muchos sudores de otras presas” (p. 303). [A Eulogio] “La lluvia y aquel olor de su tierra le traían recuerdos de muchos deseos sentidos a lo largo de sus treinta y seis años de vida” (p. 26).
Animo al leyente a percatarse de la magistral sensualidad de la que se vale Laforet para la captación de la realidad en este fragmento de La mujer nueva (p. 274), una descripción muy cinética donde el entrecruzamiento de todos los sentidos contribuye al dinamismo de la escena:
Antonio la vio empujar la puerta de un café […] y se resignó a seguir a Paulina hasta el interior de un local sucio, lleno de gente; hombres mal afeitados que jugaban a los dados, familias de clase media, novios. Olía a abrigos mojados y el ambiente estaba tan lleno de humo que ellos lo cortaban al atravesarlo. Las conversaciones, el ruido de la máquina exprés -que sacaba un líquido obscuro y espeso hirviente-, el tintineo de las cucharillas y un programa de radio, convertían aquello en algo terriblemente ruidoso.
Una fila de aperitivos viejos expuesta en el mostrador quitaba el apetito.
-Huele a todo, menos a café, ¿verdad?
Paulina lo decía de buen humor […].
Antes de pasar a otro libro, anotaré algunos ejemplos, sin mayor comentario, de la ductilidad de este mecanismo laforetiano empleado en La mujer nueva: “Olía a cuero nuevo, a oscura intimidad” (p. 101); “Olor a cerrado, a naftalina, a soledad” (p. 178); “[…] las cartas olían vagamente a pescado” (p. 181); [Una muchacha] “Olía delicadamente y relinchaba” (p. 205); “Un vago olor a polvos de talco” (p. 212); “Un olor a puchero, indefinible, antiquísimo. Un olor a cocido madrileño que se había ido pasando por espacio de cerca de dos siglos” (p. 233); “Olía a jaboncillo perfumado” (p. 233); “[…] aquel ligero olor de letrina que venía del patio, mezclado con el muy distinto y sabroso de la cocina, donde siempre había algo bueno […]” (p. 234); “[…] ropas que olían lejanamente a su propio sudor. Todo el cuarto estaba impregnado de su sudor, de su tabaco. Olía siempre indefiniblemente a él…” (pp. 234-235); “Olía a incienso y más pesadamente a humanidad” (p. 270); “Un aroma de castañas asadas llenaba el aire de vaharadas tibias” (p. 272); “Olían a medicamentos” (p. 294); “El barro olía, con un olor bueno, eterno” (p. 300); “Olor a grasa y carbón y hasta a cuero de maletas” (p. 318); “El calor levantaba un olor a cuero viejo, a pintura, a hule reseco en el interior del vehículo” (p. 320); “El ambiente de la estación, con su aire grisáceo y con su olor a carbonilla y los polvorientos rayos del sol […] (p. 320); “[…] olía a buena madera, al perfume de Concha y a la barra de labios con la que se retocaba” (p. 326); “A Miguel [el hijo de Paulina] el olor a sudor, a tabaco de hombre, a polvos baratos de mujer, a comida, que parecía impregnar el piso de los vecinos, le daba la sensación de que era el olor del misterio, de la felicidad, y hasta del calor hogareño” (p. 295).
Señala Benjamín Prado que el primer topo de la novelística española hace su aparición en La insolación (1963). Como casi toda la escritura de Laforet, esta novela esconde muchas sorpresas. Vuelve a estar aquí el fantasma de la guerra civil española, incluso a través de ese personaje de Anita, una adolescente tierna, sensible, original, vitalista y genial (a quien los honrados filisteos de turno tachan de puta y de loca), que, en un momento dado, exclama: “Aquí no hacen más que matarse los unos a los otros y después se visten de luto”. Otro elemento notable en la narración es el tema de la libertad del artista, tan presente en toda la escritura de Laforet: un Martín que quiere ser pintor plantea ese debate a partir de una cita de la Epístola a los Pisones de Horacio, aunque no resulta escuchado por sus compinches (p. 323).
Pero La insolación es, sobre todo, la novela del bello verano, del juvenil erotismo que recuerda el filme “Un verano con Mónica” (1953) de Ingmar Bergman, o evoca la atmósfera de enamoramiento que relató Giorgio Bassani en El jardín de los Finzi-Contini (1962), publicada en español al año siguiente, el mismo de La insolación.
La expresión odorífera en esta obra de Laforet, en general, presenta una gama de absoluta felicidad. No cabría esperar otra cosa en una novela de la juventud y de la gloriosa libertad imaginativa, del aire libre y el sol. En el final del primer capítulo ya florece esa correspondencia: “Martín, entumecido, cojeando, notó al entrar en el jardín como un golpe de felicidad. Olía a romero, a geranios, también a gallinero, pero a ráfagas, a jazmín” (pp. 22-23). También está en el final del capítulo III, tras la rotura del frasco de perfume de Adela y su enfado, con esa fragancia impregnando toda la casa, cuando se hace el silencio “y poco a poco volvieron los ruidos de la noche a sus oídos, los grillos, los ladridos espaciados y también el olor, aquel olor del jazminero invisible que llegaba a ráfagas” (p.54).
Viene asociado el olor muchas veces -como decía- a una sensación de bienestar: “Fue un momento en que todos iban quedando callados […] y entraba el olor de los pinos y del jazmín que brotaba allí mismo, pegado a los muros de la casa y los inundaba con su fragancia” (p. 79). “Respiraba el olor de los pinos envuelto en el canto rasposo de las chicharras. Y se sentía muy bien” (p. 125). La belleza de una noche de luna se remata con esta observación: “El olor del jazmín era tan fuerte que parecía proteger los muros del edificio” (p. 217). “Estaba atardeciendo y el pimentero daba su fuerte y maravilloso olor” (p. 255). “Se acabó el verano, aunque el jazmín olía con su olor a estío” (p. 261). “[…] se veían las ramas del jazminero que empezaba a dar su olor en la tarde” (p. 281). “Martín echó una ojeada a la gran cocina y a la ventana y respiró el olor que llegaba desde fuera” (p. 281). “Llegó del jardín un olor a tierra reseca y, a ráfagas, el olor del lejano jazminero” (p. 284). “[…] se sentía un gran descanso al escucharla [a Frufrú] entre el olor de las enredaderas al atardecer” (p. 340). “Anita y Frufrú olían al mismo perfume […]. Era un perfume como a maderas orientales” (p. 346). “Su cuerpo [de Carlos] olía a la sal, a las hierbas duras y amargas […] y al sudor limpio” (355). “Frufrú olía a esencia de jazmín, una esencia que a Martín le parecía muy buena. Después se dio cuenta de que Frufrú se había hecho un peinado de fiesta mezclando jazmines en su pelo, y estos jazmines daban aquel olor” (p. 297). En resumen, son olores del exterior, de la naturaleza, de la vida al aire libre, de la libertad y del bienestar, con la sola excepción de las “flores pequeñas, amarillas y de olor amargo” que Anita lanza a la fosa del perro muerto (p. 197).
Por el contrario, hay una serie de olores vinculados al interior, al sufrimiento, a la destrucción, a la miseria y a la negatividad. “Un olor a raíces llenaba la casa como si fuera un viejo invernadero” (p. 224); “[…] olía vagamente a leche agria” (p. 280); “[…] un traje viejo arrugado, pero aún con el olor a los armarios de su abuela” (p. 280); “Un olor de aceite fuerte, sin refinar, salía por la ventana de la cocina envuelto en un humo grasiento” (p. 332); “[el cuarto] olía a sudor y a angustia” (p. 375); “[en el cine] un olor a desinfectante barato y a botas de soldado se metía en la nariz” (p. 345). Estos olores son sintomáticamente vinculados a tres personajes y sus respectivas ubicaciones: el del escondite del topo Damián (“en un rincón estaba un cubo con tapadera que olía a demonios”, p. 236; “la peste del agrio sudor de Damián”, p. 256; “todo estaba como empapado de un aliento a madriguera salvaje”, p. 256), el del desinfectante de la clínica de don Clemente (pp. 166, 168, 171, 174) y el obsesivo asco de Adela embarazada que le ocasiona el olor de su hijastro Martín (en toda la novela).
Abandono estos apuntes de perfumería laforetiana para referirme, antes de terminar, a uno de los ejemplos de la escritora viajera. Invitada por el Departamento de Estado de USA, Carmen Laforet arriba el 5 de octubre de 1965 al puerto de NY en el Guadalupe de la Transatlántica. No sabe inglés, pero no se arredra, citando a los conquistadores del siglo XVI al comentar: “Uno puede, simplemente, escribir lo que ve”. En Paralelo 35 (1967), largo y delicioso reportaje, la autora escribirá más de su país que de lo que está viendo. Así, cuando le informan -Laforet es una flanêuse incansable- que Washington es una ciudad peligrosa, escribe:
Recordé la ciudad donde yo vivo: Madrid. Una ciudad ruidosa, de tráfico desordenado, con gentes pequeñitas y de mal humor en general; una ciudad que parece tan peligrosa y donde prácticamente no hay crímenes. Donde una puede pasearse de madrugada con la misma tranquilidad que al mediodía (pp. 16-17).
Aparte de los comentarios explícitos, también se referirá a España comparándola o, lo más interesante, refiriéndose a su país in absentia, al elogiar determinadas costumbres democráticas o las bibliotecas e instituciones culturales y artísticas, dejando al lector la responsabilidad de comparar esa realidad americana con la que se vive en España: “El criterio es de absoluta libertad dentro de la categoría artística. Jamás se pone veto, por ideas, a una adquisición literaria. Allí se encuentra todo” (p. 24). En el departamento de español de la Biblioteca del Congreso puede escuchar grabaciones de escritores hispanos: “y allí pude oír los poemas inigualablemente recitados por su autor, Nicolás Guillén, y, entre ellos, sus poemas antiyanquis” (p. 24). No dejará de anotar que “la Universidad norteamericana me pareció algo tremendamente serio”. En una visita a una escuela para adultos negros se percata de que “aquel ambiente que, en su pobreza, en su arrogancia, en su esfuerzo, me resultaba extrañamente familiar” (p. 44). Al encontrarse con Sender le comentará:
Usted no se acostumbraría ahora a una vida tan áspera como es la de España para los escritores. Usted no se acostumbraría a sentirse perdido en las bibliotecas, a tener que buscar cualquier material de estudio como un guerrillero solitario entre libros. Tampoco se acostumbraría a nuestras envidias, enemistades, rencillas… (pp. 190-191).
Uno de los intereses que guiaron por USA a Laforet fue el contacto con los emigrados españoles, como los isleños de origen canario de Luisiana, los científicos catalanes de Huston o los pastores vascos de Idaho, pero también -y sobre todo- con los intelectuales del exilio, con quienes se reúne: Josep Carner, Ferrater Mora, Jorge Guillén, Diego Catalán, Montesinos… Y, entre estos, con quien trabará una amistad hasta su muerte (en 2003 se publicó un emocionante epistolario entre los dos), Ramón J. Sender, uno de los grandes novelistas españoles del siglo XX, con el que pasa unas horas “indescriptibles”. Su admiración por él lo explicita en esta anotación: “Aragón da tipos humanos fuertes, sencillos, claros, que a veces toman proporciones de un Goya, un Joaquín Costa, un Luis Buñuel, un Sender” (pp. 189-190). Con Sender -dice- “notaba algo como una emoción de personas de la misma familia que no se han visto durante años y de pronto se encuentran” (p. 189). El último apunte sobre él es:
El milagro de Sender es que sigue viviendo en español y sigue escribiendo en un español viviente siempre nuevo y renovado. La nostalgia no le ha secado. Al contrario. Es como si llevara a dondequiera que va, tierra española pegada a la suela de sus zapatos (p. 191).
Laforet siempre porta encima su duende (“Mis ojos veían luces, paisajes y gentes que me llamaban la atención”); la guía, ante esos raros encuentros, termina por confesarle: “Nunca he encontrado a personas tan extrañas como yendo con usted” (p. 163). A Laforet le interesa la guerra de Vietnam, la Liga de Mujeres Votantes (a la que prefiere ir y perderse la visita al departamento de Física de Berkley), las comunidades negras, los barrios chinos y cae fascinada en New Orleans ante el blues y la música negra. Pero cuando unos estudiantes universitarios le preguntan por la guerra civil española, prefiere no comentar y anota esta explicación: “el tema era muy complejo, muy trascendental y requeriría mucho tiempo” (p. 242).
Nota. Las referencias están tomadas de las siguientes ediciones:
-Nada, en Novelas, Planeta, Barcelona, 1966 [1957].
-La isla y los demonios en Novelas, Planeta, Barcelona, 1966 [1957].
-La mujer nueva, Destino, Barcelona, 1956 [1955].
-Insolación, Planeta, Barcelona, 1972 [1963].
-Paralelo 35, Planeta, Barcelona, 1975 [1967].
Puede leer aquí los anteriores artículos de Miguel A. Moreta Lara