“Ambos tan vagabundos y tan silenciosos, tan soberbia, tan nítidamente arrimados a la naturaleza, al humanismo, a la historia de antes, de ahora y de siempre”
OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces
06/04/22. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana recomienda algunas lecturas: “Como en el caso de El infinito, unas gotitas de filología, una gran dosis de historia y lecturas clásicas, así como el añadido único de una evocadora y vivísima experiencia del paisaje, aseguran un viaje total al lector: la empatía y la lozanía de la escritura...
...de Belmonte (que no ahorra momentos de gracia, silencio y éxtasis, ante la tumba de Filipo II o ante una flor del azafrán) te traen las ruinas, los templos y el perfume de Macedonia hasta tu casa”.
Silencios y vagabundeos
“Quiero una imprevisible historia”
Edmundo O’Gorman
Durante el año 2021 se publicaron en España más de 87.000 títulos y más de 6.000 autores se autoeditaron los suyos, según datos muy fiables de la Agencia del ISBN (International Standard Book Number). Ante tanto ruido, no es extraño que la crítica literaria se haya licuado (¡gracias, señor Bauman!), tratando a los libros como cebolla picadita o sometiéndolos a punto de croché, por emplear una metáfora textil cara a Irene Vallejo.
Si rememoro a la escritora de El infinito en un junco (libro que, creo, ha instaurado -o rejuvenecido- una estela que recorren ahora otros muchos) es porque acaban de visitarme en Málaga mis amigos madrileños Nati y Gerardo con quienes hace décadas compartí travesías isleñas (por Inglaterra, Irlanda y Cuba) y juveniles caminatas (por el Pirineo navarro y la raya zamorana de Portugal) y me han ofrecido un pequeño gran libro, una jugosa y mínima enciclopedia de la investigadora y traductora vasca María Belmonte, En tierras de Dioniso. Vagabundeos por el norte de Grecia (Acantilado, 2021). Lo que hizo Irene Vallejo, en general, con el mundo grecolatino y su emulsionada percepción contemporánea, es lo que Belmonte consigue, pero focalizando en la Macedonia griega su vitalísima y particular incursión, tal como indica el subtítulo de su libro.
Como en el caso de El infinito, unas gotitas de filología, una gran dosis de historia y lecturas clásicas, así como el añadido único de una evocadora y vivísima experiencia del paisaje, aseguran un viaje total al lector: la empatía y la lozanía de la escritura de Belmonte (que no ahorra momentos de gracia, silencio y éxtasis, ante la tumba de Filipo II o ante una flor del azafrán) te traen las ruinas, los templos y el perfume de Macedonia hasta tu casa.
Muchas veces la autora persigue transmitir la emoción, aquilatar lo sentido más que lo visto. Para ello, se apoya en lecturas y vivencias de viajeras anteriores de sumo interés, como la feminista y escritora Vernon Lee, autora de La viajera sentimental [The Sentimental Traveller,1908], donde explica que:
Nuestra pasión por los lugares […] nacen, como todos los sentimientos intensos y profundos, no de las cosas exteriores, sino de nuestra propia alma […] Los lugares por los que sentimos tal amor ya han sido creados, antes de que los veamos, por nuestros deseos e imaginación; más que descubrirlos, los reconocemos cuando los vemos.
O como otra andarina y feminista inexcusable, Rose Macaulay, quien aborda el placer melancólico ante las ruinas y escribe en su Esplendor de las ruinas [Pleasure of Ruins, 1953]:
La literatura de todas las épocas ha expresado la belleza agridulce que emanan las ruinas, una sensación similar a la saudade: ese bien que se padece, ese mal que se disfruta. La atracción provoca en quien las contempla un placer morboso teñido de nostalgia, una especie de embeleso ante lo que vemos ahora y presentimos que fue.
Los cortos y sabrosos capítulos del libro deparan una lectura llena de sutilezas pero que no descuidan afinados acercamientos a la realidad de ahora: el dedicado a los monjes del monte Athos (territorio donde desde hace mil años no admiten mujeres, ni animales hembras ni eunucos ni jóvenes imberbes) no tiene desperdicio, ni tampoco el titulado “Locos del desierto, locos de Dios”, solo diez páginas que valen por toda una historia del cristianismo antiguo, esa historia de dominación masculina.
Volviendo, pues, de este vagabundeo alrededor de mi cuarto, mi amigo Álvarez de la Rosa me incita al descubrimiento de otro bocado exquisito, el Libro de los silencios (EDA, 2018) de Francisco Silvera, un raro escribidor que lamento no haber frecuentado antes, autor que esgrime un estilo samurai, afilado como catana, cortando palomas (o palabras) más blancas que las nieves que non son coceadas que dijo en delicioso alejandrino el Maestre Berceo.
Me zambullí en este sigiloso libro que me evocó enseguida, de mis lecturas juveniles, los mundos de Azorín y de Gabriel Miró (y de otro alicantino más que recién descubrí, Ángel Miquel Alcaraz, exiliado y muerto en México), atemperados por un delicado juanramonismo. Al culominar la lectura, leo en la contracubierta esas y otras tradiciones por las que transita el sensual universo que retrata Silvera en esta obra (Muñoz Rojas, Carvajal), que en alegre colofón exhibe algunas claves luminosas. Mira por dónde, he descubierto algunos mediterráneos en esos paratextos traidores.
El hilo que une las cincuenta perlas de que consta el Libro de los silencios es Lorenzo, el personaje de un filósofo ensimismado que se mueve y nos conmueve al ritmo de las estaciones. Lorenzo forma parte del paisaje: observa, nunca interviene, no actúa… Es un estoico, “un hombre monocromo, soltero, solitario y feliz", que piensa:
[…] la inocencia siempre es peligrosa; si hubiera otra guerra, cavila con la memoria lejana del vencido, morirían los mismos, de un lado y de otro, porque lo que uno no aprende es que el mundo no cambia […]
Lorenzo escucha, sabe escuchar, pero nunca entra al trapo, es un héroe del silencio, es un pequeño escéptico y las pocas veces en que interviene, lo hace de soslayo, socráticamente, con técnica mayéutica, como en este comentario dirigido a un padre que acaba de despotricar contra su propia familia:
-Y eso que la sangre tira, ¿no?
El azar y la amistad, que han emparejado en lecturas consecutivas estos dos libros tan diferentes, me llevan a imaginar contagiosas similitudes y estéticas lindantes: el de Belmonte tan excéntrico, europeo y universal; el de Silvera tan concéntrico, local y universal. Ambos tan vagabundos y tan silenciosos, tan soberbia, tan nítidamente arrimados a la naturaleza, al humanismo, a la historia de antes, de ahora y de siempre. Y entonces he recordado unas palabras del filósofo e historiador mexicano Edmundo O’Gorman, que confesó querer:
[ ... ] una imprevisible historia como lo es el curso de nuestras mortales vidas; una historia susceptible de sorpresas y accidentes, de venturas y desventuras; una historia tejida de sucesos que así como acontecieron pudieran no acontecer; una historia sin la mortaja del esencialismo y liberada de la camisa de fuerza de una supuestamente necesaria causalidad: una historia solo inteligible con el concurso de la luz de la imaginación; una historia-arte, cercana a su prima hermana, la narrativa literaria; una historia de atrevidos vuelos y siempre en vilo como nuestros amores: una historia espejo de las mudanzas, en la manera de ser del hombre, reflejo, pues, de la impronta de su libre albedrío para que el foco de la comprensión del pasado no opere la degradante metamorfosis del hombre en mero juguete de un destino inexorable.
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