“Desde el comienzo del libro, la escritora establece una opinión concluyente: ‘una mujer ha de disponer de dinero y de un cuarto para ella sola, si quiere escribir literatura’”

OPINIÓN. El lector vago. Por 
Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces


15/06/22. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre Virginia Woolf: “El texto de A Room of One’s Own (Hogarth Press, 1929) es la refundición de dos conferencias impartidas por Virginia Woolf en 1928 bajo el título de Las mujeres y la literatura a las estudiantes de dos colleges femeninos de la Universidad de...

...Cambridge, el Newnham y el Girton, los únicos dos que existían en 1941 frente a dieciocho colleges masculinos”.

Los fantasmas de Virginia Woolf

Para cualquiera que escriba, centrarse en su propio sexo resulta letal. Ser un hombre o una mujer a secas resulta letal; hay que ser una mujer con su lado masculino o un hombre con su lado femenino [one must be woman-manly or man-womanly] (p. 285).
Virginia Woolf, Un cuarto para ella sola

Como es sabido, el texto de A Room of One’s Own (Hogarth Press, 1929) es la refundición de dos conferencias impartidas por Virginia Woolf en 1928 bajo el título de Las mujeres y la literatura a las estudiantes de dos colleges femeninos de la Universidad de Cambridge, el Newnham y el Girton, los únicos dos que existían en 1941 frente a dieciocho colleges masculinos. Ahora celebramos la primera edición bilingüe con una nueva y espléndida traducción, como Un cuarto para ella sola (Cuadernos de Langre, 2022), a cuatro manos por Andrés Arenas y Enrique Girón, autores también de un delicado y elegante prólogo de once páginas absolutamente pertinentes y muy british. De este ensayo haría bandera buena parte de la intelectualidad feminista durante casi una centuria y en él la lectriz de hoy podrá encontrarse con una Virginia Woolf de cuerpo entero, con su ternura y su afilada hacha, con su irónica sabiduría y su estilo de afiligranada retórica: esas eran algunas de las armas que supieron esgrimir el llamado Grupo de Bloomsbury, un moderno círculo vanguardista que hizo literatura, arte, política y sexo sin despeinarse ni elevar tantito la voz.


Desde el comienzo del libro, la escritora establece una opinión concluyente: “una mujer ha de disponer de dinero y de un cuarto para ella sola, si quiere escribir literatura”. A partir de ahí, pasará revista a una serie de cuestiones tan sustanciales como brillantemente argumentadas, resultando un ensayo donde lo narrativo se une a lo vindicativo en dosis tan suave, tan sabiamente aplicadas, que tendré que caer en la trivial trampa de afirmar que “se lee como una novela” (de hecho, utiliza varios trucos típicos de la ficción). Una novela que, si nos situamos en el tiempo de entreguerras en que escribe Woolf, causaría muchos disgustos al sistema patriarcal académico, tan victoriano todavía en esos años: “No necesito odiar a ningún hombre; ninguno me puede ocasionar ningún mal. No preciso adular a ningún hombre; no tiene absolutamente nada que ofrecerme”. Porque, al fin y al cabo, también los hombres han sufrido la mala educación y la narradora clava el estilete con esta explicación:

También ellos, los patriarcas, los profesores, tuvieron un sinfín de dificultades, increíbles reveses que afrontar. Su educación en cierto sentido fue tan imperfecta como la mía. Generó en ellos defectos tan grandes como los míos. Sí, tenían dinero y poder, pero a cambio de albergar en su pecho un águila, un buitre, que les arrancaba las vísceras y les picoteaba las entrañas: el instinto de poseer, la avidez por adquirir que los lleva a codiciar siempre las tierras y los bienes de los demás; a establecer fronteras y banderas; a crear buques de guerra y gases venenosos; a sacrificar sus propias vidas y las de sus hijos (p. 113-115).

Una de las virtualidades del potente ensayo de Woolf son las muchas y sugerentes propuestas a las jóvenes a las que se dirige, convirtiendo el texto en una especie de disparadero, de diseminador de opiniones que han retomado muchas mujeres que han venido después. Una de estas ideas es la de recabar información sobre las mujeres de la época isabelina, alentando a las estudiantes a reescribir la Historia, una historia que las ha invisibilizado:

¿a qué edad se casaban las mujeres?, ¿cuántos hijos tenían por regla general?, ¿cómo era su hogar?, ¿disponía de un cuarto para ella sola?, ¿preparaba la comida?, ¿tenía un criado?

Hoy ya estamos en disposición de calibrar lo que se ha avanzado en los territorios de la investigación y en los estudios de la mujer, casi siempre por iniciativa de las propias mujeres (ya lo decía Woolf: “la ciencia no carece de sexo; la ciencia es un hombre, y está infectada, además”), pero piénsese en lo revulsivo de esa afirmación y muchas otras repartidas a lo largo de los seis capítulos en que está dividido el libro, como, por ejemplo, al preguntar por qué las mujeres son más pobres que los hombres o al asegurar que dentro de un siglo las mujeres dejarían de ser un sexo protegido.


Virginia Woolf llama la atención sobre la anonimia (y pseudonimia) a la que se vieron -y se han visto hasta hace poco- abocadas las escritoras, citando los casos de Currer Bell [Charlotte Brontë], George Elliot [Mary Ann Evans] o George Sand [Aurore Dupin]. Los traductores recuerdan en una nota los casos de las españolas Fernán Caballero [Cecilia Böhl de Faber], Gabriel Luna/Colombine [Carmen de Burgos] y Víctor Catalá [Caterina Albert]. La nómina es extensa y universal: Felipe Centeno/Ariel [María Luz Morales], Isak Dinesen [Karen Blixen], Evelio del Monte [Josefa Pujol de Collado], Ellis Bell [Emily Brontë], Félix de Haro [Teresa de Escoriaza], Manuel Pinedo [Norah Borges], Fray Jacobo [Eva Canel], Gracián Quijano [Francisca Sáenz de Tejada], Gabriel de los Arcos [Teresa Arróniz], etc. Protegerse tras un alias masculino para sortear la agresividad machista de los críticos es una de las estrategias que las mujeres dedicadas a la literatura tuvieron que emplear en muchas épocas. Sería muy instructivo investigar y desvelar estos casos, aunque más revelador y sabroso sin duda sería exponer las historias de los hombres que asumieron como propias las obras y trabajos de sus compañeras, y también esta nómina es larga: María de la O Lejárraga [Martínez Sierra], Colette, Agnes Kinloch [Kingston], etc. Del mismo modo, cómo no, habría que incluir otro listado en que el alcance de la intervención de manos femeninas aún no ha sido todavía evaluado: las secretarias (en obras de Bertolt Brecht), Julia Allard (en las de su marido Alphonse Daudet), Laure Le Poittevin (en las de su hijo Guy de Maupassant), Vera Nabokov (en las de su marido Vladimir Nabokov), etc. El sentido del humor no oculta en la obra de Woolf propuestas de gran calado crítico:

La historia de la oposición masculina a la emancipación de las mujeres es quizá más interesante que la propia historia de la emancipación. Resultaría divertido escribir un libro sobre ello [p.159].

Según Woolf, la literatura es una de las profesiones más baratas y asequibles para la mujer de su época. El punto de partida (“un cuarto para ella sola y 500 libras de renta”) podrá ser calificado de materialista o de obvio: sin embargo, la mujer que quiera dedicarse a la literatura (y escribir es un inútil desvarío, “an useless folly”) deberá lidiar además con ciertos fantasmas, como “el ángel de la casa” y otros prejuicios, pero, sobre todo, deberá escribir como mujer (luego aludiré a su teoría del andrógino) y no escribir nunca como hombre (por más que valore a Shakespeare, a John Donne y a Walter Scott):

El libro deberá adaptarse en cierto modo al cuerpo, y me atrevería a afirmar que los libros de las mujeres deberían ser menos extensos, más condensados que los de los hombres; y estructurados de tal modo que no requieran largas horas de trabajo constante e ininterrumpido (p. 217).

Con “el ángel de la casa” se refiere a la imagen de la mujer ideal y tópica, la mujer sacrificada y sin deseos propios, atenta a los deseos y opiniones ajenos. La educación debería -propone Woolf- poner en evidencia y fomentar las diferencias sexuales en lugar de las semejanzas, para llevar a cabo el programa literario pensado por ella. De hecho, como si fuera una pionera LGTBi -está hablando a muchachas británicas en 1928-, la bloomsburiana y modernista les confiesa que “no hace falta ser ni el Dr. Johnson ni Goethe, ni Carlyle ni Voltaire” y que

Sería una verdadera pena que las mujeres escribieran como los hombres, o vivieran como ellos, o se parecieran a ellos, porque […] ya de por sí los dos sexos resultan insuficientes, considerando la dimensión y la diversidad de este mundo […] (p. 241).

Pero no se engañen, porque enseguida y ya casi al final hace un elogio del autor andrógino (Shakespeare, Proust, Keats, Sterne, Cowper, Lamb, Coleridge) frente a los de “excesiva virilidad” (Milton, Ben Jonson, Wordsworth, Tolstói), convirtiendo su libro en un original tratado, donde no escasean muy personales, definitivos y atinados juicios, que recuerdan al expurgo de la biblioteca de don Quijote, no dudando en despachar por toscos y faltos de sugestión a los nobel Galsworthy y Kipling o criticar la “masculinidad desaforada” de la literatura fascista.


También, en otros artículos y ensayos, Virginia Woolf dejó muestras de acerados escrutinios literarios que debieron hacer temblar las viejas maderas de las cátedras de Oxbridge (OxFord + Cambridge), aunque fue considerada por The Times Literary Supplement como “la más brillante ensayista de Inglaterra”. No me resisto a citar una divertida página de un artículo de 1924 publicado en la revista Vogue titulado “Indiscreciones”, donde la figura del romántico Byron queda así (re)tratada:

Jamás hubo mujer alguna que amara a Byron; todas cedían a los convencionalismos; hacían lo que les decían que debían hacer; enloquecían por encargo. Intolerablemente condescendiente, inefablemente vanidoso, con aspecto de maniquí de barbero para exhibir pelucas, mezcla de matón y perrillo faldero, ahora mandando despóticamente, ahora nadando en los vapores de la palabrería sentimental, tedioso, egoísta, melodramático, el personaje Byron es el menos atractivo en la historia de las letras. Pero no debemos sorprendernos de que todos los hombres estuvieran enamorados de él. Entre hombres, tuvo que ser irresistible, brillante y valeroso, deslumbrante y satírico, enérgico y tremendo, conquistador de mujeres y compañero de héroes, todo lo que los hombres fuertes creen ser y lo que los hombres débiles en ellos envidian. Pero, para enamorarse de Byron, para gozar plenamente de Don Juan y sus cartas, es preciso, evidentemente, ser hombre, o, si se es del sexo opuesto, disimularlo.

Antes de acabar esta reseña, en la que no puedo entrar a comentar las múltiples sugerencias de Un cuarto para ella sola -una cumbre de la Woolf crítica, lectora y ensayista-, me referiré al tema del cuerpo y del lesbianismo de su autora, temas que quedan apuntados en varias partes del libro y que le preocupó como una cuestión profundamente política. En este y en otros escritos ya dejó huellas de una crítica de la razón sexual patriarcal que ella relacionaba con “el Imperio Británico, nuestras colonias, la Reina Victoria, etc.”. También apuntó al nexo de la división de sexos y la represión sexual con los roles conducentes al militarismo y a la beligerancia de los programas del nazismo y del fascismo.

En el año 1928, el mismo en que impartió las conferencias que darían lugar a Un cuarto para ella sola, Virginia Woolf y el novelista Forster dirigieron un escrito a la prensa protestando por la prohibición de la novela lésbica The Well of Loneliness [El pozo de la soledad] de Radclyffe Hall, una novela que se convirtió -debido al escándalo más que a su calidad literaria- en una novela de culto, que venía además avalada por un prólogo del sexólogo pionero Havelock Ellis, cuyos Estudios de psicología sexual fueron traducidos al español en 1912 y publicados por la editorial Reus en siete tomitos. No está de más recordar que dos de ellos (La selección sexual en el hombre y El sexo en relación con la sociedad) se debieron a la malagueña Isabel Oyarzábal, aunque su nombre no aparecía, sino el de su marido Ceferino Palencia.

Vuelvo al año 1928, el mismo en que Woolf publica Orlando: una biografía, basada en su relación con Vita Sackville-West, otro clásico del panteón de la narrativa lésbica, donde brillan, entre otras, Gertrude Stein, Marguerite Yourcenar, Colette, Djuna Barnes o Katherine Mansfield. Si la cultura británica no fuera tan orgullosamente insular y hubiera mirado (y traducido) otras literaturas, quizá -se me ocurre imaginar con una sonrisa- la gran Virginia podría haberse percatado de que, en un país vecino, Ángeles Vicente, una autora coetánea suya, publicó en 1909 Zezé, una novela de temática lésbica que también gozó de una recepción crítica misógina y agresiva, o de que un dramaturgo genial, Cipriano Rivas Cherif, estrenó en 1929 en Madrid una obra de la misma temática, Un sueño de la razón.


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