“No diré nada de iglesias, conventos, museos, capillas, bibliotecas, galerías, plazas y cafés antiguos: ya no aprendo casi nada de eso, lo cual devalúa cualquier viaje”
OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces
01/04/24. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe de la lectura en los viajes: “Recuerdo una frase de un autor del siglo XV que descubrí en un viaje por Alemania, Sebastian Brant, que advirtió en uno de sus grabados de La nave de los necios: “Viajar no es ningún honor especial, a no ser que se aprenda especialmente”...
...Y me lo aplico con total seriedad”.
Biblioteca de aeropuerto (y tres libros de vuelta)
Y así fue que llegamos a nuestro destino, la ciudad italiana donde durante una semana apenas sobreviví a un síndrome de Stendhal tan pertinaz como la lluvia de febrero. Tanta lluvia, que desistí de escribir ninguna hoja que caería en las aguas negras de este lacrimoso cielo preprimaveral.
No diré nada de iglesias, conventos, museos, capillas, bibliotecas, galerías, plazas y cafés antiguos: ya no aprendo casi nada de eso, lo cual devalúa cualquier viaje. Recuerdo una frase de un autor del siglo XV que descubrí en un viaje por Alemania, Sebastian Brant, que advirtió en uno de sus grabados de La nave de los necios: “Viajar no es ningún honor especial, a no ser que se aprenda especialmente”. Y me lo aplico con total seriedad. Solo me detuve para aprender especialmente en la luz blanca y verdosa del mármol en la noche; y en la belleza renacentista de la escanciadora de un rubio prosecco; y en los aspavientos de otro camarero cuando rechazamos una bistecca y reclamamos verduras; y en la vitrina de una sombrerería donde pienso adquirir un cappello de vivo carmín o ese otro de verde esmeralda, pero siempre que paso por delante (está en la callecita de nuestro hotel) se encuentra cerrado, así que se frustra mi esperanza de emular la alegría sombreril de Héctor Márquez; y ante esa vieja Casa Guidi donde vivió y escribió la delicada Elizabeth Barrett Browning, autora de “los sonetos más espléndidos escritos en cualquier idioma, desde los de Shakespeare”, tal como afirmó su enamorado marido, Robert Browning, receptor de los 44 Sonetos del portugués, en el penúltimo de los cuales se pregunta Elizabeth (y se contesta):
How do I love thee? Let me count the ways.
I love thee to the depth and breadth and height
My soul can reach, when feeling out of sight
For the ends of Being and ideal Grace.
I love thee to the level of everyday’s
Most quiet need, by sun and candlelight.
I love thee freely, as men strive for Right.
I love thee purely, as they turn from Praise.
I love thee with the passion put to use
In my old griefs, and with my childhood’s faith.
I love thee with a love I seemed to lose
With my lost saints, -I love thee with the breath,
Smiles, tears, of all my life!; and, if God choose,
I shall but love thee better after death.
De las muchas versiones de este poema existentes en español, les copio aquí la primera que leí, la de la exiliada Ernestina de Champourcin, en prosa, publicada en México (1942):
¿Qué cómo te quiero? Déjame contar de cuantos modos. Te quiero con la hondura, el aliento y el impulso a que mi alma alcanza, cuando busca más allá de todo, los fines del Ser y de la Gracia Ideal.
Te amo al nivel de las necesidades cotidianas, a la luz del sol y de la lámpara. Te amo libremente, como luchan los hombres por la Justicia; te amo puramente, como se desvían de la lisonja;
te amo con la pasión que puse en mis antiguas penas, y con la fe de mi infancia; te amo con el amor que creí perder
con mis perdidos santos, ¡te amo con el aliento, las sonrisas, las lágrimas, de toda mi vida! Y -si Dios lo permite- te amaré mejor después de la muerte.
De los tres libros que me acompañaron en el regreso comencé por el autor más reciente, el triestino Italo Svevo (1861-1928), amigo y colaborador de James Joyce. En los relatos de su Corto viaje sentimental se retrata a sí mismo (Svevo era un gran seguidor del psicoanálisis freudiano), al tiempo que muestra su obsesión por el mundo y la psicología de las mujeres, de quienes habla siempre con admiración, no exenta de ambigüedad: “Toda admiración por una mujer entraña deseo. Se les atribuye inteligencia o sufrimiento, todo para hacer más sabrosos aquellos labios que querría uno besar”. Svevo es un peregrino sutil, al que le gusta conocer a los eventuales compañeros de viajes, pero no demasiado: “Bastaba con la compañía prolongada de una sola persona para que desapareciera la gran libertad del viaje”.
Heinrich Heine (1797-1856) fue también un gran viajero, obligado por su ascendencia judía que lo convirtió en un paria en su propia sociedad y en extranjero en su exilio francés. En Alemania prohibieron desde muy pronto sus libros. Amigo de Karl Marx y acerado polemista, sería muy leído por los románticos españoles, aunque él mismo fue consciente de que estaba enterrando el romanticismo e inaugurando la modernidad del capitalismo, el “Estado ladrón organizado”. Uno de sus mayores éxitos lo tuvo con Die Harzreise (‘El viaje de Harz’, 1826). De su tragedia Almansor, que sitúa tras la entrega de Granada a los Reyes Católicos, es muy recordada la cita alusiva a la quema de los libros nazaríes: “Eso fue sólo un preludio, cuando quemas/libros, también terminas quemando gente”. El estilo fragmentario, irónico y juguetón de su prosa permite que aún hoy leamos con gusto, además de la poesía, sus Noches florentinas, que tienen poco de florentinas y mucho de su maestro en viajes Laurence Sterne (1713-1768).
De este último es el tercer título que alberga mi mochila y el más divertido de los tres. Quizá porque, tras muchos años, aún me cuesta retener la risa cuando recuerdo la gozosa lectura de su obra cumbre, la quijotesca y vanguardista La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy en la traducción que nos regaló Javier Marías. Volviendo al envejecido tomito de Bruguera, el Viaje sentimental por Francia e Italia es una deliciosa puesta en práctica del auténtico viaje, nada de mandangas teóricas. Al comienzo del libro, Sterne se permite una clasificación de los tipos de viajeros, un catálogo ineludible: viajeros ociosos; viajeros curiosos, viajeros embusteros y viajeros vanidosos; viajeros melancólicos; viajeros por necesidad (viajeros felones y delincuentes, viajeros inocentes e infortunados, simples viajeros); y, finalmente, el viajero sentimental (o sea, él).
El autor, con muy franca disposición, llega a confesar que “aun en medio del desierto encontraría motivos para amar”. Lo que interesa al viajero Sterne son los casos concretos, la mutua comprensión y la mutua amistad. Solo referiré uno de estos casos: tras unas reflexiones sobre las costumbres góticas y la grosería de los pueblos, relata una excursión con una cierta Madame de Rambouillet. La dama hace detener el carruaje y desciende. El caballero la interpela acerca de la razón de esa parada en medio del campo. La señora le aclara su intención: “Rien que pisser”. El comentario de Sterne no tiene desperdicio: “Si yo hubiera sido el sacerdote de la castísima Castalia, no hubiera mostrado un decoro más respetuoso cerca de su fontana”.
Creo que Sterne me ha convertido en un viajero afectuoso, gastroespiritual y algo libresco. Mientras me reponía del impacto de ese mármol perfecto de Michelangelo, en la librería escogí un tomito de poesía erótica bizantina (siglo XIV) traducida del griego al italiano y leí amorosamente:
Una ragazza vestita di verde siede alla finestra;
ha gli occhi belli davvero più di uno zaffiro.
Se la torre avesse un passaggio e il mare un ponte,
passerei per baciare le tue labbra scarlatte.
[La muchacha de verde sentada a la ventana;
tiene en verdad los ojos más bellos que un zafiro.
Si la torre tuviera paso y el mar un puente,
pasaría a besar tus labios escarlatas.]
Puede leer aquí los anteriores artículos de Miguel A. Moreta Lara