“Antes de leer este libro uno sabía -por deformación profesional y por haber frecuentado sus obras completas- que Teresa de Jesús era, sobre todo, una excelente prosista: ahora, tras tantas peregrinas y reposadas páginas del poeta Antonio Piedra, se nos descubre que esta escritora es una enorme poeta”

OPINIÓN. El lector vago. Por 
Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces


10/06/24. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre el libro ‘Una hermosura extraña. La construcción poética en Teresa de Jesús’, de Antonio Piedra: “Uno de los temas que más me atrajo de este acercamiento al mundo vital y literario de la famosa monja fue el de su biblioteca personal, los libros que la formaron,...

...los que disfrutó y los que se le negaron. Sus lecturas no fueron un camino de rosas, tampoco el de su escritura: la licencia canónica para imprimir sus obras no llega hasta 1586, cuatro años después de su muerte”.

Teresa y los libros

¿Quién os trajo acá, doncella,
del valle de la tristura?
-Dios y mi buena ventura.
Teresa de Jesús

Estaba uno entreteniendo, con provecho y no poco placer, los trabajos y los días con relecturas de Wislawa Szymborska, de Carmen Laforet y de Carlota O’Neill, cuando decidí sumergirme en un ensayo de lectura exigente y despaciosa, de extraño y hermoso título: Una hermosura extraña. La construcción poética en Teresa de Jesús de Antonio Piedra (BAC, Madrid, 2023) con prólogo de Antonio Carvajal.

Confieso que uno de los temas que más me atrajo de este acercamiento al mundo vital y literario de la famosa monja fue el de su biblioteca personal, los libros que la formaron, los que disfrutó y los que se le negaron. Sus lecturas no fueron un camino de rosas, tampoco el de su escritura: la licencia canónica para imprimir sus obras no llega hasta 1586, cuatro años después de su muerte.


La lectura obsesiva de libros de caballería resulta, como es sabido, un lugar común en la biografía de Teresa de Jesús (1515-1582). Los entendidos en la obra y la vida de la monja han sacado mucha agua de ese pozo y de su “docta ignorancia”. Ella misma dejó constancia de su gustosa afición, como en el Libro de la vida: “Era tan extremo lo que esto me embebía que, si no tenía libro nuevo, no me parecía tenía contento”. Sin embargo, Piedra -toreando el tópico- recuerda la diversa biblioteca que la monja se embaulaba desde la infancia (su familia leía libros en romance), para acabar, desde su ingreso en el monasterio de Santa María de Gracia, frecuentando la amistad de los “buenos libros”, o sea, las Epístolas de san Jerónimo, el Tercer abecedario espiritual de Francisco de Osuna, los Morales de san Gregorio o las Confesiones de san Agustín, entre otros.

Trae a colación Antonio Piedra que a santa Teresa se le podría aplicar la máxima schopenhaueriana del arte de no leer: “Para leer lo bueno es necesario no leer lo malo”. No hay que perder de vista que el Índice de libros prohibidos (Valladolid, 1559) debió suponer una férula a las ansias lectoras de Teresa de Jesús, por más que Francisco de Borja la animara en sus dudas espirituales. Una de las originalidades del estudio de Piedra es cuestionarse todo a la luz de la obra teresiana y no duda en entrar a saco en ella. Por ejemplo, ¿leyó Teresa la Biblia? A pie juntillas Piedra -según delata la obra teresiana y él ejemplifica la mar de bien- opina que sí.


Otro de los asedios absolutamente novedoso -al menos para el ignaro que suscribe- es la presunta ausencia de poética en la obra teresiana (quien escribió en prosa y en poesía, no lo olvidemos) y al análisis del “alma boba de Teresa” se emplea con profunda ironía en su magistral ensayo Piedra:

No podía ser escritora porque no era letrada, no podía ser letrada porque era mujer, no podía ser mujer en plenitud porque era una monja, y tampoco, ay, podía ser poeta porque, sencillamente, es lo que le faltaba a una iletrada, a una mujer, y a una monja.

El autor hace numerosas calas y comparaciones entre las poéticas platónica/aristotélica y la teresiana, a fin de poner orden en esa pretendida ausencia en la que se empecinó el canon, el sistema y el tomo académico (o “los figurones literarios”, que diría nuestra malagueña María Rosa de Gálvez). La compleja personalidad de la escritora deviene, en la pluma de Antonio Piedra, original y cristalina escritura: “El guiso del alma depara manjares exquisitos”. De los muchos contemporáneos que retrataron a la santa, aducidos por el autor, están su sobrina Teresita de Ahumada (“tenía en toda ella un no sé qué tan de sustancia”), su confesor Francisco de Ribera o fray Luis de León, pero el romance de Luis de Góngora se lleva la palma:

dividida en dos fue entera,
medio monja y medio fraile,
soror Ángel, fray Teresa.


El temblor transgenérico de estos versos me avientan a lo escuchado recientemente de boca de una laureada y joven novelista: ¡que santa Teresa era la madre de todas las punkis! Angelical boutade, que una figura como Teresa encajaría sin arrugarse un milímetro: al fin y al cabo, ese casi exabrupto parecía sugerir que la escritora del siglo XVI era más feminista que la ministra del ramo. Dejemos este hilo, porque lo interesante es que la anécdota transcurrió durante la presentación de una rara novela (si acaso fuese novela) de Ramón J. Sender que yo tenía leída en México en su primera edición (Zeus, 1931). El libro de marras se titula El Verbo se hizo sexo (Teresa de Jesús) y mi ejemplar perteneció al médico, dibujante y escritor Juan Somolinos Palencia, nieto de Isabel Oyarzábal, otra preclara malagueña. El título que da Sender a su libro es intencionadamente engañoso y ya lo aclara en su prólogo:

Diciendo que el Verbo se hizo sexo […] se dice escandalosamente algo de lo más puro que hay dentro. Claro está que yo no creo que el Verbo se hiciera sexo. Para ello habría que creer antes en el Verbo. Uso esa palabra porque alguna hay que dar a las potencias del espíritu, a la flor y la espuma de la pobre inteligencia humana.

Uno no sabe si existe una literatura creada por santos, pero después de habérmelas con Una hermosura extraña ya estoy a punto de ver la luz. El edificio levantado por Antonio Piedra, recopilador de las experiencias teresianas y del catálogo de refinadas presencias poéticas, se sostiene a través de un demorado filtro de determinadas frecuencias léxicas en toda la obra de la santa: gusto, contento, apetito, amor, hermosura, deleite, belleza: Piedra, el palabrista acuciante. No se piense que el autor recae en la telaraña de lo que critica (la insidia del tomo), a la luz de sus reiteradas referencias al sistema tomista, al neoplatonismo, al kantismo, etc., sino que “lo bello es difícil” (Platón). Confiesa Piedra que en la escritura deconstructiva de este ensayo tuvo sus intercambios con dos maestros de la literatura española: José Jiménez Lozano y Antonio Carvajal. Aquí podríamos ponernos a reflexionar sobre lecturas ligeras y lecturas serias, pero antes de leer este libro uno sabía -por deformación profesional y por haber frecuentado sus obras completas- que Teresa de Jesús era, sobre todo, una excelente prosista: ahora, tras tantas peregrinas y reposadas páginas del poeta Antonio Piedra, se nos descubre que esta escritora es una enorme poeta (o poetisa, que ya no sé lo que se lleva ahora). Una hermosura extraña la de Teresa. Una extrañeza hermosa la de Piedra:

Y así cantando, como lo hacen los poetas de todos los tiempos, fue como Teresa llegó a la poesía para escribir, según su propósito, la canción amorosa más larga, compleja y elaborada que se haya escrito, tanto en verso como en prosa o a la vez, en el siglo XVI.

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