“En los Espejos de la nada asistimos a una lectura de Tsvietáieva desde Zambrano, a la de Zambrano desde Tsvietáieva y a la de ambas desde Marifé Santiago”
OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces
14/10/24. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre el libro ‘Espejos de la nada. Marina Tsvietáieva y María Zambrano’, de Marifé Santiago: “Estas dos grandes autoras de la Edad de Plata, a la que ambas pertenecen dentro de la cultura de sus respectivos países. Las dos vivieron con intensidad el arte, el amor y...
...el exilio. Y este ensayo deja poéticamente negro sobre blanco que Tsvietáieva y Zambrano son un momento único y perdurable de una manera de escribir desde el universo femenino”.
El aroma de la mandarina
Se es de donde queda prendida la mirada
María Zambrano
Yo toda soy un manuscrito
Marina Tsvietáieva
Renuncio a mayo, a octubre renuncio.
Pero sabedlo:
no me dejaré quitar la lira de oro.
Serguéi Esenin
En la obra de Marifé Santiago (y con obra me refiero a poemarios, ensayos, novelas, conferencias y artículos) hay faros, semillas y claros del bosque que definen su escritura: uno de los más potentes es la reflexión acerca de la creación poética, de la convergencia de poesía y pensamiento, sin desdeñar otras presencias zambranianas que recorren el discurso de Marifé, como la infancia, la razón poética, la memoria o el lugar de la palabra. Lo mismo ocurre con la poesía y la vida de la gran Tsvietáieva. Por eso, no es una sorpresa que aborde en un libro lleno de destellos y sugerentes reflejos [Espejos de la nada. Marina Tsvietáieva y María Zambrano (Báltica, 2020)] a estas dos grandes autoras de la Edad de Plata, a la que ambas pertenecen dentro de la cultura de sus respectivos países. Las dos vivieron con intensidad el arte, el amor y el exilio. Y este ensayo deja poéticamente negro sobre blanco que Tsvietáieva y Zambrano son un momento único y perdurable de una manera de escribir desde el universo femenino:
Deberíamos reclamar la oportunidad de escuchar sus advertencias de Casandras ignoradas, de Ofelias a quienes se intenta enloquecer, de Antígonas que optan por la ley del corazón y la dignidad, de Ariadnas que ofrecen el hilo que salva.
Una idea que reclama Marifé Santiago es la de acudir a los márgenes de la escritura literaria. Se lo tenemos leído en muchas de sus obras, como en Reflexiones a la orilla del tiempo (2022), donde afirmaba: “Quiero saber qué estamos dispuestos a guardar de la historia reciente y de la que todavía no está escrita porque está palpitando a nuestro alrededor”. Las memorias, las cartas, los encuentros e intervenciones orales (no reguladas por el canon) devienen textos de indudable valor literario:
Esa genealogía de las mujeres, la parte de atrás de los textos que han sido seleccionados por el canon común, se halla en los pliegues, en las esquinas, en los rincones y en las palabras que esa comunidad canónica ha ignorado. Los diarios, la correspondencia de las mujeres la conservan.
Decía Goethe que “No se conoce sino lo que se ama”. En un sugestivo artículo George Steiner, donde analizaba la correspondencia y el intercambio de poemitas entre Hannah Arendt y Heidegger, explicaba el poderío del eros en la conformación del pensamiento de los amantes. Así, la poliamorosa Tsvietáieva escribe a uno de sus idilios (¿cerebral? ¿terrestre?):
Ahora sé y se lo digo a todos: no necesito que me amen, necesito -que me entiendan. Para mí eso es -el amor. En cambio, lo que usted llama amor (los sacrificios, la fidelidad, los celos), guárdeselos para otros, para otra -yo no los necesito. Yo solo puedo amar a un hombre que en un día de primavera prefiera un abedul a mí. Es mi fórmula.
El alma desmedida de Marina Tsvietáieva acoge amores y enamoramientos (una biógrafa recoge 21 de estas relaciones), idilios necesarios para activar su escritura: “Del amor solo sé una cosa: sufrir como una bestia -y cantar”. Ella siempre cantaba.
En una carta a Renata Schweitzer, la joven poeta alemana con la que mantuvo un romance epistolar en sus últimos años, Boris Pasternak le agradece y comenta un poema de Li Po enviado por Renata (“¿Cuánto tiempo dura el aroma de la mandarina/ en la mujer que la ha escondido/ bajo el brazo?”). Pasternak le escribe: “incluso lo más subjetivo, si se observa y denomina correctamente, concierne a todos”. En el triple vaivén que nos propone el discurso de Espejos de la nada, los lectores, las lectrices nos sentimos concernidas.
El idilio epistolar de Marina Tsvietáieva con Boris Pasternak duró más de una década y en una de sus cartas, le expresaba: “Boris, no me gusta la intelligentsia, no formo parte de sus filas, es pura apariencia. Me gusta la nobleza y el pueblo, la floración y lo más recóndito de la tierra”. Tsvietáieva, como le escribió a Rilke (“en la isla en que nacimos”), habría de sentirse aislada: ignorada, maldecida, perseguida, ninguneada por blancos y rojos, como es sabido. Ese sentimiento de exclusión, escribe la novelista francesa Lydie Salvayre (premio Goncourt y descendiente de exiliados republicanos españoles), tiene varias causas: repugnancia a pertenecer a cualquier círculo, una obra a contracorriente de las tendencias de la época, desdén ante la verborrea de los escritores contemporáneos, desprecio de las iglesias triunfantes (políticas y literarias), pero sobre todo por la desconcertante modernidad de su escritura y su libertad de espíritu que “nadie pudo amordazar y que todos temían”. Cuando en el exilio francés demandó ayuda o intentó contactos, fue rehuida: Pierre Mac Orlan, André Gide, Paul Valéry o Jean Paulhan, entre otros, ni siquiera respondieron a sus cartas.
La conciencia poética revolucionaria, dejó escrito María Zambrano, nos llega de tres momentos franceses: la búsqueda de la felicidad y el placer de los autores dieciochescos; el moralismo y misticismo de los románticos; y la conciencia del pecado y de la embriaguez de Baudelaire (“Poesía y revolución”, Hora de España 18). La revista Hora de España -bajo la sombra paterna de Antonio Machado- ejemplifica la continuidad de la cultura en España, el hilo dentro del laberinto, en aquellos años cuando se intentó hacer colapsar la inteligencia y la dignidad. Para María Zambrano la expresión de esta continuidad es la conciencia poética y su garante, entre todos, es el poeta, y el filósofo también, mas en oficio de poeta. Y el poeta necesitaría ser filósofo o crítico recogedor de la historia. Y el novelista, poeta también y crítico, recogedor de la historia. Esta es la función cosechadora que ha ejercido en su ensayo la poeta, narradora y filósofa Marifé Santiago.
En su artículo “La reforma del entendimiento español” (Hora de España 9) aboga Zambrano por los valores de la convivencia, razón y justicia: esperanza de un Estado nuevo, diferente al de “generales soberbios, políticos logreros, frailes sin escrúpulos y trampa, trampa por todas partes”. La filósofa, pendiente de la realidad, reflexiona: “Y así, mientras el pueblo seguía su vida de imágenes, su vida de historia verdadera que crea porvenir, su memoria de imágenes, comienza la pelea entre el intelectual liberal y el llamado tradicionalismo; entre la voz que clama en el desierto y los que movían los figurones de cartón metiéndose bajo ellos para asustar” (“El español y su tradición”, Hora de España 4).
Para quienes han olvidado la palabra ternura, pueden imaginarse la infinita tristeza, el alma grande de Marina Tsvietáieva, asomada sobre un puente al río Moskova en la primavera de 1919 y musitando: «No es necesario morir para estar muerto». Era una presencia que anda por una hermosísima novela de Marifé Santiago Bolaños, La canción de Ruth (2010), donde una muchacha sonámbula de quince años dibuja planos de casas en las que sus habitantes puedan ser felices, rescatando de la infamia las palabras del Zohar:
Ayer estábamos aquí y mañana ya no estaremos, pero incluso en nuestra ausencia permaneceremos siempre y no solo en el recuerdo que hayamos dejado, sino verdaderamente en los otros, porque un hombre lleva en su interior a todos los hombres.
En Reflexiones a la orilla del tiempo (un cuaderno de bitácora, un tratado del té, una autobiografía emocional), el espectro de Tsvietáieva aparece siempre:
Vuelve Marina Tsvietáieva a nuestra conversación, a las palabras y a los silencios. Vuelve la poesía. Vuelven los años que ya perduran porque nos pertenecen y se albergan en la conversación que desteje nudos, que limpia la maleza, que lleva al claro de todos los bosques de la dignidad.
En los Espejos de la nada asistimos a una lectura de Tsvietáieva desde Zambrano, a la de Zambrano desde Tsvietáieva y a la de ambas desde Marifé Santiago. Pero también a la de Marifé Santiago por quien se asome a estos espejos, donde resuena la música de la razón poética, “razón poética de honda raíz de amor”. Afirmaba María Zambrano que “el poeta es un legislador” y que -reflejo de Goethe- “el amor requiere siempre conocimiento”. En su finísima novela El ruido del tiempo (2016), escribe Julian Barnes sobre el encuentro entre la poetisa Ajmátova y el músico Shostakóvich:
También mantuvo un “encuentro histórico” con Ajmátova. Él la había invitado a visitarlo en Repino. Ella accedió a verle. Él permaneció sentado en silencio; lo mismo hizo ella; al cabo de veinte minutos, se levantó y se fue. Posteriormente dijo: “Fue maravilloso”. […] Había mucho que decir sobre el silencio, ese lugar donde las palabras se acaban y la música comienza; también donde la música se acaba.
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