“No leer a Cervantes, porque don Lope de Vega -el fénix de los ingenios, el monstruo de la naturaleza- dejó dicho que no había poeta “tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a don Quijote””
OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces
07/05/25. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre libros maravillosos que otros han recomendado no leer: “No leer en general a Leopoldo Alas Clarín, porque el político Torcuato Fernández Miranda sentenció: “Ha sido y es radicalmente disolvente de valores esenciales a ese modo de ser que es...
...ser español”. Ahí es nada. Los franquistas siempre fueron fieros luchadores contra la literatura disolvente”.
No leer
Jamás leo un libro sobre el que tengo que escribir una crítica;
eso me influiría demasiado. Oscar Wilde
No leer el Cándido de Voltaire, porque la bienamada y glamurosa Madame de Staël escribió que le parecía estar escrito por una especie de demonio o un mono que se mofara de la raza humana, “con la que él no tiene nada en común”.
No leer La lozana andaluza de Francisco Delicado, porque el príncipe decimonónico de la crítica don Marcelino Menéndez Pelayo lo tachó de “libro inmundo y feo, de valor nulo, sin ninguna influencia en las letras españolas e italianas”.
No leer a Paul Valéry, de quien el grande filósofo de la manzana Ortega y Gasset dijo que era “el último mandarín de las letras francesas… intelectual de corto resuello… con un exiguo caudal de cosas que decir… mente pobre… retorcido”.
No leer Hamlet del divino William, “obra bárbara y vulgar de un salvaje borracho”, según Voltaire, a quien podríamos consolar con aquella vulgaridad de “donde las dan, las toman”.
No leer las Rimas de Bécquer, porque don Gaspar Núñez de Arce las calificó de “suspirillos germánicos” y de “literatura afeminada”.
No leer En busca del tiempo perdido de Proust, libro “vacío de dignidad”, según un crítico de la Saturday Review of Literature. En la carta de rechazo de su publicación, el editor le escribía a monsieur Marcel que “por más que me devano los sesos no acierto a ver por qué alguien necesita treinta páginas para describir cuántas vueltas da en la cama antes de dormir”.
No leer a Muñoz Molina, porque Rafael Chirbes -uno de los más grandes novelistas españoles- apuntó en sus Diarios: “Antonio se ha colocado demasiado arriba, demasiado cerca de poderosos y relumbrones, aunque siga exhibiendo ese desamparo de chico de pueblo invitado a una fiesta en la que no debería estar”.
No leer El amante de lady Chatterley, porque dijeron que D. H. Lawrence era una mente enferma, degenerada, obsexa.
No leer Diario de un poeta recién casado de Juan Ramón Jiménez, porque el filólogo y académico don Julio Casares juzgó que era “obra de franca decadencia”.
No leer Ulises de James Joyce, porque a Virginia Woolf le pareció difuso, salobre, pretencioso, vulgar, tramposo…
No leer a don Benito Pérez Galdós (el Garbancero, según el conocido dardo de Valle Inclán), ese diabólico volteriano, porque toda la plana mayor de sus contemporáneos biempensantes se movilizó para que no le concedieran el Nobel. Don Marcelino Menéndez Pelayo, el mayor crítico del siglo XIX español, dijo que el escritor canario estaba “echado a perder por la clerofobia… y aunque esto me desagrada tanto, no es solo por lo herético y torcido, sino por lo feo y antiestético”.
No leer Vidas de los poetas ingleses de Samuel Johnson, porque la arcangélica Elizabeth Barrett Browning exhaló esta plumosa ironía: “Johnson escribió la vida de los poetas y dejó a los poetas fuera”.
No leer a Cervantes, porque don Lope de Vega -el fénix de los ingenios, el monstruo de la naturaleza- dejó dicho que no había poeta “tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a don Quijote”.
No leer a Henry James, porque Henry Louis Mencken dictaminó que era “un idiota y, además, un bostoniano idiota: no hay nada más bajo en el mundo”.
No leer Un mundo feliz de Aldous Huxley, porque el New York Herald Tribune aseguró que era “una obra de propaganda lúgubre y pesada”.
No leer La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne, porque el obispo episcopaliano Arthur Cleveland te avisó: “El nauseabundo amor de un pastor puritano con una frágil criatura a su cargo cuya mente es aun más depravada que su cuerpo…”.
No leer Las flores del mal de Baudelaire, porque el joven Émile Zola escribió en 1869 que “dentro de cien años, los libros de historia de la literatura francesa sólo mencionarán esta obra como una curiosidad; […] como si un anticuario observara unas joyas viejas con su lupa”.
No leer a Colombine (Carmen de Burgos), porque es “inmoral, peligrosa”, según el padre Ladrón de Guevara, el jesuita que se atrevió a juzgar a más de 3.000 novelistas, con esta ristra de calificaciones graduadas, empezando por la peor: herético; irreligioso; impío; impío-irreligioso- incrédulo; incrédulo; blasfemo; clerófobo-anticlerical; malo; de malas ideas; deletéreo y malsano; dañoso; peligroso; inmoral; obsceno-deshonesto-lascivo-lujurioso-libre; libre; obsceno-indecente-cínico; provocativo; voluptuoso; sensual; apasionado; peligroso; imprudente-temerario; bueno; mediano; pasadero-tolerable; inofensivo. La mayoría de estos adjetivos son los que utilizo para clasificar los quesos que degusto.
No leer Tom Jones de Henry Fielding, porque el memorioso Samuel Johnson apuntó: “Apenas conozco otra obra más corrupta”. El criterio de Samuel Johnson le inclinó también a escribir esta frase: “¡Qué pocos libros hay en los que se pueda llegar a la última página!”.
No leer a Luis de Góngora, porque el estupendo Juan Valera tuvo que cerrar los ojos para “no ver los desatinos, las extravagancias que afean las Soledades, el Polifemo y otras obras”. Y también tuvo palabritas para Quevedo, autor “de estilo revesado y de un gusto malditísimamente deplorable”.
No leer El gran Gatsby de Scott Fitzgerald, porque la reputaron como “un libro de temporada… floja, blanda, artificial, insignificante… una historia absurda”.
No leer el Tristram Shandy de Laurence Sterne, porque de él abominaron dos sabios Samueles: el doctor Johnson y el novelista Richardson.
No leer La Regenta de Clarín, porque el espeso agustino Francisco Blanco García la describió como “disforme relato que rebosa de porquerías, vulgaridades y cinismos. Una premiosidad violenta y cansada, digna de cualquier principiante cerril”.
No leer en general a Leopoldo Alas Clarín, porque el político Torcuato Fernández Miranda sentenció: “Ha sido y es radicalmente disolvente de valores esenciales a ese modo de ser que es ser español”. Ahí es nada. Los franquistas siempre fueron fieros luchadores contra la literatura disolvente.
No leer a Geoffrey Chaucer, porque al cojo lord Byron le pareció “obsceno y despreciable”.
No leer Crimen y castigo de Dostoievski, porque Lafcadio Hearn advirtió a sus lectores que ese libro podría hacerles enfermar.
No leer Los cuatros jinetes del apocalipsis de Vicente Blasco Ibáñez, porque es una novela escrita “con la pluma de firmar cheques”, aseguró don Julio Casares.
No leer a Jane Austen, porque la enérgica y suertuda Mary Russell Mitford escribió en su correspondencia: “Mamá dice que era la más bonita, tonta, afectada mariposa cazamaridos que recuerda haber visto nunca”.
No leer Ana Karenina de Tolstoi, porque la prensa rusa del momento la definió como “basura sentimental”.
No leer a Pablo Neruda, porque Vicente Huidobro escribió: “Es una poesía fácil, bobalicona, al alcance cualquier plumífero. […] la poesía especial para todas las tontas de América”.
No leer Madame Bovary, porque Le Figaro publicó que “Monsieur Flaubert no es un escritor”.
Si se fatiga de tanto no leer y si usted, en este mayo florido de libros al aire libre, decide sí leer, haga como yo y no se meta en literaturas de cola larga, pero frecuente el Canon de cámara oscura de Vila-Matas: Juan Marsé, Gustav Meyrink, Laurence Sterne, Julio Cortázar, Samuel Beckett, Joyce, Paul Auster, Dante, Scott Fitzgerald, Kafka, Julio Ramón Ribeyro, Quevedo, Gonçalo M. Tavares, Wittgenstein, Nietzsche, Canetti, Pavese, Francisco Casavella, Wallace Stevens, Nathaniel Hawthorne, Chus Martínez, David Markson, Ovidio, Joseph Roth, Joseph Conrad, Robert Walser, Cirlot, Peter Handke, Georges Perec, Ryoko Sekiguchi, Sergio Chejfec, Valeria Luiselli, Robert Louis Stevenson, Gino Severini, Carlo Emilio Gadda, Italo Calvino, Borges, Quevedo, Hofmannsthal, Rilke, Juan Gómez Bárcenas, Paul Klee, Roland Barthes, Juan Benet, Maupassant, Flaubert, Marguerite Duras, Kandinsky, Stefan Zweig, Sergio Pitol, Olga Merino, María Zambrano, Robert Musil, Anne Carson, Alberto Savinio, Xavier Nueno, Montaigne, María Negroni, Luis Martín Santos, Herman Melville, John Banville, César Vallejo, Sonia Hernández, Camila Cañeque… Y algunos que se me pasaron por alto mientras oía música y veía filmes de Kubrick, Coen, Lubitsch, Welles, Wenders, Ozu, Lynch, Herzog… Quizá entonces se dé cuenta de que reside, igual que la literatura de verdad, en una reserva india. O de que está en la resistencia, de que es (como quiere Enrique Vila-Matas) un resistente ante el “asalto al que los últimos de la clase someten últimamente a la gran literatura”.
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