OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble
Hilvanadora de historias
20/11/20. Opinión. La escritora Dela Uvedoble continúa su colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com con dos relatos acompañados de una imagen cada uno. Esta hilvanadora de historias nos regala todas las semanas dos textos con su imagen correspondiente dentro de la sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘Así éramos’ y ‘Rouge’...
Así éramos
Me sacaba del duermevela la tenue caricia en la mejilla. “¡Ay, pero si tieneh calentura!, abre la boca... otra vé anginah”, decía mi abuela y remataba, “hoy no vá a la escuela”.
Palabras mágicas. Cambiaba gustosamente no poder tragar ni agua por pasar unos días enchoclá en la cama de mis padres, rodeada de tebeos y cuentos. Detrás de la luna del ropero guardaba mi madre un joyero en el que me dejaba cancanear para distraerme. Era como una matrioska con un sinfín de estuchitos dentro. Al abrirlos me deslumbraban las baratijas con las que yo soñaba adornarme cuando “fuera grande”.
A veces me hacía compañía una Virgen que vivía en una urna y visitaba las casas, acampando en aparadores o coquetas. Gracias a ella nunca temí a las serpientes, tenía una bajo las sandalias y como si nada.
Arrebujada en la bata enguatá, sentada en la descalzadora de terciopelo ralo miraba tras los cristales del balcón. Poca vista se abarcaba pero en los setenta el barrio de la Trinidad era un bulle bulle.
Enfrente estaba la mercería mejor surtida del mundo, lo que no tuviera lo traían. Todas las familias vestíamos de allí y se pagaba según convenio particular con la dueña.
Hacia media mañana oía el grito de Diego el pescaero: “Niña, vivitoh loh traigo” y salían todas las mujeres con platos y fuentes.
Él desplegaba su romanilla y despachaba generosamente los jureles pa el emblanco, las sardinas pa moraga y las pescaillas, que se freían mordiéndose la cola cual extravagantes pulseras de Cartier.
Las almejas y coquinas caían en los platos con ruido de redoble. Y los chanquetes en almáciga gelatinosa como alienígenas de inquietante transparencia.
Lo vi siempre escoltado por una corte de gatos a los que daba morralla y nombre, cuidando que ninguno se quedara sin comer, apartando a los más glotones que avasallaban a los tímidos.
Después de almorzar se presentaba el cabrero trayendo en una gran lechera su mercancía. Igual revuelo de comadres con jarras, y el soniquete pedigüeño “despáchame con chorreón”.
La leche había que hervirla sin quitarle ojo pues de buenas a primeras aquello parecía un volcán escupiendo lava. Al derroche de lo perdido se añadía el tener que volver a limpiar los quemadores de la hornilla, empresa harto jartible, valga la redundancia, que se hacía con asperón y limón y dejaba las manos esollás. La ventaja de estar enferma era que te ahorrabas el engorro y encima te llevaban a la cama la costra de nata que cuajaba en la superficie, pura grasa que me sabía entonces, quizá por la deferencia y sin azúcar siquiera, a gloria.
Si había suerte aún podía venir el tío de “¡Al riiiicooo cokiiii!”, golosina singular de cucurucho coronado con crema Dios sabe de qué fucsia y blanca, calentona de sol. Venían dispuestos como las biznagas, en bandeja con agujeros. Unas dos pesetas costarían. Era oír el pregón y las madres hurgaban en los monederos buscando las monedillas para regalar el pico hasta del más zangón. Contra todo pronóstico jamás conocí a nadie que tuviera cagaletas después de jamárselos, imagino que estaban recién hechos y a las bacterias no les daba tiempo a atacar.
Estos paréntesis constituían mi reloj particular en los días de fiebre y deberes postergados, el ajetreo me daba noción de la vida real, la que vivían los adultos hace cincuenta años.
No olvidare nunca los haces de luz arrancando oro a la manta amarilla ni las visitas de mi vecina Conchita que se asomaba para preguntar “¿como está la niña?” blandiendo un ejemplar de “Liiy” o “El príncipe Valiente” que me prevelicaban.
Ya no existe esa casa como hogar, jamás volveré a asomarme a sus balcones, el tiempo desgrana suavonamente.
Únicamente el sol es el mismo en esta Málaga bendita que sobrevive alegre pese a todo.
Rouge
Me he pintado los labios de rojo guinda a sabiendas que nadie los verá, ocultos tras la mascarilla; pero yo lo sé y basta.
Ayer me parecía desperdicio colorearlos pero hoy no.
Esta mañana me enfrenté al espejo de aumento y con el perfilador seguí las curvas de mi boca sin salirme. Luego hice rotar lentamente el cilindro disfrutando la salida del inofensivo, que no inocente, misil de color.
La pintura huele y sabe rica. La extiendo dentro de la marca del lápiz uniendo mis labios en un fugaz beso a mi misma.
Muerdo un kleenex como mordería el pie de un bebé y compruebo que el resultado es perfecto. Queda un redondel asombrado en medio de la blancura del tisú por si hiciera falta identificar mi ADN.
Soy la YO verdadera con rouge y rímel.
La otra, la que sólo usa bálsamo labial, es una impostora.
Puede leer aquí anteriores entregas de Dela Uvedoble