“Siempre estaban, la tienda era parte de su casa. Ignorando almanaque y reloj en oyendo la aldaba salían a despachar, gastando libreta en apuntes sin ser estudiantes”
OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble
Hilvanadora de historias
21/05/21. Opinión. La conocida escritora malagueña, Dela Uvedoble, es colaboradora habitual del EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com semanalmente. Esta hilvanadora de historias nos regala dos textos originales con dos imágenes, de las que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘Ca’ Antonia (1945/1975)’ y ‘La intervención’...
Ca’ Antonia (1945/1975)
Nunca una tienda estuvo tan limpia como la de Antonia y Ginés.
La pequeña vitrina de los embutidos, situada a la derecha conforme se entraba, no desmerecía de la de un joyero con el queso bola rojo rubí y la mortadela Mina enlatada, cuajada de perlas.
Ginés sintonizaba la radio cada noche para oír el número premiado en los ciegos y lo colocaba en un cartel que simulaba un cupón gigante, troquelado para tal fin.
—Hiné ¿cual ha salío? -preguntaban los parroquianos-.
—Un quebraillo de dó, ¿tá tocáo?
—¡Mecachi en tó, por uno no trinco!
Siempre estaban, la tienda era parte de su casa. Ignorando almanaque y reloj en oyendo la aldaba salían a despachar, gastando libreta en apuntes sin ser estudiantes. Muchas notas se cobraban a principios de mes.
Tenían de todo: conservas, cervezas Victoria de litro y optalidones a granel; imposible calcular cuantas jaquecas, malos cuerpos y peores reglas aliviaron a mujeres en tres décadas.
Tras el mostrador, que era bien alto, dispensaban el tipo de ultramarino modesto que se gastaba en el barrio, ordenados en la estantería gris que ocupaba todo un paño.
La cesta venía de la tienda llena de paquetitos primorosos: canela en rama, cuarto mitá de azúcar y quesitos sueltos. O un solo yogú, no todos tenían nevera.
Ginés, que era grande y fuerte, compraba resmas de papel estraza y las llevaba al hombro hasta su tienda. Él era la memoria de las olvidadizas que no echaban los garbanzos en remojo la víspera, ella la confidente de desahogos y penas.
Mientras se esperaba la vez las niñas empezábamos a sospechar de lo que iba la vida, escuchando las intimidades susurradas. Llegarse a ca’ Antonia era ir por comestibles y consejo. O a enseñarles los dibujos que hacíamos en el colegio; como no tuvieron hijos nos adoptaron a todos un poco.
Recuerdo su escalón de macael, el olor alimenticio, la manivela nacarada del cortafiambres.
No existe ya la casa y, sin embargo, muy vivos permanecen mis recuerdos; aborrezco volver a la calle de mi infancia. Lo hice por obligación una vez y me enfermé de alma.
Y sin “ortalidón” que me remediara.
La intervención
Aprendí muy joven a resolver mis asuntos sola, pero hoy hubiera agradecido cualquier compañía. Tengo cita con el dentista para ponerme dos prótesis fijas. Taladrará mis encías, insertará dos tacos y enroscará en ellos los tornillos dónde irán mis muelas nuevas.
La enfermera me pasa a la sala de espera. Me siento cerca del televisor que proyecta un fondo marino, con peces color naranja y alguno vestido de presidiario canónico, a rayas en blanco y negro.
Resultan hipnóticos en su virtualidad tranquilizante, aunque Magritte diría: “estos no son peces”.
El valium que tomé al salir de casa va aflojando mis músculos; me veo reflejada en la ventana y tengo cara de helado derretido.
Aun sin ponerme la anestesia siento los labios de corcho; al tocarlos se desprenden, para mi horror, virutas e infinidad de dientes.
Mi falda se cuaja de ellos, imitando al lienzo de “la noche estrellada” y caen al suelo con ruido de alfileres huyendo del acerico.
Los peces se carcajean, divertidos con mi tragedia, mostrando dentaduras de estrellas de cine, lo que no es meritorio si tu jefe es odontólogo.
Busco un pañuelo para recoger los dientes y que me los vuelvan a pegar. Sumerjo el brazo en el bolso, tanteando, y saco un huevo crudo, abierto y orgulloso tal que un Fabergé. La yema es mórbida, naranja sanguino; naranja sol atrapado bajo los párpados.
El pez más grande me insta a firmar un papel prometiendo que no revelaré que los he oído reír.
—¿Quiere que se lo cumplimente yo?
Su voz no suena acuática y las rayas blancas y negras se van separando hasta formar una figura humana, que me tiende el impreso de consentimiento.
—Me he quedado dormida -reconozco-.
—No se preocupe es el valium. Ya puede pasar a consulta.
Me levanto, noto que me llevan los vientos. Y sigo por el pajizo parqué en espiga cuidando de no pisar a Totó.
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