“Entonces casi la piso. A mis pies yace la página de un libro mostrando las dentelladas que la desgarraron de su matriz. Para mí es un ser vivo”
OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble
Hilvanadora de historias
18/06/21. Opinión. La conocida escritora malagueña, Dela Uvedoble, es colaboradora habitual del EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com semanalmente. Esta hilvanadora de historias nos regala dos textos originales con dos imágenes, de las que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘El panda rojo’ y ‘Hojas’...
El panda rojo
Apenaba ver al cochecito luchando por no quedarse enterrado en la arena de aquella cala escondida. Sus dueños creyeron buena idea hacerlo trotar 100 km para llegar hasta ella, mejor dicho, se lo pareció al conductor. Sabía que la playa era nudista, aunque este nimio detalle lo había ocultado a su mujer y a sus cuatro hijas tentando a la suerte con una política de hechos consumados. No le sirvió la estrategia, nada más asomar la primera Eva a su señora se le avinagró tanto la cara que ordenó:
“A la playa de siempre, Niceforo, que aquí ya está tó visto”.
Volvieron al utilitario que obraba el milagro de acogerlos a pesar de lo excesivo, pero tanta arroba de carne lo rindió en el blando suelo, obligando a los domingueros a evacuarlo arrastrándose sobre sus morbideces de leones marinos.
La madre piaba, culpando al padre concupiscente por haberlas hecho encallar y la prole lloriqueaba quejumbrosa de hambre y calor cuando una aparición celestial, corporeizada en una pareja de extranjeros, se ofreció a remolcarlos.
Sacando de su maletero una maroma la ataron al endeble guardabarros, uniendo los coches con este cordón umbilical manumisor.
Rechinaba el panda, rojo por el esfuerzo y escupiendo arena, pero no se movía. El guiri ideó poner cartones bajo sus ruedas y así salieron del brete. Las niñas mientras tanto bebían los refrescos que la chica, apiadada de su sed, había puesto a su disposición.
Una vez dadas las gracias con gestos exagerados se largaron. El papá reía sin pudor, vanagloriándose, “no se han dáo cuenta que me he quedáo con la soga. Cuesta una pasta y esos tienen caras de ricos”.
“Di que sí” aprobó su mujer.
Mientras, los salvadores salían de su primer chapuzón. Arrojándose felices sobre las esterillas se dieron un beso de sal, contentos por haber hecho la buena obra del día. La mujer abrió la nevera para celebrarlo, hallando todas las botellas exangües.
Los del Panda pararon en una gasolinera a mear tanto líquido y a comprar melones. Vueltas a bordo las cinco Boteros esperaban al jefe, entretenido mirando revistas verdusconas camufladas entre las hojas de un diario deportivo.
Antes de subir la matriarca le gritó: “Nice, ¿hará falta echar gasolina?”. Este, ufano, desenroscó el tapón alumbrando el depósito con el mechero.
Diez puños golpearon las ventanillas. Cinco hocicos se abrieron en forma de O mayúscula.
Se oía la explosión en la playa nudista justo en el momento en el que los samaritanos se apercibían del robo de la maroma y exclamaban:
“¡Bastardos, así reventéis!”.
Hojas
Camino haciendo equilibrios sobre el bordillo, los coches aparcados sobre la acera impiden otra opción. Ningún policía cerca, debería llamarlos y que multen a tanto desaprensivo, en particular a un deportivo ostentoso con placa inverosímil de usuario minusválido.
Entonces casi la piso. A mis pies yace la página de un libro mostrando las dentelladas que la desgarraron de su matriz. Para mí es un ser vivo.
Alzo la vista por si algún árbol letrado se desviste cara al verano. No, todos van de verde riguroso.
Me agacho y la recojo. Más adelante hay otra y dos metros más allá, en plena carretera, una tercera. El semáforo me trata con benevolencia dándome tregua para rescatarla.
Compruebo que están correlativas. Lo primero que leo es: “…morir atropellado por un tren. Dicen que sucede unas doscientas o trescientas veces al año; es decir, al menos uno de cada dos días…”.
La aprensión me produce punzadas en el vientre. Puede ser un aviso. No frecuento los ferrocarriles, pero tal vez sea metáfora, mensaje críptico que me avisa del peligro que supone darse de cara con la locomotora del destino.
El escrito está en primera persona, conformado como un diario:
“Miércoles 10 de julio de 2013
Cada vez hace más calor. Apenas son las ocho y media y el calor aprieta y la humedad es altísima...”.
Aun con pésima sintaxis me apercibo que, excepto el año, lo demás casi coincide.
Destapo los contenedores de basura, revuelvo con una rama el contenido de las papeleras, me arrodillo para fisgar debajo de los coches. Ni rastro del libro mutilado. Ningún viandante me ofrece su ayuda para buscarlo.
Cargo la pesada liviandad de las hojas cercenadas hasta mi casa. Quizás frotándolas con zumo de limón o exponiéndolas bajo luz ultravioleta me revelen su secreto.
Confío en que, con los conocimientos científicos pescados en redes y mi sensibilidad astral, sea capaz de descifrarlas y burlar la mala suerte.
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