“Si los bares de la época eran famosos por tener el suelo tapizado de servilletas de papel y colillas, los parques lo estaban de jeringuillas, sucias de tierra y coágulos”

OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble

Hilvanadora de historias

03/12/21. 
Opinión. La conocida escritora malagueña Dela Uvedoble, https://www.elblogdedela.com, es colaboradora habitual de EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com semanalmente. Esta hilvanadora de historias nos regala dos textos originales con dos imágenes, de las que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘Babas’ y ‘Jeringarse’...

Babas


La acechaba desde el primer instante que pisó las oficinas y supo arreglárselas para coincidir con ella en el minúsculo ascensor. Era tan chaparro que la nariz le quedaba a la altura del canalillo y se acercó tanto que casi bucea en él. La incomodidad de la muchacha fue tal que ya utiliza siempre las escaleras.


Aunque no trabajan en el mismo departamento él se las compone para encontrarse en la máquina de café o chocar accidentalmente tras volver una esquina.

Llega diciembre trayendo consigo el compromiso de besarse bajo el muérdago y las cenas de empresa, hábitats excelentes para confraternizar.

Rectángulos color crema indican en letra inglesa los puestos a ocupar por los comensales. Los psicólogos del emporio deciden que es más enriquecedor mezclar empleados y barajan los grupos de trabajadores cuales naipes. Por casualidad o mano negra el baboso cae a su lado.

—¡Estupendo, preciosa!, conocerse es quererse.

Ella se atiesa, deseándole que se ahogue con un hueso de aceituna. Él le ofrece ostras y mariscos con mimo pegajoso.

—¿Te pelo una cigalita?
—No, gracias, soy vegetariana.
—Vaya, ¿ostras tampoco comes? Eso es que no las has probado, -y pasa la lengua por el molusco que se contrae en espasmos, martirizado por el limón y el Tabasco. Acaba la tortura succionándolo con ansias de aspiradora industrial. El jugo le resbala por el chato mentón hasta la pajarita anaranjada, arruinando el moaré.
—Así… así se saborean. Tú, como eres de lo verde, preferirás los pepinos ¿no? -solo él ríe su estúpida broma creyéndose Grey. A ella le dan ganas de darle cincuenta bofetadas y quitarle la mala sombra.

En Navidad los deseos se cumplen. La mano femenina trastea en su entrepierna y la sorpresa lo eleva a tal éxtasis que ni siquiera se percata de que lo llaman para recoger el detalle que, por adulador, la empresa tiene a bien otorgarle.

Lo saca del trance, al señalarlo, el cañón de iluminación. Deslumbrado, estira las perneras y trastabillando intenta erguirse.

Estallan las carcajadas. La cruda luz arranca brillos coralinos a las pinzas de las cigalas que asoman por los bolsillos del pantalón.

—¡Traedle un táper! -se oye decir a alguien-.

Jeringarse


Corría sin ver dónde ponía los pies, seguro de conocer cada guijarro de las calles, cuando el aire se endureció golpeándolo. En el suelo fue presa fácil del marido de la mujer a quien acababa de robar, de un tirón, el bolso. Arrebatándoselo de la misma forma le propinó, además una patada en la boca. Aún así se recompuso, huyendo mientras escupía sangre y dientes.


Las vecinas no tardaron en salir, ofrecer agua a la víctima y apoyar al héroe: “drogaítos de mierda. Antes no pasaban estas cosas porque había mano dura. También baldearon varias veces con lejía e impidieron que jugaran los niños allí durante una semana, seguros de que el choriso ese, tenía el sida.

El manguta volvió esa misma tarde, gesticulando con una navaja en la mano y la furia que da el mono, cagándose en los muertos de tóa la calle y proclamando que iba a meter fuego a las casas que tuvieran en la fachada aros para lucir macetas, que hacía años que habían sido robadas también, dejándolos como anillo de divorciado. Con uno de estos redondeles había topado nuestro yonky mientras corría con el botín, acabando esta historia con qué nadie tuvo güevos para replicarle y nada más volver la esquina, salieron los hombres y los arrancaron de raíz dejando los feos huecos. Despojados de su más característico adorno los humildes barrios malagueños iniciaron su perdición.

La década de los ochenta fue, más que prodigiosa, pródiga en muertes. Los niños del baby boom de los cincuenta y sesenta, ya veinteañeros, pagaron cara la libertad. Como si hubieran querido vivir la robada a sus padres y abuelos se la bebieron y fumaron toda. Si los bares de la época eran famosos por tener el suelo tapizado de servilletas de papel y colillas, los parques lo estaban de jeringuillas, sucias de tierra y coágulos.

Tal vez nacimos tantos para que quedáramos algunos tras pasar la criba de las drogas, una pandemia tan virulenta y absurda como cuando les dio a los jóvenes del XIX por batirse en duelo.

El uno de diciembre se conmemora el Día Mundial del Sida. Parece un problema superado y los enfermos ya no se sientan en el corredor de la muerte porque toman retrovirales y lo han cronificado. La probabilidad de contagios y los casos siguen, pero no es moda hablar de eso, queda para los noticieros como “serpiente de verano antes de Navidad”.

Yo lo recuerdo cada año; desaparecieron demasiados como para olvidarlos.

Hay que jeringarse.

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