“El Nadie decidió que no tendría jamás mujer ni hijos. Era gustoso pegarles, pero no justo”
OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble
Hilvanadora de historias
28/01/22. Opinión. La conocida escritora malagueña Dela Uvedoble, https://www.elblogdedela.com, colabora semanalmente con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com. Esta hilvanadora de historias nos regala un texto original con una imágen de la que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘El Nadie’...
El Nadie
“Curtido por los elementos como una cepa vieja, sobreviviendo a la intemperie bajo mugre y periódicos, hacía cualquier cosa a cambio de vino.
—Si me matas la vaca te convío hasta que revientes -dijo el tabernero-
—Hecho.
El animal recibió el golpe en la frente con ojos incrédulos. El mugido borboteó al seccionarle el cuello, resbalando en estertores sobre su propia sangre.
Al Nadie, le gustó desahogar su miseria con un inocente”.
.............................
Recuerda que su madre le dio de mamar aun preñada de otro hijo. Se dormía chupando el largo pezón, acurrucado bajo el sobaco materno que olía a sudor y levadura. Una tarde llegaron las vecinas y sacaron de bajo las faldas de ella a una criatura sanguinolenta que se aferró a la teta, despojándolo de su única posesión, haciéndolo un Nadie.
Los alaridos de Madre cada vez que Padre la golpeaba le daban menos miedo que los resoplidos nocturnos y las súplicas de ella pidiéndole que “no se viniera dentro”. El Nadie no entendía lo que pasaba en el jergón tras la cortina, pero notó que al poco a ella se le hinchaba el vientre y traía otra boca a penar.
Los más zagalones se lo descubrieron. Once años tenía cuando se estrenó con una puta a cambio de un conejo pellejudo, robado del corral.
El padre, como castigo, lo amarró a la pata de la cómoda, cruzándolo a correazos, mientras los hermanillos lloraban, rodeando a la madre rota. El Nadie decidió que no tendría jamás mujer ni hijos. Era gustoso pegarles, pero no justo. Pagaría su furia con hembras que cobraran por ello y con animales; la sumisión y el terror con que recibían los palos lo reconfortaban; el vino y las blasfemias también, porque le producían vómitos liberadores, el uno de bilis, las otras de las costras de un alma que nació ya condenada.
Así llegó la edad del servicio militar y a la semana de estar en el cuartel se escapó para procurarse comida, asqueado del rancho agusanado. Lo encontraron acurrucado bajo un olivo, rodeado de botellas desangradas y tras propinarle una tunda lo encerraron por desertor, palabra que desconocía. En la cárcel se la explicaron y allí fue donde se dio cuenta de que lo apaciguaba tener las manos ocupadas cosiendo balones y fabricando alpargatas con neumáticos desechados; además, iban voluntarios a enseñar las letras y los números a quienes quisieran. Así pudo cartearse con su madre y mandarle dentro del sobre el sello necesario para la respuesta. La mañana que recibió uno con el filo enlutado supo que era el último aún antes de leer el parco mensaje garabateado por una de sus hermanas y no por la letra clara del maestro-escuela que hacía el favor de escribir por la vieja.
El consuelo vino de nuevo enfrascándose en trabajar; le satisfacía la creación casi tanto como la destrucción. De los recortes del cuero surgían monederos repujados y de los troncones secos muñecas de pechos y caderas desmesuradas, que regalaba al director y de las que este decía que eran Venus prehistóricas, dando orden a los funcionarios de que no le faltara material, pues las vendía a buen precio, abonando al artista un menudo porcentaje que, sin embargo, este consideraba un dineral. Acabó siendo preso de confianza con permiso sabatino para salir y emborracharse. El domingo por la tarde regresaba sucio, pero puntual. Allí se sentía amparado, como cuando mamaba de su madre.
Una amnistía general lo puso en la calle acabando con treinta años de seguridad entre aquellas paredes, sin preguntarle si quería ser libre. Anduvo desempeñando varios trabajos, reinsertándote le decían, que les eran dados por recomendación del alcaide, pero sin una disciplina que lo contuviera acababa robando o faltándole el respeto al patrón, así que su dinámica era entrar y salir de la cárcel, como si esta tuviera esas puertas que dan vueltas y vueltas igual que un asno a la noria. Careciendo de nostalgias externas deseaba quedarse en su único hogar conocido, donde lo llamaban por el nombre que le impusieron al nacer.
Al fin quedó de gañan en un cortijo. Dormía con los perros, animales a los que otorgaba la condición de iguales, tomando de oficio el ser matarife eficaz y económico. Ducho en romper con precisión las patas de las vacas con un martillo procuraba, no obstante, hacerles más daño del necesario, complaciéndose en verlas arrodilladas, oyendo los desgarradores mugidos del sumiso animal, insoportables para cualquiera, deliciosos para él porque lo convertían en un dios omnipotente.
El día que encontraron al Ramón destripado todo el pueblo señaló al Tole. Los habían visto discutir por los favores de una moza.
Los padres del Tole hablaron con el Nadie.
—Si dices que has sío tú, ahí dentro no te faltará de ná en lo que te queé de vida.
—Hecho- juró el Nadie, acariciando la vaina de la navaja ofrecida, tallada con un águila que llevaba en el pico un colgajo de carne palpitante.
El Nadie, a fuerza de meterse en el papel, acabó creyéndose que había sido su mano la criminal. Se contradijo en el juicio, pero explicó con tanto detalle la acción que el juez no tuvo dudas: “Ese cabrón me tocó los güevos. Se negó a pagá lo convenío por matarle al cerdo y encima se reía. Entonces le metí así, así” -y adelantaba el brazo, prieto el puño, en una interpretación en la que parecía aferrar de veras el arma- “¡Como chillaba la maricona al pisarse sus tripas!”.
El trozo de cielo que ve por su ventana, el sol que toma en el patio mientras emborrona los pulmones con los Celtas negros que nunca le faltan, la tele y la radio propias que parlotean en su celda, los papeles, lápices de colores y el vino apalabrado que riega su cirrosis le bastan. Además, recibe una vez al mes a una parienta en el vis a vis. En ella, después del desahogo, hociquea el sobaco con la insistencia de un cachorro hambriento hasta que percibe ese olor a levadura que lo vuelve a convertir en Alguien.
Puede leer aquí anteriores entregas de Dela Uvedoble