“Cada mañana descansamos sobre el semáforo curvo que casi abraza la carretera, sin temor a las luces de colores pues somos aves urbanitas”

OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble

Hilvanadora de historias

18/02/22. Opinión. La conocida escritora malagueña Dela Uvedoble, https://www.elblogdedela.com, es colaboradora habitual de EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com semanalmente. Esta hilvanadora de historias nos regala dos textos originales con dos imágenes, de las que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘De pipermín y oro’ y ‘Pedantones al paño’...

De pipermín y oro


Avanza hacia la barra preñando el aire con su perfume animálico. Aupa una cacha con la mano y se ayuda de la otra para encaramarse al taburete, que apenas cede a su peso: ¡Niño, ponme un pipermín!


El camarero, que no es tan niño, ataca:

—Jopé, Rosa, di primero buenos días, ¿no?

Ella se ríe, apretando los labios para no descubrir los huecos. ¡Cuánta ceremonia, Mateo! Dame también un cruasán, pero sin calentarlo, que sí no sabe a gachas.

Una vez servida moja la mitad del dulce en el licor hasta que se convierte en una papilla verde. Como la conoce le pone cucharilla y con esta rebaña las sopas hasta dejar el vaso limpio. Envuelve la mitad sobrante en servilletas de papel y la deja caer con disimulo dentro del bolso.

—Apúntalo, rey.

Mateo le manda un beso con las yemas de los dedos. Rosa fue amiga de su padre, lo demostró con creces al morir su madre. Muchas tardes le dio de merendar en su casa. Él hacía los deberes mientras ella se pintaba las uñas ¡Soplemos para que sequen! A veces a ella le brotaban en la piel cardenales o mordiscos. Me picó una chinche, pero la aplasté de un zapatazo, decía para alejar la preocupación del chico. Él recuerda la ropa interior puesta a secar en el toallero y una tortuga de ojos alfilerinos dormitando seis meses al año envuelta en una estola esmeralda. Al anochecer volvían al bar; justo cuando su padre cerraba su jornada Rosa se abría a la suya.

Casi llegando a la puerta la llama: Rosa, te dejas esto. Ella lo mira agradecida, desenrollando los pliegues color lechuga que cubren sus ojos de sauria. Toma el sobre que le tiende y lo guarda en el pecho tras los collares de oro embustero. Muchas gracias, hijo. A Mateo le gusta que le dé ese nombre.

Dartañan se llama así por el dibujo animado y conoce el ruido de las llaves. Hace cincuenta años lo rescató del Rastro por ciento veinte pesetas. Aunque Rosa ignora si es hembra o macho lo trata como varón y lo incluye cuando habla. Hola, Darta, ya estoy aquí ¡y con material! -Suelta sobre la mesa una bolsa- Vamos con retraso, pero hoy terminamos esa tiara. Los dedos artríticos son lentos. Es gracioso que hayamos acabado cosiendo perifollos para novias, rodeados de azahares y tules ¿eh, Darta?

La tortuga avanza sobre los retales y saca el cuello. Rosa sonríe, hurga en el bolso y se le enredan en un siete del forro los extravagantes anillos, testigos de antiguas bonanzas. Por fin encuentra el gurruño de servilletas, saca el medio cruasán y se lo ofrece al reptil que recibe la golosina con parsimonia.

Librándose del vestido, lo estira sobre la cama y se acomoda dentro de una bata color uva, estampada en dorado. Me gusta el verde desde que vi en el cine “Irma la dulce”. Hay que tener algún principio al que aferrarse, ¿verdad, hijo?

Darta se repliega en su concha; parece una piedra de río.

Pedantones al paño


Cada mañana descansamos sobre el semáforo curvo que casi abraza la carretera, sin temor a las luces de colores pues somos aves urbanitas. Desde aquí observamos a la fauna humana que deambula desnortada por aceras sucias y rotas.


No pasa día sin que alguien se resbale por mor de la película grasienta que alfombra el suelo. Jamás nos reímos y menos cuando le tocó a una hembra de pelo claro que suele llevar un chaleco con la palabra ‘VOLUNTARIA’ dibujada detrás. La hemos visto muchas veces con silbato y megáfono defendiéndonos. A la pobre se le fue el pie con tanta mugre, quebrándose lo que en nuestra especie viene a ser un ala. Y es que a esta ciudad tan bonita nadie la espulga. Después nos echan la culpa de que son nuestros excrementos los que empuercan. Pues que se sepa, ningún pájaro fuma, masca chicle ni su motor escupe aceite.

Por estos lares priva construir bloques de hormigón, inhóspitos para hacer nidos. Y cada vez dejan menos árboles que atraigan el agua, el cemento la aleja, eso lo sabe hasta un pichón. En otras ciudades norteñas, a pesar de que llueve con frecuencia, baldean y cepillan las calles para hacerlas amables. Aquí parece que lo gozan exterminando cotorras, jubilados e incluso, manzanos.

Hace tiempo que cazar lombrices es una odisea, cuesta despegarlas del piso; encima multan a las personas que nos ofrecen alimentos para subsistir.

Gracias a que hay humanos tan gloriosamente animales como la señora del chaleco, el barbudo que va en bici y nos cura o la niña Luna que es un sol. Ellos valen por todos los demás pedantones al paño que van, en palabras de otro hombre bueno que se vio obligado a migrar precisamente por su bonhomía, apestando la Tierra.

*A Carmen, para que se mejore pronto.

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