Hay muchas formas de contar las cosas, infinitas de entenderlas

OPINIÓN. El ademán espetao. Por 
Jorge Galán
Artista visual y enfermero

08/01/20. 
Opinión. El artista visual Jorge Galán comienza su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com con un texto en el que habla sobre relaciones sociales: “El contacto humano se ha convertido en un trámite con escaso valor, en una suerte de fugacidad que habitualmente se salda sin trascendencia ni inmanencia, en una relación de molestia o contrariedad carente de implicaciones, a pesar de...

...que compartimos espacios, tiempos, cultura, creencias, costumbres, trayectos y un largo etcétera”.

¿Bailar pegados es bailar?

Mirada de dos tiempos, centésima a la cara y centésima al resto. Impresión rápida, mueca, escrutinio, prejuicio, juicio parcial, estado de ánimo, detalles de la cara, no me gusta su mirada, no da los buenos días, gesticula mucho pero no dice nada, no escucha, habla chorradas, no me deja terminar las frases, odio que me estén aporreando el hombro mientras me hablan; no necesito golpes para prestar atención, detesto que me hablen sin mirar, me molesta que me miren sin hablar, egocéntrico impresentable...


A menudo nuestros encuentros con otras personas están cargados de distancia analítica y desafecto. Un espacio liberado asiduamente de la emoción, sobre el que  nuestra percepción intenta en breve tiempo incorporar toda la información posible, habitualmente poco objetiva, con la que ubicar a quien tenemos enfrente en nuestro particular universo social. Frecuentemente nos sucede con gente desconocida, pero también, con gente no tan extraña.

Miradas de reojo en el transporte público, en la cola del cajero, examen exhaustivo en la sala de espera, escaneo integral a la chica guapa de la mesa de al lado en la cafetería, conversaciones de ascensor con el vecino, saludos en el lugar de trabajo que quedan disecados en la ida y que no retornan, exabruptos desde el coche, nos estamos habituando a falta de aprecio a la presencia del congénere en cualquier espacio de convivencia.

Terreno de frases hechas, de evidencias cómplices, de jergas y refranes, de preguntas estúpidas, de sonrisas profidén -aunque la comunicación sea fingida y estéril-, de espacios de consenso climático; llueve, hace frío, ojú que caló, vaya diíta, telita lo que hace...


El contacto humano se ha convertido en un trámite con escaso valor, en una suerte de fugacidad que habitualmente se salda sin trascendencia ni inmanencia, en una relación de molestia o contrariedad carente de implicaciones, a pesar de que compartimos espacios, tiempos, cultura, creencias, costumbres, trayectos y un largo etcétera.

El trato afectuoso se ha ido reduciendo progresivamente al círculo más cercano o elemental: la familia y los amigos. Algunos ni siquiera eso. Ni la familia, ni los amigos y a veces, ni ellos mismos. Hacia el resto de individuos vamos levantando muros de desconfianza argamasados con volquetes de indolencia (a veces no exentos de motivos, si ponemos el mundo que nos ha tocado galopar bajo el microscopio). Muros que crecen en altura y empeoran, si cabe, con los años, y que se convierten en fortalezas inexpugnables.

El factor social es una característica que nos identifica como especie, el ser humano nació y creció en grupo, su propia supervivencia dependió de ello. El grupo aporta al individuo seguridad. De la misma forma, los grupos grandes han prevalecido a lo largo de la historia sobre los menos numerosos. El número del grupo ha tenido mucha influencia en la historia de las civilizaciones.

La vida en masa ha transformado nuestra forma de tratarnos. Tal y como refiere Elías Canetti en Masa y Poder, el bienestar del hombre primitivo estaba basado en la cantidad, y mientras más cantidad más bienestar y mayor seguridad. Este fenómeno determinó, desde el principio, el comportamiento y las simbolizaciones de las masas, y a la larga, nuestra moderna confianza en el progreso. En última instancia se trata siempre de la supervivencia, del crecimiento constante y del poder que de ello se desprende. El mismo crecimiento que nos salvó la vida nos condenó al poder.

Otros autores como Freud, Le Bon u Ortega y Gasset en sus ensayos sobre psicología de masas nos advierten del cambio en la conducta del individuo cuando pertenece a una masa. La masa es acción y presencia, es potencia, es contacto. La capacidad racional que se desarrolla en el individuo queda influenciada por otros parámetros que impone el grupo. La masa se convierte en sujeto y las voluntades individuales quedan subyugadas.

Como bien expone Sloterdijk posteriormente en El desprecio de las masas, la masa contemporánea ha abandonado ya su forma moderna de tumulto para convertirse en individualismo de masas, la comunicación se ha transformado en horizontal, pero adolece de horizonte y el efecto igualitario ha acabado identificando identidad con indiferencia.

De la masa tumultuosa, cuyo fin era cambiar el curso de los acontecimientos, hemos pasado al atasco de tráfico, donde nuestra cohesión como masa-sujeto ha dado paso al desprecio; no somos capaces de identificarnos como parte del problema (el atasco), si no que éste se ha convertido en un impedimento para nuestra realización como individuos. Produciendo de esta forma un efecto inverso: cuanto más próximos, más distantes, cuanto más cercanos, más dispersos, cuanta más similitud, más arrogancia.

Ahora se es masa sin ver a los otros. Las sociedades posmodernas han dejado de orientarse a sí mismas de manera inmediata por experiencias corporales: sólo se perciben a sí mismas a través de símbolos mediáticos de masas, discursos, modas, programas y personalidades famosas. Es en este punto donde el individualismo de masas propio de nuestra época tiene su fundamento sistémico. Él es reflejo de lo que hoy más que nunca es masa, aunque ya sin la capacidad de reunirse como tal.

Podríamos mencionar numerosos factores que han contribuido a esta transformación, no sólo el discurrir de la vida masificada, el cambio en el  modelo de núcleo familiar, la educación competitiva que nos impone el sistema, el modelo económico, la autonomía de recursos, la transformación de las comunicaciones o la disincronía temporal contemporánea; la atomización y la fugacidad de cada instante, la ausencia de un ritmo que dé un sentido a la vida, un nuevo escenario temporal, que ya ha dejado atrás la noción del  tiempo como narración, como bien refiere Byun Chul Han en El aroma del tiempo.

Afortunadamente o sin fortuna, hemos sido capaces de superar las dificultades que nos ha impuesto este modelo individualista de tratamiento. Hemos disipado ese territorio de incertidumbre y de displicencia cómplice. Ahora disponemos de la herramienta perfecta para solventar con éxito toda esta compleja problemática que nos abocaba con toda seguridad al ostracismo colectivo.

Hemos incorporado (o han encontrado) una forma de interrelación que es capaz de subvertir esta incómoda nebulosa que ha convertido el contacto personal en un desagradable trámite cargado de sinsabores, inundado de desconsideración y anegado de menosprecio. Podemos ahora presumir de haber conseguido sustraer de lo simbólico la más mínima consideración afectuosa de toda identificación identitaria en la comunicación interpersonal, convirtiéndola en una mercancía ficticia anónima y liberada de tan pesadas ataduras: finalmente hemos devenido en red social virtual.

Igualmente, hemos conseguido concretar la codificación de los sentimientos más eficiente conocida en nuestra historia, algo no logrado ni por el lenguaje, el teatro, la pintura o la escultura. La red social ha logrado reunir toda forma y contingencia de aprobación, acuerdo, concierto, conciliación, simpatía, ética y estética en un signo internacional casi divino: un puño con el pulgar levantado o un corazoncito (a tomar por culo diecinueve siglos de arte religioso y uno y medio profano que intentaron con discutible éxito la misma empresa). Del mismo modo, cualquier forma de censura, desaprobación, disgusto, malentendido o discrepancia ha sido codificado y universalizado en una bolita amarilla con una carita de pocos amigos en su interior (pobre e inocente Leonardo, perdiendo el tiempo con la expresión de su Gioconda).

Ahora más que nunca, podemos liberarnos de empujones, pisotones, malos alientos, fragancias axilares, miradas indiscretas, presencias incómodas y cualquier otro tipo de tratamiento que interfiera en nuestra danza. Podemos liberarnos de nombres propios para sustituirlos por apodos, contracciones o siglas. Podemos desvincularnos de identidades y alteridades psicoanalíticas que nos coloquen en conflicto el yo con el otro lacanianos. Podemos elegir como nuestra imagen de representación identitaria al correcaminos, a kung-fu panda o al mismísimo Julio Iglesias con total libertad.

Podemos, mediante photoshop, desembarazarnos de deficiencias, imperfecciones y taras que nos identifiquen sobre el resto, en busca de los impecables arquetipos de Eros y Afrodita. Podemos vencer ese espacio de desprecio personalizado al que nos sometemos sin piedad alguna en nuestro día a día, para conseguir así, poco a poco, convertirnos en una gran masa homogénea de reporteros de nuestros quehaceres diarios, de nuestras compras, de nuestros viajes e incluso de nuestras preferencias. Ahora verdaderamente, sí que podemos bailar despegados...