“Hace no mucho leí un artículo acerca del progresivo descenso del cociente intelectual desde 1980 en el mundo (o más bien en el que se lleva midiendo hace ya más de un siglo; en el primer mundo). No es que haya que ser un lince de la sociología o la psicología para darse cuenta que nos estamos (o nos están) volviendo gilipollas”
OPINIÓN. El ademán espetao. Por Jorge Galán
Artista visual11/03/20. Opinión. El artista visual Jorge Galán nos habla en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com sobre la inteligencia y el cociente intelectual: “El propio hecho de concretar la inteligencia de un individuo en un número mediante un test de varias preguntas es cuando menos, simplista y temerario. Existen muchos expertos en la materia que ya han desdeñado este tipo de mediciones como correctas...
...por no tomar en cuenta la compleja naturaleza del intelecto humano con todos sus distintos componentes. A pesar de que haya cierta discusión sobre la validez de cuestionarios más o menos complejos, que la hay, resulta ingenuo que realicemos una reducción de semejante condición con 1.800 centrímetros cúbicos de millones de millones de conexiones neuronales”.
La senda del borrego
El título de este artículo viene a aportar una tesis que parece haberse instaurado en la comunidad científica, que no es otra que la dirección del camino que ha tomado nuestra evolución como especie en las últimas décadas. Ésto, que puede parecer una exageración o una inocentada, es una aproximación bastante fiable a la realidad empírica del asunto, con probados resultados en numerosos estudios de expertos en la materia.
Hace no mucho leí un artículo acerca del progresivo descenso del cociente intelectual desde 1980 en el mundo (o más bien en el que se lleva midiendo hace ya más de un siglo; en el primer mundo). No es que haya que ser un lince de la sociología o la psicología para darse cuenta que nos estamos (o nos están) volviendo gilipollas, sólo hace falta salir un rato a la calle y tropezarte con dos o tres homo sapiens sapiens para comprobarlo, pero no deja de ser un asunto curioso e inquietante al que dediqué cierto tiempo y documentación.
Tal vez recurriendo a la propia definición del concepto inteligencia (facultad de la mente que permite aprender, entender, razonar, tomar decisiones y formarse una idea determinada de la realidad) podemos intuir lo complicado del asunto, pues en sí mismo parece un concepto ambiguo, obtuso y poco conciso. Su definición más bien nos plantea una suma de capacidades o de producciones funcionales.
Lo primero, es necesario comentar que el propio hecho de concretar la inteligencia de un individuo en un número mediante un test de varias preguntas es cuando menos, simplista y temerario. Existen muchos expertos en la materia que ya han desdeñado este tipo de mediciones como correctas, por no tomar en cuenta la compleja naturaleza del intelecto humano con todos sus distintos componentes. A pesar de que haya cierta discusión sobre la validez de cuestionarios más o menos complejos, que la hay, resulta ingenuo que realicemos una reducción de semejante condición con 1.800 centrímetros cúbicos de millones de millones de conexiones neuronales.
Es un asunto tan falaz como la antigua asociación de la inteligencia a la capacidad craneal en los homínidos, ya que pudo ser así durante cierto tiempo, pero el neandherthal tiene, por ejemplo, más capacidad craneal y un cerebro de mayor tamaño que nosotros. Y nadie en su sano juicio sería capaz de mantener que fueron más inteligentes. Posteriormente descubrimos que no se trataba de volumen, sino de conexiones neuronales, la respuesta era una evolución cualitativa y no tanto cuantitativa (evolución convergente). Las neuronas, por decirlo de algún modo, mejoran su rendimiento cuanto mejor conectadas están, no depende necesariamente de su número. De hecho, es de todos sabido (e incluso tratado en algún largometraje reciente como Lucy -2014-) que usamos una mínima parte de ellas (10-15%) en nuestro trabajo intelectual.
Salvando este primer escollo conceptual, lo que miden estos test es una inteligencia de carácter abstracto, mediatizada por la simbología, el lenguaje, el signo y la culturalidad. Aunque sí que resulta válida para pronosticar ciertas nociones de prestación o rendimiento, de hecho, el primer test de valoración de la inteligencia fue introducido en Francia a principios del siglo XX para detectar niños con determinado "retraso mental" (hoy emplearíamos discapacidad), y fue elaborado por Alfred Binet y Theodore Simon.
Dicho ésto, es el momento de desprendernos de dudas y adjudicar cierto pragmatismo o capacidad predictiva a estos test de medición, para desembocar en el aspecto que resulta más interesante de todo el asunto; el punto de inflexión ocurrido durante la década de los 80, y la continuación del descenso en sus resultados hasta nuestros días.
Es necesario aclarar previamente el efecto Flynn (James R. Flynn), neozelandés que descubrió que las puntuaciones en todo el mundo subían a razón de tres puntos por década. Las explicaciones que se han propuesto como justificación han incluido la mejor nutrición, la mejor educación, una mayor complejidad ambiental y la heterosis o hibridación étnica.
Se ha llegado a normalizar esta tendencia al alza en los propios test, para seguir obteniendo valores medios en torno a 100. Pero aquí está el problema, una vez que se daba por hecho que este aumento debía ser un proceso normal, teniendo en cuenta los efectos evolutivos en las puntuaciones, llegamos a los ochenta y ¡zasca!, la inteligencia se nos ha ido a tomar viento fresco a razón de siete puntos por generación, en un paseo que dura ya treita años y lo que es peor; sigue aún sin volver.
Existen datos contrastables, según varios estudios recientes, de que la inteligencia humana no ha dejado de menguar hasta el punto de haber retrocedido ya a los mismos niveles que teníamos 70 años atrás. Dato alarmante sin duda. Llegados a este punto surgen numerosas preguntas; ¿Qué ha sucedido con nuestra capacidad intelectual? ¿Hemos terminado ya nuestro proceso evolutivo procedente del mono? ¿Demuestra Cesar Millán, capítulo tras capítulo, en su serie El encantador de perros, que los canes nos han birlado sigilosamente el primer puesto en la pirámide? ¿Hemos tomado ya la inexorable involución del camino hacia el borrego y aún no lo sabemos? ¿Se nos convertirán los pies en pezuñas y nos saldrá vello lanoso tras las orejas? ¿Tiene algo que ver la programación de Telecinco y Jorge Javier Vázquez en todo esto? La suerte está echada...
Sin duda, en las generaciones que hemos sido testigos del cambio de lo analógico a lo digital, flota la idea de que las nuevas tecnologías tienen un gran peso en todo ésto. Los cachibaches que nos han hecho más cómoda la existencia, también han producido una relajación de ciertos procesos mentales, sobre todo relativos a la memoria. Varios estudios coinciden en que el gran culpable de este retroceso sería el avance tecnológico, quien estaría actuando como una "fuerza social" que interfiere en el desarrollo del pensamiento de las nuevas generaciones.
En su último trabajo, Michael Shayer -profesor de la universidad de Otago-, quiso también centrar gran parte de sus esfuerzos en echar por tierra la hipótesis defendida por aquellos que habían tratado de demostrar la vinculación entre la transmisión genética y la inteligencia humana. Argumento que, ahora, de la mano del estudio del Ragnar Frisch Centre, parece haber quedado desmontado definitivamente tras confirmarse la existencia de diferencias significativas en el cociente intelectual de hermanos nacidos en años diferentes.
Si atendemos a las tesis planteadas por Bratsberg y Rogeberg, autores de la investigación noruega, las variaciones en el cociente intelectual se deben principalmente a factores ambientales. Según los nórdicos, además de la modificación en los hábitos de los más jóvenes, como sucede con la disminución del tiempo lectura o el aumento de las horas dedicadas a los pasatiempos en línea, los cambios en el sistema educativo o en la nutrición también tienen una cuota significativa de culpa en este retroceso del intelecto.
El único consuelo que nos queda para mitigar esta amargura que se cierne sobre nosotros como especie es que tengan razón algunos especialistas en la materia, que parecen coincidir en la necesidad de renovar los estudios que miden la inteligencia. Si aceptamos que los métodos de razonamiento han ido variando al mismo ritmo que hemos ido introduciendo las nuevas tecnologías en nuestras vidas, se antoja capital desarrollar nuevas pruebas capaces de determinar las distintas formas en las que se expresa la inteligencia humana hoy en día.
Puede leer aquí anteriores entregas de Jorge Galán:
- 19/02/20 La prisión de Narciso
- 05/02/20 Perpetuar la desazón
- 27/01/20 Dar desazón por descanso II
- 22/01/20 Dar desazón por descanso
- 08/01/20 ¿Bailar pegados es bailar?