“Si he de caer en la trampa de la síntesis, en la frase-recomendación, creo que, además de por otras muchas razones, En busca del tiempo perdido es una premonitoria y actual radiografía de este tiempo sin tiempo, una feroz diatriba contra la inestabilidad de nuestros sentimientos y valores”

OPINIÓN. Sin conclusiones. Por 
Antonio Álvarez de la Rosa
El escritor es un traductor

16/01/20. Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna en Santa Cruz de Tenerife Antonio Álvarez de la Rosa comienza su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com con un texto sobre Marcel Proust: “No se puede convertir una gran catedral novelesca como la suya en una maqueta periodística por más que se le dediquen suplementos culturales, páginas y páginas webs...

...La miniatura, en todo caso, solo puede servir de incitación a la lectura de una de las pocas obras que sustentan la narrativa de los siglos XX y XXI”.

Proust: la memoria de la novela

Una de las trampas de la modernidad es la jibarización de lo gigantesco, la compulsiva necesidad de alimentarnos a base de píldoras concentradas, querer que nos resuman lo inabarcable, no ir a las fuentes nutricias, sino bebernos la abreviatura. En esa atmósfera, cuando uno solo pretende, como en el caso del conocido aperitivo, invitar a vivir en la ficción de una obra como la de Proust, se arriesga a caer en la trampa denunciada. No se puede convertir una gran catedral novelesca como la suya en una maqueta periodística por más que se le dediquen suplementos culturales, páginas y páginas webs. La miniatura, en todo caso, solo puede servir de incitación a la lectura de una de las pocas obras que sustentan la narrativa de los siglos XX y XXI. Con Proust, de cuya muerte pronto se cumplirá un siglo (1871-1922), ocurre como con las andanzas de don Quijote: se habla mucho de él, pero se le lee bastante menos. Por dos razones básicas. La primera y quizá más importante, porque desde su nacimiento En busca del tiempo perdido ha ido a contracorriente de los sucesivos gustos lectores. Ante todo, porque parecía la crónica frívola de un mundo en franca decadencia, el retrato –mordaz y distante, eso sí- de una sociedad de ociosos esnobistas. Bien es verdad que ya en 1919 –el 10 de diciembre, o sea, hace un siglo- le fue concedido el Premio Goncourt por A la sombra de las muchachas en flor, segunda parte de la serie En busca del tiempo perdido. El tiempo, precisamente, ha puesto las cosas en su sitio y ha demostrado la intemporalidad y la universalidad de ese retrato social. Más tarde y en segundo lugar, por la extensión de la novela que no ha acabado de encajar en las prisas y en la patológica necesidad de que nos condensen la vida y milagros de la condición humana.


Uno procura no ser sectario en el ancho y cercano mundo de la literatura. No creo que nadie sea un minusválido cultural o literario por el hecho de no haber leído a Proust o a Joyce. Siempre que el dios de la lectura presida la casa de todos, cada lector abreva su sed espiritual donde puede y sabe. Ahora bien, cuando uno visita esa catedral de la novela, cuando no la recorre con premura de turista atareado, desde que se sienta y se siente sintiendo en el interior de esas páginas, a partir de entonces pasa de largo por las fachadas de tantas casas terreras novelescas, aun por las alicatadas con mucho colorido (Es como cuando se ha escuchado a Bach. A partir de entonces, saben a muy poco las sacarinas musicales). Sin embargo y como ocurre con la novela de Cervantes, es conveniente tomar precauciones antes de la primera y gran zambullida (Otra cosa muy distinta es la relectura que se puede y hasta se debe hacer a sorbos. Teniendo el paladar entrenado, ocurre lo mismo que con los grandes vinos). Más que obligación, refugiémonos en la devoción. Al igual que para la maratón hace falta un entrenamiento progresivo, para embarcarse en esos trasatlánticos de la lectura, no basta con haber viajado mucho en los jet-foils literarios de nuestra época. Se necesita, además, la voluntad de un tiempo largo, de una lectura completa para poder tocar el cielo novelesco que encierran esas dos obras. A salto de mata, buscando la liebre de la acción argumental, uno abandona la cacería. En este caso, es empresa vana, porque, a las primeras de cambio se queda sin fuelle lector (Es lo que debió ocurrirle en 1912 a quien redactó el informe de lectura de Fasquelle, editorial en quien Proust depositó su primera confianza: “Al cabo de setecientas doce páginas... uno no tiene noción, no tiene la menor noción de qué trata este texto”. En todas partes se cuecen habas parecidas, porque también Gide y la editorial Gallimard la rechazaron “por su enorme longitud y por la fama de esnob que tenía Proust”). Entre otras razones, porque si uno no llega al final, no se entera de la mitad de esta ópera literaria. Se queda, por ejemplo, en la corteza de la famosa magdalena de Combray, en el umbral de lo que significa la memoria involuntaria, en el efecto provocado por los recuerdos involuntarios que aparecen en El tiempo recobrado, último movimiento de esta sinfonía novelesca: el desequilibro de dos losas desiguales en el patio de los Guermantes, el sonido de una cuchara golpeando un plato, la tiesura de una servilleta. Como él mismo escribe, esas experiencias rememoradas se reflejaban “en un único y mismo tiempo del pasado, de suerte que mi imaginación podía saborearlas, y en el presente, en que la conmoción real que sobre mis sentidos ejercía el ruido, el contacto de la servilleta de hilo, o lo que fuese, había añadido a los sueños de la imaginación el concepto de ‘existencia’ del que habitualmente carecen, y merced a este subterfugio había hecho posible que mi ser asegurase, aislase, inmovilizase –por un instante breve como un relámpago- lo que normalmente nunca percibe: un fragmento de tiempo en estado puro”. O sea y con perdón, atrapar, mucho más allá del razonamiento voluntario, la esencia de lo vivido, la frescura medular de nuestra existencia. Si he de caer en la trampa de la síntesis, en la frase-recomendación, creo que, además de por otras muchas razones, En busca del tiempo perdido es una premonitoria y actual radiografía de este tiempo sin tiempo, una feroz diatriba contra la inestabilidad de nuestros sentimientos y valores. En cualquier caso, sigamos el consejo del propio Proust, esponjémonos en el momento de la lectura y desarrollemos nuestra propia capacidad de pensar y sentir subidos en la ola de la escritura: “no hay mejor manera de tomar conciencia de lo que uno siente que procurar recrear en uno mismo lo que ha sentido un maestro”. Lograremos así llegar al meollo y a la gran mina que nos ofrece su obra: enseñarnos a evocar el pasado. No con las herramientas de la razón, porque entonces seguirá siendo algo lejano, empañado además por la nostalgia. Con la palanca de la memoria involuntaria, saldremos a la búsqueda de la ósmosis que se produce entre sabores, olores, sensaciones táctiles, una percepción presente y el recuerdo del pasado, un anzuelo emocional para pescar lo que parecía perdido en los fondos insondables de la memoria. Mejor lo expresó Proust por la boca española de la traducción de Pedro Salinas: “Cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio inmenso del recuerdo”.

Mezcla de inteligencia extrema y de sensibilidad aguda, Proust vivió para escribir. Días y semanas postrado en la cama, luchando contra el asma en la soledad de su habitación encorchada para preservarse del polvo y del ruido, fue la demostración de lo que él mismo escribió: “La verdadera biografía de un escritor, de un artista, es la de su obra”.

Su obra no solo está viva, sino que se agiganta con el paso del tiempo. La herencia literaria que nos legó ha sido reconocida por la cofradía de lectores que no para de crecer y por los escritores que son y están en la literatura universal del siglo XX y del que ya llevamos andado.