“Cuando aceptamos la mentira, los pulmones de nuestra inteligencia son como los de un deportista sano. Por el contrario, se muestran achacosos cuando quieren respirar la verdad, porque estamos más predispuestos a dejarnos engañar que a contemplar la realidad. Así ha sido siempre”
OPINIÓN. Sin conclusiones. Por Antonio Álvarez de la Rosa
El escritor es un traductor
13/02/20. Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna en Santa Cruz de Tenerife Antonio Álvarez de la Rosa en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com nos habla sobre la mentira y sus formas: “La “calumnia”, mediante la cual “se despoja a un gran hombre de la reputación adquirida con todo merecimiento”; la “adición” -quizá la más practicada en...
...los sótanos informativos-, es decir, la que proporciona a un personaje más reputación de la que le corresponde; la “traslación”, que consiste en transferir de una persona a otra el mérito de una buena acción”.
La política de la mentira
Cuando aceptamos la mentira, los pulmones de nuestra inteligencia son como los de un deportista sano. Por el contrario, se muestran achacosos cuando quieren respirar la verdad, porque estamos más predispuestos a dejarnos engañar que a contemplar la realidad. Así ha sido siempre. De ahí que la falsedad no sea patrimonio de la híper o posmodernidad, sino que está enquistada en nuestro cerebro desde que caminamos erguidos. En el caso de la política -y política es casi todo lo que tiene que ver con nuestra condición de ciudadanos- ocurre lo mismo. Hace años leí, en su versión francesa, una obra maestra escrita hace tres siglos, pero más actual que el Brexit, última edición mundial de la enciclopedia del timo colectivo. El Arte de la mentira política, atribuido erróneamente, ¡vaya por Dios!, al corrosivo Jonathan Swift es, en realidad, un texto de uno de sus amigos y correligionarios políticos: John Arbuthnot (1667-1735), médico de la reina Ana, autor satírico escocés y creador de John Bull, el estereotipo de la idiosincrasia británica. A esta edición le acompaña Ensayo sobre el arte de la mentira política, un artículo del autor de los Viajes de Gulliver, publicado en el periódico The Examiner en 1710. Como ocurre siempre con los clásicos –retratistas perennes de nuestras grandezas y miserias-, su lectura nos desengaña sobre la evolución de la condición humana, nos sitúa frente al espejo de lo que siempre hemos sido, por encima y por debajo del progreso o retroceso material, de las lentejuelas de la tecnología o de la osteoporosis cultural. Sospecho que también en nuestro tiempo demasiadas personas prefieren seguir levantando un saco de veinticinco kilos de peso que pensar por cuenta propia. En este sentido, estas reflexiones se hallan en la estela de las que Maquiavelo desgrana en El Príncipe (Por ejemplo, en su capítulo XVIII, además de aludir al papa Alejandro VI –“no hizo otra cosa que engañar a sus prójimos”-, nos espeta una verdad dolorosa: “Los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes que el que engaña siempre encontrará a alguien que se deja engañar”). Hoy, cuando nos alarmamos por las toneladas de mentiras políticas que vuelcan sobre nosotros en la permanente campaña electoral, al comprobar que un epicentro del poder como la Casa Blanca es sinónimo de negrura y de patrañas, conviene saber que esas ruedas de molino tienen siglos de existencia y que tampoco es nada nuevo el coro mediático que acompaña a los solistas del fraude.
En esas páginas cargadas de ironía aparece una suerte de clasificación de la mentira. La “calumnia”, mediante la cual “se despoja a un gran hombre de la reputación adquirida con todo merecimiento”; la “adición” –quizá la más practicada en los sótanos informativos-, es decir, la que proporciona a un personaje más reputación de la que le corresponde; la “traslación”, que consiste en transferir de una persona a otra el mérito de una buena acción. Como en todo arte, deben darse unas condiciones determinadas para que la ficción se transforme en realidad. Por ejemplo, dice Arbuthnot que, a veces, los partidos fracasan por la gran cantidad de mala mercancía que pretenden colar al mismo tiempo: “Cuando hay demasiados gusanos en el anzuelo, es difícil atrapar a los peces”. Sin embargo, las que mejor resisten la erosión del tiempo son “las mentiras de promesas”. Se pregunta, entonces, cómo se las ingenian los “grandes” para conseguir que, una y otra vez, el pueblo se trague la bola electoral, cómo reconocer al impostor: “Nos pasan la mano por el hombro, nos dan un abrazo, sonríen, se inclinan al saludarnos, señales todas ellas que deben hacernos saber que nos están engañando”. Ni siquiera tres siglos después debe ser tan fácil identificarlos, porque sin que apenas haya cambiado la estratagema, esa imagen sigue invadiendo nuestra retina, en especial durante la zafra electoral. Pese a que casi todos los preceptos de este arte de la mentira política son de una actualidad pasmosa, hay uno que me parece de la más rabiosa modernidad, de esta que nos hace rabiar. Dice Swift que “hay un punto esencial en el que el mentiroso político difiere de sus congéneres y es que solo debe tener una memoria corta”. Al sarcástico y corrosivo escritor, conocedor profundo de nuestra humana condición, no le sorprendería comprobar la actualidad de su reflexión. Aunque nos inventaran un aparatito –pequeño y de diseño, como un ipod mnemotécnico- para revisar en el bar, a la orilla del mar, al volante de un coche, viajeros del tren de cercanías o de lejanías, lo que acabamos de saber por boca de un político y compararlo con lo que dijo poco tiempo antes, no nos serviría de nada práctico, además, claro, de amargarnos el día. A pesar de la inmensa cantidad de información que recibimos, la memoria de una buena parte de la ciudadanía permanece arterioesclerotizada y solo recuerda el presente, incapaz de mirar por el retrovisor del pasado y contemplar el futuro. No obstante, y en un arrebato optimista, el tratado propone un tratamiento de medicina política, un régimen estricto y sin trucos. El paciente ha de comprometerse, durante tres meses, a no decir más que la verdad. Pasado ese tiempo y como premio a su disciplina, quedará autorizado a volver a mentir con toda impunidad. Sin embargo, reconoce el autor con el pesimismo de la resignación, “nunca hay un partido o un político que soporten tal régimen”. Y es que resulta muy doloroso adelgazar...
Puede leer aquí anteriores entregas de Antonio Álvarez de la Rosa:
- 30/01/20 Camus está donde siempre
- 16/01/20 Proust: la memoria de la novela