“Releer La Peste es como revacunarse periódicamente contra el virus del totalitarismo, de la intolerancia, de las mil formas de dictadura que pululan por la globalidad que respiramos”
OPINIÓN. Sin conclusiones. Por Antonio Álvarez de la Rosa
El escritor es un traductor
30/01/20. Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna en Santa Cruz de Tenerife, Antonio Álvarez de la Rosa, en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com nos trae un texto sobre Albert Camus: “Su indesmayable testimonio, la rebeldía ante la injusticia y el totalitarismo, la honradez activa, le convirtieron en un escritor extranjero incluso en su propio país”...
Camus está donde siempre
A finales de julio de 1979, Francisco Umbral publicaba en El País una serie de definiciones de personajes. De Albert Camus decía: “Empezó de futbolista y llegó a Nobel de Literatura. Qué gran centrocampista perdió Francia”. Conviene, para empezar, no hablar de oídas, porque, Camus jugó al fútbol, sí, pero de portero hasta que, a los 17 años, la temprana tuberculosis lo apartó de la práctica de un deporte que tuvo una gran importancia en su formación. En segundo lugar y ahora, cuando acabamos de conmemorar los sesenta años de su trágica muerte (4 de enero de 1960) en un absurdo accidente de coche y agradecemos las muchas décadas de presencia viva de Camus en la mente de sus millones de lectores, me ha parecido conveniente recordar esa boutade umbraliana, una pequeña demostración de cómo, en algunos escritores y periodistas, la urgencia y la frivolidad suelen pegarse de bofetadas con lo esencial: las lentejuelas de la extravagancia no resisten el paso del tiempo.
Conviene evocar aquellos años sesenta y sus rabiosas ideologías cuando, para una cierta progresía, el escritor argelino estaba “superado”, sospechoso por la millonaria venta de sus libros, premio Nobel en 1957, a los 44 años, engullido por el sistema, decían, candidato, entre otras zarandajas, a figurar pronto en los nichos de la literatura y del pensamiento.
En la carnicería del tío de Albert Camus en Argelia, 1920. Sentado en el centro, vestido de negro, el escritor a los siete años
Quizá el deseo de olvidar la Segunda Guerra mundial y la ambigüedad de muchos intelectuales fueron determinantes a la hora de querer arrumbar la obra de Camus. Sin embargo, su indesmayable testimonio, la rebeldía ante la injusticia y el totalitarismo, la honradez activa, le convirtieron en un escritor extranjero incluso en su propio país. Entre otras cosas, porque el búnker del pensamiento parisino nunca acabó de aceptar a aquel francés de las colonias, pobre y enfermizo sureño de indomable independencia. En mayo de 1968, cuando la adormecida Europa occidental se vio sacudida por las revueltas estudiantiles y obreras, Camus vuelve a ser descubierto por quienes tanta hambre de pensamiento tenían. Visto desde ahora, es curioso comprobar cómo, por esas mismas fechas, cuando los europeos occidentales nos mirábamos satisfechos la panza del crecimiento económico, en los países del Este, y por los estrechos pasadizos de la clandestinidad, bebían ávidamente sus reflexiones, se jugaban el tipo y hasta la vida para leer sus obras. Una vez más, parece claro que, allí donde se humille la libertad, Camus sigue siendo un asidero.
Su radar crítico lo mismo detectaba la opresión franquista que el espanto de los campos de concentración en la Unión Soviética. A comienzos de los años 50, ya empieza a sentirse cercado por la agresividad de quienes, desde la derecha o desde la izquierda, le enseñaban los colmillos de la intelligentsia parisina. Desde la enternecida memoria de la infancia, así lo contaba su hija Catherine Camus en declaraciones a Le Nouvel Observateur (19-XI-09): "Un día, me encuentro a mi padre en el salón, sentado en un sillón y con la cabeza gacha. Le dije: “¿Estás triste, papá?”. Levanta la cabeza, me mira a los ojos y me contesta: “No, estoy solo”. Nunca lo he olvidado, de tanto cómo me sublevaba. No sabía cómo decirle que conmigo no podía estar solo". Aunque le dolía en la intimidad, no pestañeaba ante las acusaciones, tan normales en la época, que le hacían desde el mesianismo comunista o desde la hipócrita derecha. En medio de tantos adoctrinamientos de nuestra rabiosa actualidad -aquella que nos hace rabiar, me refiero-, ¡cómo no recordar ahora la frescura de su pensamiento y el valor de su honestidad!
El extranjero y La Peste (resulta difícil en estos tiempos evitar la tentación de escribir “la peste del extranjero” virus político inoculado en las venas de la ignorancia) fueron y son dos novelas simbólicas, alegóricas de nuestro destino trágico, de la soledad, desde luego, pero también de la solidaridad, del fracaso y de la rebeldía, el sentimiento del absurdo, la falla tectónica existente entre el hombre y el mundo, el saber que no hay esperanza y, sin embargo, comprobar, por boca del doctor Rieux, cronista de la ciudad apestada, que al final y a pesar de todo “en medio de las calamidades, aprendemos que en el hombre hay más cosas admirables que despreciables”.
La permanente compañía de Camus, extranjero entre los extranjeros, me parece un recomendable ejercicio para la sanidad mental, además de una señal de que los problemas de siempre siguen pesando como losas de barranco sobre los seres humanos. Quizá no sea tanto el imán de su corpus ideológico lo que nos sigue atrayendo, sino la actitud del escritor, como dice Jean Daniel: “Camus no nos ofrece ninguna de esas sabias arquitecturas, ninguna de esas catedrales tranquilizadoras a las que se entra para recibir la luz. No propone ni un sistema global ni una visión del mundo y, a decir verdad, ese maestro del pensamiento es, sobre todo, un discípulo del rechazo y de la duda”.
Camus con su editor, Antoine Gallimard, pocos días antes de su muerte
La prolongada siesta que, desde hace demasiados años, parece estarse echando la sociedad occidental ha acabado embotando sus articulaciones y reflejos. Releer La Peste es como revacunarse periódicamente contra el virus del totalitarismo, de la intolerancia, de las mil formas de dictadura que pululan por la globalidad que respiramos. Esa inmensa y conmovedora alegoría es un relato de piel realista. Bajo ella, sin embargo, late el símbolo de la lucha solidaria contra toda clase de opresión, epidemia, intransigencia y cobardía. Camus vuelve –algunos no lo hemos dejado marchar- para restregarnos por la cara la historia de nuestros históricos y repetidos despropósitos. Si queremos comprobar por dónde cojea nuestra sociedad, bueno es utilizar el bastón de su moral cívica, la convicción de sus valientes síes y noes, tan denostados en su momento. Admito que los amores de juventud pueden estar preñados de nostalgia, pero me sigue pareciendo que la dermis y la epidermis de Camus se mantienen igual de tersas que cuando me sedujo in illo tempore. Cómo no sentirse atraído si uno se tropieza con pensamientos más que septuagenarios como el que, a propósito de la falta de futuro para la mayoría de la humanidad, escribió en su periódico Combat en 1946: “No es la primera vez que los hombres se encuentran ante un futuro materialmente taponado. Por lo general, lo vencían con la palabra y el grito. Acudían a otros valores que formaban su esperanza. Hoy ya nadie habla (salvo los que se repiten), porque el mundo nos parece guiado por fuerzas ciegas y sordas que no oyen los gritos de advertencia ni los consejos ni las súplicas”.
No es casual que los jóvenes apenas lean ya los ensayos de Sartre y que El extranjero vaya por más de siete millones de ejemplares vendidos. Camus sigue siendo nuestro contemporáneo, entre otras cosas por su insurgencia contra la irreversibilidad de la Historia, contra la ortodoxia que pretende encarrilar el futuro por vías previamente trazadas. ¿Qué nos diría Camus de nuestras democracias envilecidas por la especulación financiera? ¿Qué de la negación del individuo, instrumento manipulado por la horma de cualquiera de las formas de gobierno? ¿Qué de las factorías donde, como es vox populi, se manipulan las palabras y se cuece la indiferencia pura y simple para engordar la nostalgia de los reaccionarios?
Cuando el totalitarismo acecha de nuevo desde las guaridas de la democracia, conviene estar alerta. El gato por liebre es plato que menudea en demasía por las cocinas políticas. Así termina, por cierto, la epidemia de La Peste y puede comenzar cualquier otra: “el bacilo de la peste no muere ni desaparece nunca (…) y quizá llegará un día en que, para desgracia y enseñanza de los hombres, la peste despertará a sus ratas y las enviará a morir a una ciudad feliz”.
Cuando se publicó El primer hombre, su novela inconclusa, recuerdo el placer que sentí al leerla, por supuesto, y al recomendarla. También la extrañeza al comprobar la rara y rotunda unanimidad con que fue acogido ese libro. En medio de ese reconocimiento triunfal, no todos tuvieron la valentía de Juan Goytisolo. En 1994 y en un artículo aparecido en El País, al comentar con entusiasmo esta novela, el escritor español hacía pública su reconversión camusiana, el arrepentimiento por su duradero error: tardó treinta años en cambiar de opinión. Reconozco, naturalmente, que también es humana la enmienda, pero no dejó de inquietarme que un escritor como él, tan acostumbrado a pisar la calle política, careciera durante tres décadas del olfato necesario para, por lo menos, intuir que la obra de Camus no era una pose. Si El primer hombre (1994) hubiese sido publicada inmediatamente después de su muerte , muchos intelectuales no hubieran opinado lo mismo. Parapetados tras ideológicos chalecos antibalas, los progresistas de la época, insisto, le criticaron, le azotaron dialécticamente por sus denuncias de los totalitarismos (el de Franco o el de Stalin), por su postura sobre la independencia de Argelia, por su desacralización del marxismo: “El marxismo es una doctrina de la culpabilidad en cuanto al hombre, de inocencia en cuanto a la historia”. Para él, como siempre, primero, el hombre.
Los que pretendieron enterrarle en vida, se despertaron años después con el timbre de su escritura y con el estruendo producido por la caída de sus convicciones pétreas. La actitud no dogmática que mantuvo Albert Camus en tiempos borrascosos y tajantes era la única posible para que el altavoz de sus ideas no fuera desenchufado rápidamente por el devenir de las circunstancias históricas.
Recuerdo ahora, casi treinta años después, la emoción que me produjo esa novela. Dicho sea de paso, creo que quienes no conozcan la obra de Camus deben abordarla por este cabo sin acabar. Con las bridas de su escritura bien retenidas, nos introduce, sin demagogias, en ese mundo que nunca dejó de ser el suyo, el profundo origen mediterráneo, la pobreza en su raíz: “la miseria me impidió creer que todo está bien bajo el sol y en la historia; el sol me enseñó que la historia no lo es todo”. Emocionan las callejuelas de su infancia, el mar, la escuela pública, los juegos, oasis de verdor lúdico en medio de una existencia llena de penurias. O el retrato silencioso de una madre sentada ante la ventana, simbólica madre, además, que ya empezó a ser célebre a raíz de la criticada, por la no entendida frase de Camus. Su ataque al terrorismo de cualquier signo que se desarrollaba en Argelia y que hoy sigue atacando en demasiados lugares del mundo. Así lo resumió, en un encuentro con jóvenes de la universidad de Estocolmo, poco después de haber recibido el premio Nobel en 1957: “He condenado siempre el terror. Debo condenar también el terrorismo que, ciegamente, se ejerce, por ejemplo, en las calles de Argel, y que un día puede golpear a mi madre o a mi familia. Creo en la justicia, pero defenderé a mi madre antes que a la justicia". Clarividencia que no le perdonaron, discurso que debieran aprenderse de memoria los violentos que no cesan.
El escritor sigue vivo, como lo demuestran los millones de ejemplares vendidos y leídos en el mundo entero. Como pensador incómodo e inclasificable ha pasado, con el tiempo transcurrido, a formar parte de los clásicos, es decir, de aquellos que con unas gafas multifocales nos permiten ver lo cercano como algo lejano, que nos acercan lo que está detrás de lo aparente. Si es cierto que uno solo muere cuando desaparece de la memoria de los demás, a Albert Camus no le ha hecho falta resucitar, porque pertenece al selecto grupo de escritores que están donde siempre. O para decirlo con la pluma de Italo Calvino, al de aquellos cuya lectura tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo.
Puede leer aquí anteriores entregas de Antonio Álvarez de la Rosa:
- 16/01/20 Proust: la memoria de la novela