Salvo los sádicos o cofrades del morbo, el resto de los seres humanos quiere que la gente o familiares y amigos mueran en paz, sin sufrir

OPINIÓN. Sin conclusiones. Por 
Antonio Álvarez de la Rosa
El escritor es un traductor

27/02/20. 
Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna en Santa Cruz de Tenerife Antonio Álvarez de la Rosa en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com nos habla sobre al reciente ley aprobada sobre la eutanasia: “Es posible, en ese sentido, que el miedo a la muerte y al consiguiente más allá, solo sea el pánico al dolor, a la decrepitud, a la pérdida...

...de la dignidad. Quizá no nos atrevamos a decirlo en voz alta, pero en la intimidad familiar o amistosa, invocamos el deseo de que los seres queridos dejen este mundo con la serenidad que pueden procurar la medicina y la farmacología. La vida es un bien absoluto siempre y cuando merezca la pena vivirla”.

Vivir y morir en paz

En la Constitución íntima de cada uno debería figurar el derecho a vivir y morir pacíficamente, porque la vida y la muerte forman un todo y un continuum. En este sentido, al releer a Montaigne (1533-1592), el gran clásico/moderno desde la publicación de sus Ensayos, podemos encontrar la clave de lo que sigue siendo una batalla ideológica en España y en muchos otros países eclesiásticamente contaminados. Si en lugar de cerrar la jornada con el capítulo de una serie televisiva, ocurriera la metamorfosis milagrosa de acostumbrarnos a frecuentar, cada noche, algunas páginas de esa obra tan llena de sabiduría, nos enseñaría cosas como las que figuran en el capítulo XX de su Primer Libro: “Aquel que enseñare a los hombres a morir, enseñaríales a vivir”. Capítulo que el maestro del escepticismo cierra con estas líneas, que pudieran haber sido escritas ayer o anteayer, sobre el rostro de la muerte: “En verdad, creo que nos asustan más que ella los horribles semblantes y ceremoniales con los que la rodeamos: una forma de vivir totalmente nueva, los gritos de las madres, de las mujeres y de los niños, la visita de personas afectadas y turbadas, la asistencia de numerosos criados pálidos y llorosos, una habitación sin luz, unos cirios encendidos, nuestra cabeza asediada por médicos y predicadores; todo es, en suma, horror y espanto a nuestro alrededor. Henos ya sepultados y enterrados. Asústanse los niños de sus propios amigos cuando los ven enmascarados; lo mismo nos ocurre a nosotros. Es menester quitar la máscara tanto a las cosas como a las personas; una vez fuera, no hallaremos debajo sino esa misma muerte por la que un criado o una simple camarera pasó hace poco sin miedo. ¡Feliz muerte aquella que priva de la posibilidad de preparar tal pompa!”.


Salvo los sádicos o cofrades del morbo, el resto de los seres humanos quiere que la gente o familiares y amigos mueran en paz, sin sufrir. Decimos, comentamos, quizás en voz baja, pero siempre con sinceridad, que lo deseable es un tránsito lo más indoloro y sereno posible. Ni a los católicos ni a los mahometanos ni a los ateos les deseamos padecimientos intolerables para irse de la vida. Es posible, en ese sentido, que el miedo a la muerte y al consiguiente más allá, solo sea el pánico al dolor, a la decrepitud, a la pérdida de la dignidad. Quizá no nos atrevamos a decirlo en voz alta, pero en la intimidad familiar o amistosa, invocamos el deseo de que los seres queridos dejen este mundo con la serenidad que pueden procurar la medicina y la farmacología. La vida es un bien absoluto siempre y cuando merezca la pena vivirla, luchar por ella en la esperanza de retrasar la muerte para seguir gozándola. De lo contrario, si el horizonte está implacablemente cerrado y no hay posibilidad alguna de abrirlo, la única llave es dimitir con todas las garantías de las que se puede dotar una sociedad libre y liberada de las pesadas cadenas de cualquier religión. Sin duda, del dicho al hecho hay un buen trecho legal y hasta ético. En todo caso, de nada valen la hipocresía y el avestrucismo, porque no solo no se resuelve el problema- creciente en las sociedades del primer mundo, dada la extrema longevidad que vamos alcanzando-, sino que da alas a una forma de integrismo que pretende seguir blandiendo el miedo en lugar de utilizar el bálsamo del bien morir. La vida eterna, el valle de lágrimas y el sufrimiento durante el proceso de la muerte han sido y siguen siendo banderines de enganche para el proselitismo clerical y, como secuela, para el meapilismo político. Siempre me ha chocado, dicho sea de paso, que el gran símbolo del Vaticano, la suprema imagen que muestra al mundo, sea la de un hombre agonizante, la del Cristo crucificado, la necrofilia sangrante y no la de un benefactor de la humanidad, la de un activo luchador contra los poderosos y a favor de los humildes. Quizás esté ahí la esencia de la manipulación milenaria. A la iglesia católica española, anclada en sus privilegios seculares, le cuesta Dios y ayuda adaptarse a los imparables cambios sociológicos que en el mundo se están produciendo. Aún más en España, al rebufo del nacionalcatolicismo, pesada losa integrista que nos aplastó durante casi medio siglo. Eso sí, ayudada por unos partidos políticos que contribuyen muy poco a reforzar las bases del laicismo, es decir, a convencernos de que el Estado no puede entrometerse en las cuestiones religiosas ni las iglesias en las cívicas, a respetar mutuamente los diferentes territorios sociales, a no permitir que lo espiritual domine lo temporal ni que lo temporal dicte lo espiritual (¿Cómo se casa lo uno con lo otro, cuando, por poner un par de ejemplos, hasta hace nada y menos para inaugurar una comisaría de policía o un centro comercial necesitábamos la bendición de un sacerdote o de un obispo?). Vivimos en un mundo en el que la ósmosis de la comunicación material e inmaterial es tal, es tan permanente el contacto entre todos los habitantes del planeta, que la única solución para que desterremos la barbarie es la laicidad.

Al anteponer sus intereses sectarios, la Iglesia ha perdido o, mejor dicho, nunca ha practicado, la virtud de la compasión, la piedad por quien sufre. Lucha, por ejemplo, en defensa de la vida, pero prohíbe el uso de los anticonceptivos, incluso en poblaciones arrasadas por el sida. Trata de ponerle puertas al campo civil en los territorios en los que se ha asentado la libertad individual: “Que les den morcillas a todos. Si no me entienden, que se pongan en mi lugar. Si a ellos Dios les llena, pues que sigan, pero que respeten la libertad de cada uno”, dijo doña Inmaculada Echevarría pocos días antes de morir, hace ahora casi 13 años. Esta mujer, aquejada por una distrofia muscular progresiva e incurable, permaneció 30 años postrada en una cama y asida a la vida por un respirador artificial y por un cerebro lúcido. El Vaticano, sin embargo, prohibió que se cumpliera su deseo, jurídicamente legal, en el hospital donde llevaba años ingresada. Y ello a pesar de la conformidad de los gestores de la Orden de San Juan de Dios –acompañante histórica de los pacientes hasta la muerte sin encarnizamientos terapéuticos- que habían decidido respetar la decisión de la enferma, acogida al derecho a rechazar cualquier tratamiento en cualquier momento. Hubo de ser trasladada a un hospital público de Granada, dadas las presiones de una parte de la Conferencia Episcopal española, atendidas de inmediato por la curia General de la Orden en Roma. Son bastantes las señales de alarma que sigue emitiendo el episcopado español como para no estar de acuerdo con la decisión del gobierno actual al haber encauzado la tramitación de una ley sobre la eutanasia. De una vez por todas, el Parlamento español ha de ir metiendo en cintura las pretensiones eclesiásticas de manipular nuestra vida civil. Todavía en este país cuando uno osa criticar el comportamiento de los obispos es tildado de anticlerical. Recuerdo cómo hace pocos años, cuando los monseñores Cañizares o Rouco Varela anatematizaban al gobierno socialista de la época, entonces trataban sencillamente de salvar a España del relativismo moral o algo así. Sigo sin dudar del rigor jurídico de la sentencia del Tribunal Constitucional que certificó la legalidad del Concordato con la Santa Sede. De lo que también estoy seguro es que ha llegado el momento de denunciar ese acuerdo que se pega de bofetadas con la realidad social de este país. Entre otras cosas para que se acabe con una Iglesia de Estado, subvencionada directamente por el dinero de todos los contribuyentes, que debiera dejar respirar a la sociedad española en los territorios educativos, fiscales, morales e tutti quanti. Aquí, mientras no se demuestre lo contrario, se respetan las distintas confesiones religiosas. La mayoría ciudadana, sin embargo, no está dispuesta a que le adoctrinen con violencia contra la muerte y la vida civil en paz.

Puede leer aquí anteriores entregas de Antonio Álvarez de la Rosa:
- 24/02/20 Jean Daniel: la exigencia moral
- 13/02/20 La política de la mentira
- 30/01/20 Camus está donde siempre
- 16/01/20 Proust: la memoria de la novela