A lo largo de los días transcurridos desde el pasado 25 de noviembre, he comprobado el descomunal despliegue informativo tras la muerte de Maradona, un jugador de fútbol

OPINIÓN. Sin conclusiones. Por 
Antonio Álvarez de la Rosa
El escritor es un traductor

15/12/20. 
Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna en Santa Cruz de Tenerife Antonio Álvarez de la Rosa en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre la importancia informartiva: “Estos días maradonianos he recordado que, hace un par de décadas, ya me sentí desconcertado, por ejemplo, al escuchar el informativo matinal de RNE. En los titulares...

...radiofónicos y a no sé cuántas columnas en el espacio de la logoesfera, la muerte de Michael Jackson restalló como el primer acontecimiento mundial, como si se hubieran agrietado los cimientos sentimentales de la humanidad”.

Desconciertos

Cada uno se conmueve según le funcionen las tripas emocionales. En el territorio necrológico, algunos nos sentimos movidos, alterados, incluso sacudidos cuando mueren escritores, científicos, pensadores, artistas o seres humanos bondadosos que, a lo largo de sus vidas, cambiaron el sillón de la vanidad por la modesta silla desde la que procuraron el máximo bienestar común, que sustituyeron la comodidad del reconocimiento por la lucha constante para que los frutos de su trabajo llegaran al máximo número de personas. Cuando se produce el hachazo de la muerte, nos paramos, siquiera sea un momento, y hacemos un inventario provisional de las obras realizadas por el fallecido. Parece, entonces, lógico que la sociedad les premie, al menos, con el aldabonazo mediático, con el reconocimiento que supone ocupar un espacio privilegiado en el aluvión constante de las noticias.

Estos días maradonianos he recordado que, hace un par de décadas, ya me sentí desconcertado, por ejemplo, al escuchar el informativo matinal de RNE. En los titulares radiofónicos y a no sé cuántas columnas en el espacio de la logoesfera, la muerte de Michael Jackson restalló como el primer acontecimiento mundial, como si se hubieran agrietado los cimientos sentimentales de la humanidad. Pocos días después, se repetía la sacudida sísmica. El director del programa insistía en que “todavía lloramos -¡en primera persona del plural!- la muerte del rey del pop”. La desaparición de un cantante, muy querido por millones de personas, había borrado de la faz de la Tierra todos los graves problemas que nos aquejaban. Desde la crisis económica hasta la situación en Irán, pasando por el cambio climático o el hambre en el mundo, los acuciantes conflictos que nos rodeaban habían sido jibarizados. La muerte y todo el cortejo morboso de un cantante y bailarín, de un ser humano que se movía entre las cumbres de la música pop y el patetismo bufón del negocio discográfico, eran ofrecidos en bandeja de plata mediática para ser consumidos en un planetario festín. Mi desconcierto, es decir, mi estado mental, se enturbió y empecé a no saber qué pensar ni qué decir.

Por aquel entonces leía, diariamente, El País, un periódico de información general. La inquietante sorpresa se produjo cuando comprobé que, en un par de días, había dedicado unas catorce páginas a la muerte del ídolo musical. Dado que uno tiene la funesta manía de mezclar cosas, aparentemente dispares, recuerdo también la muerte, casi coetánea, de Jean Dausset (1916-2009), premio Nobel de Medicina. Aunque ocurrida en Mallorca donde transcurrieron sus últimos años, pasó casi por debajo de la mesa informativa de España. El periódico El País le dedicó una gacetilla en sus páginas de Sociedad. Sin embargo, millones de personas le siguen debiendo su vida –esta sí real y no emocional- a los descubrimientos del sabio francés. Aunque no soy científico, sé, por ejemplo, que en 1958 había descubierto el sistema que permitió contrastar la compatibilidad entre los tejidos del donante y los del receptor en los trasplantes que, desde hace ya muchos años, se realizan en el mundo, viables gracias a su investigación. ¿Mezclo las peras del espectáculo con las manzanas de la ciencia o, sencillamente, la fugacidad de lo lúdico con la solidez del progreso? Aquel final de la primera década de nuestro siglo debió resultarme de lo más chocante.

Por si le faltaba algo a mi desconcierto, me dejó estupefacto una publicidad a toda página que pude ver, durante aquellos días, en unos cuantos periódicos españoles, confirmación del despistaje generalizado al que ya empezábamos a acostumbrarnos. La Universidad de Castilla-La Mancha, en su afán por atraerse a alumnos/clientes, se anunciaba con un póster a todo color y, por supuesto, muy juvenil. En la parte alta, pero en segundo plano, tres edificios. Por su apariencia, lo mismo podían albergar bibliotecas, laboratorios, aulas, dependencias administrativas o ser sede de una empresa tecnológica o bancaria. En el lugar más destacado y sobre un fondo de amables colores, un cuarteto de jóvenes, armados de guitarras y batería, ofrecían una estampa musical como banderín de enganche. Todo muy festivo, como si en la Universidad la vida estudiantil y profesoral transcurriera entre concierto y concierto.

A lo largo de los días transcurridos desde el pasado 25 de noviembre, he comprobado el descomunal despliegue informativo tras la muerte de Maradona, un jugador de fútbol. Hasta el propio Defensor del Lector de El País ha tenido que mostrarse crítico y hacerse eco de esa desproporción periodística. Aclaro y procuro aclararme que también fui un pibe, niño y joven en los campos de tierra de un barrio popular, que a punto estuve de abandonar el bachillerato para iniciar la carrera deportiva, que no tengo nada de hincha y mucho de admirador del buen fútbol. Maradona me sedujo por su forma de jugar, aunque solo le vi a través de la televisión. Tras su paso por el Barcelona CF, me apenó su deriva hacia lo que resultó ser otro “juguete roto”. Puedo comprender que haya sido un héroe popular, un fetiche y un aliviadero de las penurias económicas y sociales de millones de personas, pero no que su muerte haya causado tal desequilibrio informativo.

Seguimos, me temo, ensanchando la fosa que acoge con entusiasmo la estupidez humana. No sé si desde un plan preconcebido, pero sí bien realizado, acabamos por darle más valor a los ratos de entretenimiento y de evasión que al esfuerzo, al estudio, al quemarse las pestañas para mejorar, individual y colectivamente, nuestro tránsito terrenal y dotarnos del necesario espíritu crítico. O sea, confunde que algo queda.

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