Añado un último tema que, en demasiadas ocasiones, me descorazona: el maltrato, cuando no la tortura, a que está sometida la lengua. No hace falta ser un profesional de la filología para darse cuenta de la pobreza del lenguaje que nos rodea y de su manipulación

OPINIÓN. Sin conclusiones. Por 
Antonio Álvarez de la Rosa
El escritor es un traductor

11/02/21. 
Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna en Santa Cruz de Tenerife Antonio Álvarez de la Rosa en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre el valor de la experiencia: “En ninguna etapa de la vida, el camino es una “recta vía” y lo habitual son los zigzagueos, atajos y tropiezos. Por eso, empieza uno a preguntarse cómo se rompió...

...la transmisión de la experiencia de quienes nos educaron, dónde quedó represado el caudal de la sabiduría que iban adquiriendo conforme se hacían mayores, por qué dejamos de escuchar y nos limitamos, casi siempre, a oír”.

Los 70 principales

A mis más o menos coetáneos

Aunque no figuran en la lista de éxitos populares, me gustan la música y la letra de los 70 principales. Por supuesto, unos temas más que otros, como ocurre con tantas cosas de la vida y de la edad o de la edad de la vida. Me apetece enumerar algunos para conocer lo que atesoro. Cuando paseo por la playa, por ejemplo, no me canso de oír el mar o de ver las nubes jugueteando con el viento, dibujándose a sí mismas. Me apena, por cierto, ver a gente que no escucha la conversación de las olas, unas veces plácida y, otras, rugiente. Me alegra(ba) ver la vida en las calles, oír frases incompletas, detenidas en el aire mientras camino por la acera sin mirar una pantalla, sin escuchar músicas enlatadas ni radios enrabietadas que me impidan imaginar lo escuchado y lo por escuchar... Me anima el trabajo y la honradez de tantos científicos que, sin ser influencers y demasiadas veces en precarias condiciones laborales, han abierto las puertas a la esperanza sanitaria (Hace más de siglo y medio, escribió Flaubert esta obviedad nada obvia: “Una sociedad ideal sería aquella en la que todo individuo funcionara según su capacidad”). Huyo de la estupidez y valoro mucho la conversación con las personas buenas, inteligentes y trufadas de ironía, esos ratos en los que nos hacemos más sabios escuchando a los que de verdad lo son. Si, además, saben apreciar las buenas mesas y bebidas, mucho mejor que mejor. Me intoxican los que, espantados por los años que van acumulando, se irritan a diestro y siniestro. Sobre todo, los que, famosos por sus novelas o ensayos -empleo el masculino, porque es lo que vengo observando-, utilizan sus columnas periodísticas para publicar sus berrinches particulares. Me apena, pongo por caso, que un escritor tan valioso como Javier Marías -le he aplaudido muchas veces a pie de página- agriete su escritura con gruñidos protestones e incluso maleducados (¿No ha encontrado en el diccionario de la Real Academia otro adjetivo que no fuera “loca” para calificar, ad feminam, la labor política de Manuela Carmena, ex alcaldesa de Madrid? Si le parecía tan nefasta, ¿por qué ha desdeñado tildarla de inepta, ineficaz o inoperante?). Salvo que alguien de quien me fío me recomiende lo reciente, apenas me hacen mella consumista las novedades -literarias, cinematográficas o musicales-, porque tiendo más a volver a saborear lo que ya aprecié en otro momento. Qué alivio, por cierto, haberse quitado la mascarilla pedante que, de jóvenes y frente a la pandilla, disimulaba nuestra ignorancia. ¿Cómo podías ir por la vida sin haber visto, no sé, los últimos gritos y susurros de Ingmar Bergman o sin haber leído tras aquella celosía francesa de Robbe-Grillet, película y novela que nos trajeron de cabeza a finales de los sesenta? Ahora, pasajero en el trasatlántico de los setentones, leo lo que me da la real o republicana gana o declaro a las claras que ni he visto, leído u oído, ni tengo intención de hacerlo, tal o cual obra sin tener que disimular mi desconocimiento. Es una etapa en la que voy comprobando, maravillado, que lo que insufla vida no es mostrar y, mucho menos, exhibir lo que sé, sino enriquecerme con lo que ignoro. Empiezo a entender ahora que, en ese trecho de la existencia, mi madre se fiara de mi hermano que, previamente, ya la había enganchado a la Fortunata y a la Jacinta galdosianas. Así fue como se asomó, vaya usted a saber por qué, a una novela como Madame Bovary. Me asombró el gigantesco salto de una lectora que, en su infancia y juventud, solo tuvo la posibilidad de terminar los estudios primarios y que, a lo largo de la mayor parte de su vida como ama de casa, apenas gozó de tiempo libre para algo que no fuera, como máximo, hojear un periódico ¡Qué libertad más atrevida la suya! Se había instalado, lo supongo ahora, en una especie de nirvana existencial, tras haberse dejado demasiada piel en su vida anterior. De ahí que, en medio de esta digresión, lamente la torpeza de mi despiste e incluso mi cortedad de miras. Ella andaba por la pasarela de los 70 cuando yo iba cumpliendo los 40 principales. Sabiendo lo que hoy sé, no sé por qué la mordaza de mi ignorancia y los tapones de mi sordera generacional me impidieron preguntarle, desde el amor y la admiración, cómo veía ella la vida desde la atalaya de la senectud. Si lo hubiese hecho, estoy seguro de que me habría facilitado el tránsito hacia el mirador desde el que ahora procuro contemplar el paisaje. Nel mezzo del cammin di nostra vita, que decía Dante paseándose con Virgilio, estoy seguro que alguna luz suya me hubiese iluminado algo la “selva oscura” que, pasados los años, o sea, ahora, estoy atravesando. En ninguna etapa de la vida, el camino es una “recta vía” y lo habitual son los zigzagueos, atajos y tropiezos. Por eso, empieza uno a preguntarse cómo se rompió la transmisión de la experiencia de quienes nos educaron, dónde quedó represado el caudal de la sabiduría que iban adquiriendo conforme se hacían mayores, por qué dejamos de escuchar y nos limitamos, casi siempre, a oír. Me lo pregunto retóricamente, porque creo que sucedió cuando empezamos a entrar en la “modernidad”, cuando decidimos que todo lo anterior era un estorbo para escalar la cima del éxito y que, para ese viaje, nuestras alforjas desentonaban con las mochilas de moda. Tras esta quizá demasiado larga confidencia, añado un último tema que, en demasiadas ocasiones, me descorazona: el maltrato, cuando no la tortura, a que está sometida la lengua. No hace falta ser un profesional de la filología para darse cuenta de la pobreza del lenguaje que nos rodea y de su manipulación (El caso de la madrileña Isabel D. A., responsable de la segunda área metropolitana de Europa y, lo que es más esencial, de casi siete millones de habitantes, puede ser el paradigma público del desbarajuste léxico y sintáctico en un cerebro desbordado por la incompetencia). De ahí que, a diario, me reafirme en la voluntad que siempre tuve como profesor, en la convicción de que, ante todo, hay que enriquecer el conocimiento de la lengua. Al respecto, compruebo que hay que salir quizá más que nunca de las murallas académicas para bajar a la arena de la divulgación, en este caso seria y divertida, como está demostrando Deslenguados, un programa de la 2 de TVE. (Desde su título, pone en tela de juicio la definición de la RAE, porque en él no se practica el lenguaje soez. Dani Orviz, poeta y presentador, simplemente trata de liberar a la lengua de sus ataduras de hierro). ¿Los seres humanos somos algo sin ella o sin ellas? ¿Tiene algo que ver la lengua con el hecho de que abandonáramos las cuevas, inventáramos la rueda o la azada e incluso el teléfono móvil? ¿Para nada han servido, por ejemplo, millones de versos que han intentado desvelarnos el amor, la soledad, la alegría de la lluvia o la tristeza de la sequía? ¿Podemos acaso sentir o transmitir la pasión con un par de emoticonos besuqueadores y robóticos? Si reflexionar sirve de algo, ¿puede existir y desarrollarse el pensamiento sin conocer la lengua todo lo profundamente que se pueda? En este sentido, ¡qué tristeza profesoral produce el desamparo en que se sienten los alumnos cuando les preguntan para qué sirve estudiar Lengua! Imaginen, les decía, la cara que pondría un ingeniero de Caminos, Canales y Puertos o como se llame hoy esa titulación, si le preguntáramos para qué sirve estudiar el hormigón. Creo, por último, que urge preguntarnos qué no hemos hecho para que se dilapide o se desdeñe tanto conocimiento y energía almacenados en la prolongada senectud de nuestro tiempo.

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