A poco que uno ame o sienta afición por algo, es bastante fácil transmitir ese entusiasmo a los que ya vienen convencidos de su casa. Es como agua de mayo dar una charla a los sedientos sobre la necesidad de la lectura o recomendar un libro

OPINIÓN. Sin conclusiones. Por 
Antonio Álvarez
El escritor es un traductor

22/04/21. 
Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna (Tenerife), Antonio Álvarez, en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre la lectura: “Lo difícil, lo que pone a prueba el convencimiento propio, es tratar de inocular tamaño veneno y antídoto en las venas de quienes nunca han sabido que el libro es como la varita mágica: en un plisplás, en lo que tarda uno...

...en abrirlo y situarse en el trampolín de la lectura, realiza los deseos ocultos de inventarse otra vida, de salirse fuera del tiempo y del espacio”.

Saltar los muros de la realidad (I)

En aquel anfiteatro habían concentrado a unas trescientas personas. Mi tiempo de intervención, me aconsejaron, no debía superar los veinte minutos. Celebrábamos el Día del Libro y se trataba de invitar a la lectura. A poco que uno ame o sienta afición por algo, es bastante fácil transmitir ese entusiasmo a los que ya vienen convencidos de su casa. Es como agua de mayo dar una charla a los sedientos sobre la necesidad de la lectura o recomendar un libro. Lo difícil, lo que pone a prueba el convencimiento propio, es tratar de inocular tamaño veneno y antídoto en las venas de quienes nunca han sabido que el libro es como la varita mágica: en un plisplás, en lo que tarda uno en abrirlo y situarse en el trampolín de la lectura, realiza los deseos ocultos de inventarse otra vida, de salirse fuera del tiempo y del espacio. Y eso fue lo que pensé porque estábamos en una cárcel y eso, para empezar, desasosiega. Sin embargo, cuando uno empieza a hablar de lo que siente con pasión, se llega a olvidar de dónde está y de quiénes le escuchan. Acabé dándome cuenta de mi “metedura de pata” al percibir una cierta inquietud en los vigilantes y, sobre todo, al escuchar el generalizado jolgorio de los presos y presas. Sencillamente, había cometido no sé si el error o el acierto de olvidarme que hablaba a personas que no pertenecían a la cofradía lectora. Empecé a elogiar la necesidad de la lectura a quienes, salvo excepciones, no tenían esa costumbre, a quienes ignoraban que, les decía textualmente, “aferrarse a un libro es una forma de derribar los muros de la realidad o de conocer mejor el mundo y, por lo tanto, de conocerse a sí mismo”. Les insistía, al leerles algunos poemas, en la posibilidad de que otra persona sea capaz de expresar lo que no sabemos decir (el amor, la soledad, la inmensa alegría de descubrir que también sentimos como el poeta, aunque hasta ese momento lo hayamos tenido agazapado entre los repliegues del corazón). Por eso, les añadí, cuando uno ha gozado y padecido gracias a los libros –también, claro, ayudado por la música o por la suma de pequeños placeres que nos puede dar la vida a diario-, procura que sus hijos o sus alumnos o quienes escuchan, aprendan a querer similares lecturas, melodías o sabores de la existencia.



Aunque ya lo había intuido, a partir de esa emocionante y enriquecedora experiencia carcelaria, me convencí de que para compartir lo que uno ama, ante todo hay que quitarse la piel académica del profesor y confesar que no por mucho leer se es mejor persona y que los libros, salvo las excepciones muy excepcionales, no sirven para engrosar la cuenta corriente. Contar la experiencia propia, les dejé caer a modo de anzuelo, puede ser una forma de acercar, sin trucos, la magia de la lectura. De ahí que me preguntara en voz alta si es fundamental para la vida futura que un adolescente, a sus 14 o 15 años, habitante de un barrio popular de Tenerife y, desde la azotea quemada por el sol, a falta de habitación propia, se bañe en las aguas frías del norte de Canadá; si es importante que, en lugar del bardino tumbado en el suelo, a la sombra del gallinero, también tuviera en un pastor de Alaska a otro perro amigo; si es primordial que ese mismo niño que chapoteaba en las aguas de lo que hoy es un muelle de Santa Cruz fuera capaz, cogido de la mano de Julio Verne, de conocer las profundidades del mar, guiado por el capitán Nemo en Veinte mil leguas de viaje submarino. (La azotea, por cierto, fue mi trampolín de la imaginación y la cuna del imprescindible aburrimiento, inseparables compañeros en la forja de la personalidad. Contra toda lógica, creía y sigo recordando que subía aquella escalera, que nunca la bajaba. O navegaba con Emilio Salgari frente a las costas de Malaisia o me enfurruñaba porque el mundo adulto no entendía el mío. Pirata de la fantasía, era Sandokán o, sencillamente, un niño. Antes que la calle del barrio, la azotea, tan cercana y tan lejana de la férula doméstica, fue la llave de mi casa al aire libre. El piso era la familia y su techo, el cielo, amueblado con el palomar de la libertad y el lavadero de la madre, territorio desde el que, sin saberlo, partía a la conquista de mí mismo).

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