Si me encuentro a un ser al que aprecio y observo que casi siempre va revestido de aluminio inoxidable, le recomiendo que se emocione, que lea algo que pueda emocionarlo

OPINIÓN. Sin conclusiones. Por 
Antonio Álvarez
El escritor es un traductor

06/05/21. 
Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna (Tenerife), Antonio Álvarez, en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe su segundo artículo sobre la lectura: “El lector, cualquier lector, es un ser privilegiado. No porque pertenezca a una minoría social, sino por las inmensas posibilidades que se le abren entre las páginas de un libro. Es tan minúscula la...

...experiencia propia, son tan pocas las vidas vividas, que no podemos despreciar las que nos ofrece la literatura”.

Saltar los muros de la realidad (y II)

A causa del escaso número de lectores que hay en España, casi todo el mundo dispara contra los profesores o contra el dragón de la televisión y demás tecnología de la distracción. Demasiada gente se pregunta, desde la buena fe o desde la ironía malévola, si sirve para algo obligar a leer a los adolescentes en un tiempo dominado por el imperio de la utilidad. Sin embargo, ese interrogante no se plantea a la hora de enseñar matemáticas, física, química o biología, imprescindibles también, por supuesto, para desentrañar la vida y nuestra existencia. En el fondo, existe un generalizado prejuicio contra las humanidades, contra la literatura o el conocimiento de la historia, o la filosofía, la creencia de que solo se puede ser inteligente si se dominan las matemáticas, cuando en realidad la ciencia y las letras no son enemigas, sino las dos caras de una misma moneda que es el ser humano. Apuesto por aportar granos de arena, por ayudar a descubrir que las experiencias que no podamos vivir están al alcance de la lectura para contribuir así a quitarnos de encima la losa de barranco de la realidad y para enseñarnos quiénes y cómo somos, o sea, la inmutable condición humana, esa que, engarfiada, nos acompaña desde que nos bajamos del árbol y cabalga sobre los lomos de todas nuestras modernidades.


No tiene ningún mérito, pero los hay que no podemos vivir sin un libro diario que llevarnos a la boca del espíritu. Cuando, por ejemplo, acudo a la consulta de un médico, además de la preocupación inherente a ese tipo de visitas, procuro que me acompañe una novela, un ensayo y hasta un libro de poemas (Recuerdo oírle decir a Rafael Arozarena que los libros de poesía debían estar editados en formato de bolsillo para llevarlos siempre con uno, como si de un cuaderno de notas o de una agenda se tratase. Nunca se sabe por dónde puede saltar la liebre de la emoción y, ayudado por unos versos, gozar de esos espacios de la felicidad). Estas manías de letraherido se tejen, por lo general, desde la infancia y la primera adolescencia. Los que no tuvimos más diversión que la calle, el cine y los libros, solemos llevar en la memoria esos tres anzuelos de la liberación. Procuro no desatender los dos primeros, pero el libro se ha convertido en el más próximo, el que generosamente está siempre al alcance, te mira, pero no te controla, frunce el ceño si no lo eliges, pero no te abronca. Tú te lo pierdes, supongo que pensará cuando lo dejas de lado, ya vendrán tiempos mejores...

El lector, cualquier lector, es un ser privilegiado. No porque pertenezca a una minoría social, sino por las inmensas posibilidades que se le abren entre las páginas de un libro. Es tan minúscula la experiencia propia, son tan pocas las vidas vividas, que no podemos despreciar las que nos ofrece la literatura. Incluso cuando el exterior se nos aparece teñido de negro o de gris, cuando nos ovillamos en el interior de nuestra concha casera, podemos hacer lo que le decía Flaubert a una corresponsal a la que nunca llegó a conocer: “Para no vivir, me sumerjo en el Arte, como un desesperado”. No se evadía, vivía creándose otra realidad. Él lo hacía, sobre todo, como escritor. Nosotros, como lectores, también podemos tener amores, viajar, asesinar, salvar vidas como un cirujano virtual, sumergirnos en las profundidades de la tierra o elevarnos hasta las alturas siderales. Nada hay que no podamos hacer apoyados en el trampolín de la imaginación, nada que no podamos experimentar. Mientras estamos encerrados en el paréntesis de la lectura, cuando hemos dejado aparcado el mundo que nos rodea, podemos ser protagonistas de otras vidas. Si un libro nos atrapa –experiencia deseada por todo lector-, no queremos salir de esa burbuja, los ruidos de la existencia llegan, en todo caso, almohadillados. No hablo solo de novelas de aventuras, hablo de las diferentes aventuras que un libro nos puede ofrecer. Desde uno de poemas a un diccionario, pasando por un ensayo. Unos versos son capaces de dejarnos levitando porque hemos encontrado lo que no sabíamos cómo expresar. Esa oración a los dioses de la lectura, el “danos el poema nuestro de cada día”, como decía el sabio Bachelard, es un pan que nutre las emociones. Cuando la sensibilidad está deshidratada por la travesía del desierto diario, somos fáciles de quebrar. Si me encuentro a un ser al que aprecio y observo que casi siempre va revestido de aluminio inoxidable, le recomiendo que se emocione, que lea algo que pueda emocionarlo. Es una terapia para no volverse marchito, para que los contratiempos de la existencia no nos abatan como a una caña seca. Un diccionario, decía. Si la lengua es la forma inseparable del fondo, si con las palabras capturamos el mundo, ¿podemos ser más saltimbanquis del conocimiento que columpiándonos de una a otra? Abrimos el diccionario y se nos abre el mundo. Al salir, ya no somos el mismo. ¿Un ensayo? Como las muletas, las andanzas de reconocidos pensadores son indispensables cuando uno sabe lo poco que sabe. Ignoramos tanto de nosotros mismos y de la realidad externa que necesitamos apoyarnos en los soportes que otros, antes y ahora, nos van dejando para conocernos mejor. Puesto que, en esencia, el hombre no ha cambiado desde que nos pusimos de pie, dado que seguimos planteándonos los mismos interrogantes, sufriendo con los mismos sinsabores y gozando con similares emociones estéticas, conviene coger de la mano a tantos y tantos escritores que, a través de los siglos, siguen acompañándonos. A quien no está acostumbrado, le resulta sorprendente comprobar cómo un libro puede seguir tan campante siglos después de su nacimiento, lo modernas que resultan, por poner un ejemplo entre cientos, las reflexiones de un señor que, como Montaigne, insaciable lector, vivió en el siglo XVI.

Todos los años, celebramos en España el Día del Libro, señal inequívoca de que el panorama cultural no está, ni mucho menos, despejado. Dedicar un día a celebrar algo se debe a la necesidad de subrayar lo que no anda bien.

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