“La librería me recuerda las dimensiones siderales de mi incultura y los placeres y satisfacciones que me reservan esos amigos encaramados en sus estanterías”
OPINIÓN. Sin conclusiones. Por Antonio Álvarez
El escritor es un traductor20/05/21. Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna (Tenerife), Antonio Álvarez, en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre librerías y libros: “la palabra ‘libertad’ es sinónima, en primer grado de consanguinidad, de ‘librerías’. Sin estas, sin su contenido y continente, el tejido de la libertad individual y ciudadana se desgarra y nos deja a la intemperie...
...de la pandemia acrítica que asuela a buena parte del mundo, esa en la que no pensar por sí mismo es norma fundamental”.
Prometeo y su librería
A pesar de que no aparezca como tal ni siquiera en el rico caladero del Diccionario de uso de la supersabia doña María Moliner, la palabra “libertad” es sinónima, en primer grado de consanguinidad, de “librerías”. Sin estas, sin su contenido y continente, el tejido de la libertad individual y ciudadana se desgarra y nos deja a la intemperie de la pandemia acrítica que asuela a buena parte del mundo, esa en la que no pensar por sí mismo es norma fundamental. Uno de los sólidos pilares del sentido común es reconocer la ignorancia propia, porque darse cuenta de lo que uno no sabe, abre un asombroso abanico de conocimientos posibles. Al menos en mi caso, una librería es un escaparate por el que me puedo pasear, tocar, ojear y hojear libros que, además de permitirme vivir muchísimas más vidas de las que podré vivir incluso llegando a centenario, además de hacerme poeta con los poetas y nombrar el mundo cogido de sus manos, además de ampliar lo que ya sé, la librería me recuerda las dimensiones siderales de mi incultura y los placeres y satisfacciones que me reservan esos amigos encaramados en sus estanterías.
Cuando las librerías también eran espacios de convivencia tertuliana y el tiempo se remansaba en ellas, compartías saberes, aprendías, enseñabas y, cuando menos te lo esperabas, un lector y tertuliano te ofrecía, por ejemplo, un salvavidas para no naufragar en el mar de las páginas. Recuerdo ahora que, en mis primeros años de traductor, casi caigo en una de esas trampas que hay que evitar, so pena de convertirte en un traidor. La dictadura estaba enterrada, pero aún había en España mucha obra literaria prohibida. Traducía yo La estrella rosa, una novela de Dominique Fernandez (premio Goncourt), la relación amorosa entre dos profesores homosexuales en la revolucionada Francia de mayo de 1968. Se desgranaban versos, traducidos al francés, de Federico García Lorca. Que yo recuerde ni el narrador ni sus personajes mencionaban el origen de los mismos. Es decir, sabía que eran del poeta granadino, pero no a qué obra pertenecían. Una tarde, al comentar el sacrilegio literario de traducir a Lorca del francés al español, un cliente asiduo de aquella librería lagunera -al poco, me enteré de que era magistrado-, me tranquilizó al revelarme que procedían de El público, obra de teatro que aún no se había publicado en España y era, por lo tanto, imposible de encontrar ni en librerías ni, por supuesto, en bibliotecas públicas. Días después, me dejó un ejemplar editado en Argentina.
¿Cómo acercarse a la mayoría de los libros si ni siquiera sabemos la riqueza o pobreza que contienen? Uno, por ejemplo, puede catar un vino y hacerse una idea cabal de su calidad, prueba unos zapatos en la tienda, sale a la calle con ellos y, al cabo de cien metros, empieza a pensar a quién se los regala -los hay muy bonitos que impiden caminar-, escucha el fragmento de una melodía que invita a seguirla escuchando, etc. ¿Cómo, insisto, puedo tener una mínima idea de los miles de libros que, ordenados y obedientes, me esperan en las estanterías de una librería? Los que algo sabemos de algún género literario o de alguna rama del conocimiento, nos podemos mover por ese bosque bibliográfico sin más ayuda que la paciencia. Sin embargo, cuando lo ignoramos casi todo de aquello sobre lo que nos ha llamado la atención, solo podemos orientarnos con la brújula del librero, profesión esencial en la cadena del conocimiento, porque cuantos menos haya, más dictadura en el imperio del algoritmo. ¿A qué lector no le ha ocurrido interesarse a través de su ordenador por tal o cual edición de una novela y, al poco, recibir en un parpadeante ventanuco la recomendación de otra que el tal algoritmo ha considerado que puede ser de su interés? (Me ocurrió y me quedé y escaldado cuando vi la equiparación de Madame Bovary con una novelucha “romántica”). ¿Cómo no sentirse perdidos? Preguntando a los libreros, dejándose aconsejar porque suelen ser muy buenos lectores. Por el contrario, la venta de libros por Internet me parece un empobrecimiento similar al de los diccionarios digitales: solo se entera uno del vocablo buscado y no lo asocia con la familia léxica que le rodea y enriquece. Al consultante electrónico le ocurre como al caballo del picador: las anteojeras le limitan la visión.
Por una doble fuente, la de la memoria emocional de toda una vida de librerías y la del raciocinio, cada vez tengo más claro que comprar libros en el mercado del ciberespacio es prescindir de pequeños espacios para la felicidad, de ratitos de convivencia enriquecedora. Es una diferencia parecida a la de ir al cine del barrio o ver la misma película en la cámara acorazada del domicilio. De ahí que, a la vista del incipiente inicio de la normalidad sanitaria, me haya contagiado de un cierto optimismo. Como casi todo va muy deprisa, hay que mirar de vez en cuando en el retrovisor de la memoria. Según avanzaba la pandemia del coronavirus, las librerías se cerraban, sonaban los oscuros clarines de la desaparición y crecía el comercio electrónico que beneficia, sobre todo, al gigante de la distribución que, por si fuera poco, goza de bula fiscal. Sin embargo, Amazon, a pesar de ser una corriente impetuosa, no solo no ha acabado con las librerías, sino que ahora los ciudadanos, según datos oficiales, leen más, bastante más y buscan de nuevo esos espacios que, aún desprovistos de terrazas y de cañas, siguen alimentando el espíritu crítico que permite, por ejemplo, no reducir la complejidad de la sociedad y la solución de sus problemas al sacrificio de un chivo expiatorio (Entre muchos otros, el caso de la persecución política a Pablo Iglesias por toda una poderosa jauría mediática y ciudadana, me parece un ejemplo de la derrota del pensamiento libre). Como escribe Milan Kundera a propósito de los tópicos que tanto combatió Flaubert, “es posible imaginar el futuro sin la lucha de clases o sin el psicoanálisis, pero no sin la irresistible ascensión de las ideas recibidas que, inscritas en los ordenadores y propagadas por los medios de comunicación, amenazan con llegar pronto a ser una fuerza que aplaste todo el pensamiento original e individual y ahogue así la esencia misma de la cultura europea de los tiempos modernos”.
En El psicoanálisis del fuego, Gaston Bachelard analiza el mito de Prometeo como la ilustración del deseo humano de intelectualizarnos, de tener una vida intelectual a semejanza de los dioses, es decir, de una vida no sujeta a las cadenas de la utilidad. De ahí que en ese maravilloso y poético estudio él propusiera etiquetar con el nombre de complejo de Prometeo “a todas las tendencias que nos impulsen a saber tanto como nuestros padres, más que nuestros padres, tanto como nuestros maestros, más que nuestros maestros”. Prometeo robó el fuego de los dioses y lo donó a los humanos para que se beneficiaran de sus múltiples ventajas. No obstante, a la vista del desgraciado suceso que amenazó seriamente la existencia de Proteo y Prometeo, institución cultural de Málaga que, a lo largo de medio siglo vendiendo libros y creándolos desde ediciones del Genal, se ha convertido en un referente cultural ineludible, alejémosla del fuego y hagamos votos porque Prometeo y su librería sigan dando cobijo a la imprescindible necesidad de leer y de saber.
Foto: Silvia Sala. https://www.flickr.com/photos/shitsuren
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