“Más allá del dolor de sus allegados, el difunto es poco más que un pretexto para recordarnos el deber social del entierro”
OPINIÓN. Sin conclusiones. Por Antonio Álvarez
El escritor es un traductor
17/03/22. Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna (Tenerife), Antonio Álvarez, en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre novelas ‘imaginarias’: “Los hechos singulares y los protagonistas de las Vidas imaginarias de Schwob pueden ser la prueba de que la literatura es una forma complementaria de acercarse al conocimiento,...
...individual y social, de los seres humanos y me convencí de que, en el árbol genealógico de la humanidad, tan heredero soy de Petronio como de un enloquecido corsario”.
Vidas y muertes imaginarias
Nivaria Tejera, escritora cubana de padre tinerfeño, obtuvo en 1971 el premio, en aquel entonces muy prestigiado, Biblioteca Breve. Por cierto, su novela, Sonámbulo del sol -apenas distribuido en España por oscuras decisiones de la intelligentsia hispano-cubana-, fue galardonada por el siguiente jurado: Juan Rulfo, Luis Goytisolo, Pere Gimferrer y Juan Ferraté. Exiliada en París pocos años después de la revolución cubana, autora también de El Barranco, ambientada en La Laguna -quizá la primera novela sobre nuestra guerra civil escrita en español-, es una escritora casi desconocida para los radares y altavoces de la crítica en España (Todos sus libros fueron escritos en español, pero primero se editaron traducidos al francés). Hace casi veinte años, me regaló su ejemplar de Morts imaginaires (Muertes imaginarias, traducción española en Eda Libros, 2021), el ensayo de Michel Schneider que ganó el prestigioso premio Médicis en 2003. Me sorprendió el entusiasmo de Nivaria por este ensayo literario, porque sabía de su miedo a la muerte. (Tampoco le gustaba, por cierto, que apareciera en la conversación la palabra “vejez”, aunque yo la empleara de forma humorística o irónica). Sin embargo, cuando leí y medité Morts imaginaires, acabé comprendiendo la fascinación que ella había sentido al leer esta obra de Michel Schneider. De ahí que, convertido en agente literario, resignado pero pertinaz, haya estado casi 20 años tratando de que ese ensayo se editara en España. Estaba en deuda con la memoria de mi amiga.
Al poco de haber conocido a Francisco Javier Torres, el editor de Eda libros, le propuse traducir dos obras escritas en francés. Una de ellas, Morts imaginaires. Lo primero que me gustó de esta relación profesional es que acusó recibo de mis proyectos y no hizo lo que suele hacerse desde la gestión pública o privada, el silencio mal administrado. En principio, esta cortesía no debía ser subrayada como novedad, porque mi forma de entender las relaciones humanas me lleva a creer que la educación es lo primero. Un catedrático de Filología Francesa de una universidad española se dirige a un editor para proponerle, razonadamente, es decir, con argumentos, la idoneidad de publicar una obra que le parece meritoria. Sin embargo, a lo largo de estos últimos veinte años, los archivos de mi ordenador han ido almacenando la sordomudez de una quincena de editoriales -algunas muy conocidas- a las que hice esta misma propuesta que, por fin, magníficamente editada se presentó el pasado día 3 de marzo en el museo Thyssen de Málaga. Dicho sea de paso y por lo que voy leyendo de su amplio catálogo, Paco Torres pertenece a la estirpe de editores que son, previamente, grandes lectores, grandes tipógrafos… arriesgados, pero coherentes, abiertos a nuevos horizontes literarios, pero buscando siempre lo que hubiesen deseado escribir o, al menos, leer.
Como contrabandista de lenguas, aproveché la ocasión para que constara en el libro de reclamaciones el pertinaz olvido de la figura del traductor por parte de demasiados críticos literarios. El "desprecia cuanto ignora" de don Antonio Machado puede explicar ese desdén por la escritura de un traductor y no me refiero, precisamente, a la ignorancia de los conciudadanos, incluso de los que son lectores. Hablo de escribas y escribanos que vegetan, por ejemplo, entre las páginas periodísticas de nuestro país. Podemos leer en ellas cosas como “el fluido y musical estilo de Fulano, “la sólida y vibrante prosa de Mengana” u otras lindezas parecidas, sin que el nombre del traductor aparezca por parte alguna, como si verter la prosa original a otro molde lingüístico fuera cuestión de papel de calco, en resumen, coser y traducir. Lo normal, en todo caso, es que se le mencione para denostar su traducción. Por supuesto, muchas veces está plenamente justificado el ataque, pero creo más sano, justo y esclarecedor que los reseñadores estuvieran a las verdes y a las maduras.
En 2017, tuve la suerte buscada de traducidar para Alianza Editorial Vidas imaginarias, de Marcel Schowb (1867-1905). Cuando lo releí con la lupa del ojo traductor, fui consciente de que, como lector, quizá no separaba las nubes de la fantasía de los pedregales de la realidad. En cuanto quedé atrapado en las redes de la fascinación, en el trasmallo de una prosa cargada de ensoñaciones, caí en la cuenta de que la Historia no es patrimonio exclusivo de los historiadores, que los hechos singulares y los protagonistas de las Vidas imaginarias de Schwob pueden ser la prueba de que la literatura es una forma complementaria de acercarse al conocimiento, individual y social, de los seres humanos y me convencí de que, en el árbol genealógico de la humanidad, tan heredero soy de Petronio como de un enloquecido corsario, porque la Historia NO solo es la suma y la resta de lo protagonizado por los grandes nombres que nos han grabado a fuego en las neuronas del conocimiento.
La influencia de Marcel Schwob, la huella de su obra, además de profunda en Borges (Historia universal de la infamia), es visible en múltiples escritores. Como un Guadiana, aparece en la superficie literaria de vez en cuando, forma como una suerte de acuífero subterráneo que se manifiesta, por ejemplo, en Muertes imaginarias de Michel Schneider, la muerte de una serie de escritores, incluida la de Schwob, interpretada desde un punto de vista diferente al de la verdad histórica.
En una carta a George Sand (23-II-1869), decía Flaubert que “la vida debe ser una educación incesante; hay que aprenderlo todo, desde hablar hasta morir”. Nuestra época, no obstante, lleva demasiado tiempo ocultando el rostro de la muerte, sepultándola en hospitales y tanatorios. Más allá del dolor de sus allegados, el difunto es poco más que un pretexto para recordarnos el deber social del entierro. Mientras releía el ensayo de Schneider -entonces, además, con las gafas de buceo suplementarias del traductor-, me iba enterando de que en nuestro actual horizonte informativo han empezado a aparecer fenómenos como el de “los cafés de la muerte”, una suerte de tertulias en las que se habla de lo que más nos angustia, conversaciones desinhibidas para tratar de entender que la vida no es comprensible sin la muerte. Casi en el pórtico de su obra dice Michel Schneider: “En cierto modo, ser escritor es interrogarse sobre lo que el lenguaje puede decir de la muerte”. Los novelistas imaginan la muerte de sus personajes, se documentan sobre los detalles médicos o funerarios (Quien haya leído Madame Bovary y, por consiguiente, la escena de la muerte atroz de Emma, sabe de lo que hablo). De ahí que sea comprensible que un escritor como M. Schneider imagine la muerte de otros escritores -la de treinta y seis en este libro, desde Michel de Montaigne (siglo XVI) hasta Truman Capote (siglo XX)- quizá intentando escribir la suya propia. En este inmenso abanico de la historia de la literatura se reproduce un espléndido diálogo doliente, pero también irónico, asustado, pero también ególatra, la escritura como un conjuro para pararle las patas al tiempo que se acaba. ¡Toda una lección biológica el paseo por estas vidas y muertes imaginarias! Si filosofar es aprender a morir, como dejó escrito Montaigne, leer es, además de la mejor terapia neuronal, aplazar la visita de Tánatos -el dios de la muerte no violenta en la mitología griega- e invitarle a pasar a la sala de espera hasta que no nos quede más remedio que recibirle. Este magnífico ensayo es una magistral lección de vida que, además, puede contribuir a hacernos más familiar y llevadera la reflexión sobre la muerte.
Puede leer aquí anteriores artículos de Antonio Álvarez de la Rosa