“En España hay todavía muchos silencios significativos sobre la guerra y la posguerra, miedos directos e indirectos que siguen manteniendo sucesos y nombres en la oscuridad o en la penumbra”
OPINIÓN. Sin conclusiones. Por Antonio Álvarez
El escritor es un traductor
31/03/22. Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna (Tenerife), Antonio Álvarez, en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre el poder de la desmemoria: “Yo, que creía conocer, al menos, lo esencial de la historia de España del siglo XX, acababa de comprobar, una vez más, que la desmemoria de la derecha española -no solo...
...de sus ejercientes gestores, sino de los buenos conciudadanos silenciosos- había sido capaz de ocultarme la Desbandá, uno más de los episodios bárbaros de la entonces naciente dictadura”.
El poder de los desmemoriados
Hace ya casi cinco años, a poco de trasladar mi residencia a Málaga, Miguel Moreta, amigo y vecino en estas páginas “observadoras”, me contó la canallada histórica: el crimen de guerra perpetrado el 8 de febrero de 1937. Tras la toma de Málaga por las tropas de Franco, se calcula que unas ciento cincuenta mil personas huyeron despavoridas por la carretera que unía esta ciudad con Almería. En ese trayecto, la aviación alemana, la marina italiana y las pasivas autoridades de la capital de la provincia ejecutaron a unas cinco mil de entre ellas. Demostrada mi ignorancia de esta infamia, me tragué entonces el amargo cóctel de dos partes de vergüenza intelectual y una de rabia política. Yo, que creía conocer, al menos, lo esencial de la historia de España del siglo XX, acababa de comprobar, una vez más, que la desmemoria de la derecha española -no solo de sus ejercientes gestores, sino de los buenos conciudadanos silenciosos- había sido capaz de ocultarme la Desbandá, uno más de los episodios bárbaros de la entonces naciente dictadura. A partir de ahí, el Peñón del Cuervo es un enclave capitalino de visita obligada para mis huéspedes nacionales o extranjeros (A pesar, por cierto, de la degradación creciente del acceso y demás instalaciones en ese Lugar de Memoria Histórica).
La respuesta a la pregunta que, desde entonces, me zumbaba en el oído de la incomprensión, me la ha puesto en bandeja Ignacio López, el diputado del PSOE por Málaga, al defender una Proposición no de Ley para incluir la Desbandá en el Inventario Estatal de Lugares de Memoria Democrática: “La cuestión no es por qué la planteamos 85 años después, sino por qué hemos tardado 85 años en hacerlo. Pero más vale tarde que nunca. Es una deuda con las víctimas”.
Salvo durante la primera década de la Transición, la derecha nunca se ha sentido acomplejada para recordar, festejar y ensalzar su victoria en la guerra civil y en nuestra larguísima dictadura. El Valle de los Caídos, faraónico mausoleo del franquismo sin equiparación posible en Alemania o Italia, las otras dos cunas del fascismo, empezó a ser construido, recién acabada la guerra, por prisioneros republicanos para “perpetuar la memoria de los caídos de nuestra gloriosa Cruzada”, según consta en el decreto fundacional de 1 de abril de 1940. Hasta hace muy pocos años, no se empezó a identificar y enterrar dignamente a algunos de los otros miles de muertos, abandonados en fosas comunes. Ha sido, está siendo, ¿seguirá siendo?, una labor emprendida y sostenida por Asociaciones civiles de muchos lugares de España que, en la mayoría de los casos, han tenido que luchar contra la oposición, el desdén y hasta el silencio administrativo de ayuntamientos y demás instituciones, democráticas desde luego, pero amnésicas (Recuérdese, por cierto, que Mariano Rajoy se vanaglorió de derogar de facto la Ley de Memoria Histórica al suprimir su dotación presupuestaria). Identificar esos cadáveres, reparar ese desgarrón en la memoria de sus familiares, es uno de los puntos negros en el tránsito de nuestra transición democrática. Por no saber, no sabemos aún ni cómo asesinaron a García Lorca, quizá el gran símbolo de la barbarie civil y militar de nuestra guerra. En España hay todavía muchos silencios significativos sobre la guerra y la posguerra, miedos directos e indirectos que siguen manteniendo sucesos y nombres en la oscuridad o en la penumbra.
Cuando, en su momento, leí y subrayé la conocida, mediática y popularmente conocida como Ley de la Memoria histórica (2007), no encontré nada, ni en la exposición de motivos ni en su articulado, que pueda ser rechazado por un demócrata. Otra cosa es que quedaran por el camino parlamentario asuntos como la anulación de juicios, celebrados sin la menor garantía procesal. Lo cierto es que se trató de un gran paso adelante para apuntalar “el espíritu de reconciliación y concordia y de respeto al pluralismo y a la defensa pacífica de todas las ideas que guiaron la Transición”. En ese mismo sentido, cómo se puede dudar de la necesidad de asumir lo que, previamente, había aprobado por unanimidad el Congreso de los Diputados el 20 de noviembre de 2002 al reiterar “que nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y dignidad de todos los ciudadanos”. Y, por último, cómo no incorporar con rango de Ley el Informe del Consejo de Europa del 17 de marzo de 2006 en el que se denunció la violación de los Derechos Humanos cometida en España entre 1939 y 1975.
Asombra, por ello mismo, que el PP siga con la muletilla negacionista de pasar la página del pasado, mirar solo hacia delante, no abrir heridas ciudadanas como si ya estuvieran cerradas, y seguir utilizando la tinta engatusadora del calamar. Por aquellos años, por cierto, uno de sus grandes escribidores que más me revolvió las tripas éticas fue Mayor Oreja, uno de los líderes del PP que ahora, si ahora fuera joven, podría dirigir VOX. Para él, aseveró entonces con la rotundidad del sectario, el franquismo fue una etapa de extraordinaria placidez. Sin duda, gran parte de los cuarenta años debieron ser un bálsamo para los que vencieron y se pudieron aprovechar de la dictadura. Olvidó, sin embargo las grandes zonas de sombra de esa etapa. Por no citar, citando, los largos y terribles años de cárcel de quienes solo perseguían la libertad, los campos de concentración que desaparecieron de este país a comienzos de la década de los 60, los represaliados profesionales -¡ay la memoria de esos miles de profesores purgados!-, el exilio obligado y toda la grisalla ambiental. ¿Es posible olvidar que, allá por el año 67, hiciera falta un certificado de buena conducta, expedido por la autoridad competente, para hacer el servicio militar reservado a los universitarios e ignorar que era denegado por el simple hecho de que el padre del interesado hubiese tenido, antes de la Guerra civil, un carné de la CNT? ¿Es posible desdeñar, como si se tratara de una nadería burocrática, que hasta 1965 un destacado profesional y honrado ciudadano de cuarenta años de edad podía no tener pasaporte por el hecho de ser desafecto al Régimen?
En el fondo, lo esencial de este contumaz negacionismo del PP es su erosión democrática y consiguiente retraso en homologarse con otras derechas modernas. Practican la desmemoria, porque solo recuerdan el poder, su poder.
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