Miramos tan poco lo que nos rodea y es parte intrínseca de nuestra existencia que, quizá sin percatarnos, hemos empezado a vivir vicariamente en el escenario de nuestro teléfono móvil

OPINIÓN. Sin conclusiones. Por 
Antonio Álvarez
El escritor es un traductor

22/09/22. 
Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna (Tenerife), Antonio Álvarez, en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre el placer de la observación: “Aquel caballero era una rareza en el ecosistema urbanita: se mantenía sereno, sin hacer nada, y observaba su entorno o “miraba para los celajes”, expresión que recuerdo de...

...mi niñez canaria que resume, casi poéticamente, esa actitud mental, tan creativa y propia de la niñez, de estar distraído o ensimismado”.

Más allá de las narices

“Para que una cosa sea interesante, basta con mirarla intensamente”. La primera vez que leí la frase de Flaubert me pareció una ocurrencia sin mayor enjundia. Sin embargo, cuando la digerí pasados los años y las relecturas, sentí que por ella circulaba la savia de la sabiduría y que, en consecuencia, desde un científico a un carpintero, desde un escritor a un fontanero, desde un profesor a un aprendiz, parece conveniente que todo ser humano pensante mire detenidamente a su alrededor – ya sea una persona, animal, cosa o paisaje- y se plantee las correspondientes preguntas y subsiguientes dudas.


Hace pocos días, en plena canícula malagueña, transitaba por un parque cercano a mi domicilio. Llevaba un periódico en la mano -modelo de estampa viejuna- que, instantes después, iba a facilitarme un puesto de observación privilegiado, casi como en una de esas cabinas de madera que permiten examinar de cerca a las aves de una marisma. Escudado tras las páginas del diario, pude contemplar a un señor, sentado como yo, en otro banco. Su mirada se movía como una especie de trávelin circular, pasaba por la “jaula” de los niños juguetones, enfocaba a las chillonas cotorras y acababa meciéndose en las ramas de los árboles o posándose en las flores. Poco a poco, caí en la cuenta de que no tenía -paradigma de la vetustez- ni un modesto teléfono móvil en la mano. Y fue, lo confieso, como un descubrimiento antropológico. Aquel caballero era una rareza en el ecosistema urbanita: se mantenía sereno, sin hacer nada, y observaba su entorno o “miraba para los celajes”, expresión que recuerdo de mi niñez canaria que resume, casi poéticamente, esa actitud mental, tan creativa y propia de la niñez, de estar distraído o ensimismado.


Casi en paralelo, andaba leyendo -dicho sea de paso, no se lee con los pies, pero leer andando es muy recomendable, salvo que haya farolas o barrancos en la cercanía- El poder de la distracción, de Alessandra Aloisi (Alianza Editorial, 2022). Estoy convencido de que la parafernalia tecnológica que nos rodea está destinada, en buena medida, a aparentar que nos entretiene, pero en el fondo lo que consigue es obligarnos a ver una realidad que solo existe en el interior del bazar consumista. Se trata de un ensayo muy recomendable, sobre todo si uno quiere que le ayuden a distraerse creativamente, a dejar que la mente se ponga en modo “calma” (como, por ejemplo, cuando buscamos, desesperados, un nombre que está en la punta de la lengua) y trata uno de evitar que le distraigan de lo esencial. Tras leer las reflexiones de esta joven profesora de la universidad de Oxford, las sospechas iniciales se confirmaron: “cuando decimos, por ejemplo, que los teléfonos móviles, las redes sociales, etc., son causas de distracción, el fenómeno al que nos referimos en realidad es algo distinto a la distracción. El efecto de estos dispositivos no es tanto la distracción como la gestión continua y anticipada de nuestra atención” (p. 17).

Una vez adquirida la costumbre de mirar, resulta muy difícil limitarse a ver, porque lo que puede ser de interés estaba, sobre todo hasta hace un pestañeo cronológico, delante de nuestras narices. Desde hace unos pocos años, hemos cambiado -nos han cambiado- el tiempo verbal de esta expresión de proximidad, porque en el rabioso presente podría significar lo contrario. Antes de la implantación de los móviles en la retina de nuestra visión del mundo, “no ver más allá de nuestras narices” significaba ser muy corto de vista o ser poco perspicaz, poco avisado, digamos. Ahora, visto lo requetevisto en calles, autobuses, trenes e incluso coches y motos, en plazas, parques, jardines, playas, montes y cañadas, levantar la vista y mirar lo que nos rodea es actitud sospechosa, comportamiento extravagante, inquietante incluso y, desde luego, nada moderno. Atando algún que otro cabo reflexivo, no sé si nuestro amurallamiento colectivo detrás de las pantallas es la confirmación de aquello que decía Pascal en el siglo XVII y que resumo sin traicionar: “la desgracia del ser humano procede de no saber quedarse solo, descansando, en una habitación”. Me temo que hemos ennegrecido esa desgracia y ahora no somos capaces de quedarnos solos ni en la quietud de un parque… También es posible que, frente a la inquietud, dueña y señora de nuestro tiempo, estemos permitiendo que nos distraigan unas máquinas y sus algoritmos. Más que nada, para no ver.


Miramos tan poco lo que nos rodea y es parte intrínseca de nuestra existencia que, quizá sin percatarnos, hemos empezado a vivir vicariamente en el escenario de nuestro teléfono móvil. Su pantalla hace las veces, incluso dicen que tiene las facultades, del ser humano y, en consecuencia, le sustituye, porque solo vemos -fugazmente, eso sí- en su cristal líquido. Por otra parte, quizá escuchamos tan poco que ni siquiera aprovechamos los ansiolíticos gratuitos y saludables como, por ejemplo, los de un paseo al son de la nana playera que canta el rebalaje. De los otros, de los inhibidores farmacológicos de la ansiedad, los españoles somos los primeros consumidores mundiales. Por cierto, qué falta de respeto para nuestros tímpanos la proliferación de auriculares que ensordecen nuestros oídos sociales y nos divorcian de la naturaleza.

En resumen, además del tomate, del diario ejercicio físico, de la buena compañía amatoria, de los libros, la música, el cine y el teatro, de las relaciones sociales nutritivas, de todo aquello que nos sirva de salvavidas, creo que la curiosidad es uno de los antioxidantes más potentes para mantener aceitadas las neuronas. La curiosidad, me huelo, es enemiga de los algoritmos empleados en los trasmallos publicitarios, porque el espíritu crítico, como la ironía, debe empezar por uno mismo y al tal algoritmo solo le interesa, aunque disimule todo lo contrario, mimar a la masa, al número que aplasta la individualidad.

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