“El Arcángel es una novela que, de entrada y en términos boxísticos, prescinde de fintas, amagos y demás preámbulos para soltarle, ya en la primera página, un directo al mentón desprevenido del lector”
OPINIÓN. Sin conclusiones. Por Antonio Álvarez
El escritor es un traductor
26/01/23. Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna (Tenerife), Antonio Álvarez, en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre la novela ‘El Arcángel (La Canción del hijoputa)’, de Cristóbal Ruiz: “Me asombra, dicho sea retóricamente, que esta historia tan desgarradora y, al tiempo, impregnada de ternura y de ironía, tan hondamente...
...escrita, haya pasado por debajo de las mesas de demasiados críticos y reseñadores. Es la confirmación en grado sumo del desbarajuste mercantil de la cultura en España”.
La novela de un arcángel
No sé en cuántas publicaciones periódicas, radios, televisiones y demás medios de comunicación se habla de novelas. Sin presumir de sociólogo de la literatura, lo que sí he podido comprobar es que en un enorme tanto por ciento solo se reproducen sus contraportadas editoriales. Cuando se habla de las obras, el comentario, la entrevista o la conversación, además del chismorreo sobre los autores, casi siempre giran en torno al argumento, a la actualidad del tema o a su pertinencia social. Sin embargo, son escasos las explicaciones sobre la carpintería de la obra, el estilo, el fondo y la forma, que componen un solo e indisoluble conjunto. De ahí que, en demasiadas ocasiones, tenga la impresión de que algunos escritores, tras su pasaporte para la fama y aceptación popular, escriban lo que escriban siguen gozando de una suerte de inmunidad crítica que ciega a sus lectores. ¿Es, por lo tanto, oro literario todo lo que reluce en el escaparate novelístico? Sin duda, no, porque en esto, como en tantas cosas de la vida, existen las joyas, la bisutería y toda suerte de oropeles. Las dudas son antiguas, la manipulación también. Lo rarísimo es encontrar la reseña de una novela diferente, sobre todo si ha sido publicada por una editorial pequeña. Es decir, una vez alcanzado un “ocho mil” o un “cuatro mil”, cualquier caminata literaria de un escritor se reseña como la cumbre de un Everest y casi nadie se atreve a reconocer el destape del emperador, como en El rey desnudo de Andersen.
Uno de los pocos inconvenientes que tiene haber (re)leído mucho y bueno es caer en la tentación de que en el ancho mundo editorial no hay más cera literaria que la que arde y que, en adelante, ya ninguna novela podrá dejarte turulato como in illo tempore, cuando habitabas, quizás más de la cuenta, entre las páginas de los libros. Empezaba a creer que el paso de los años me iba llevando a abandonar la ficción y a buscarme en el ensayo. Más aún cuando supe que en Francia algún estudioso diagnostica que, a partir de la cincuentena, el lector busca más la reflexión que la ficción. Me iba convenciendo de que se había esfumado la magia de las novelas y solo vivía en ellas a ratos, como un okupa a tiempo parcial. Con el ensayo, me decía, al menos intento entender el mundo que me rodea…, que ya es tarea prometeica. Así venía siendo hasta que una mano amiga me recomendó la lectura de El Arcángel (La Canción del hijoputa), de Cristóbal Ruiz, publicada por EDA Libros ¡hace ya casi ocho años! En cualquier caso, me asombra, dicho sea retóricamente, que esta historia tan desgarradora y, al tiempo, impregnada de ternura y de ironía, tan hondamente escrita, haya pasado por debajo de las mesas de demasiados críticos y reseñadores. Es la confirmación en grado sumo del desbarajuste mercantil de la cultura en España. En los países europeos de los que algo conozco, hay lectores de muy variado pelaje, escritores buenos, regulares y malos, pero queda un reducto -minoritario, en principio- cuyos radares no están tan averiados. Entre nosotros, sin embargo, el altavoz editorial español y, por consiguiente, los receptores periodísticos casi siempre apuestan por el caballo ganador.
El Arcángel es una novela que, de entrada y en términos boxísticos, prescinde de fintas, amagos y demás preámbulos para soltarle, ya en la primera página, un directo al mentón desprevenido del lector. La obra se divide en dos partes. La primera transcurre en un pueblo sin nombre de la España profunda, uno de tantos como vemos desfilar en la toponimia de las carreteras y autopistas. Tres personajes nada convencionales y Trueno, un perro inolvidable. Isabel, madre y prostituta, Samuel, un hijo retrasado mental y Gabriel, el otro hijo “inadaptado” que se ha marchado a Madrid a la búsqueda de otra vida: “El gasolinero poeta, el peluquero retrasado y la puta canosa, como una familia de psicópatas viviendo en un desierto de película de carretera. Los raros, los indecentes, los chiflados” (p. 226).
Contado por Samuel, el relato de estas tres biografías empieza en el bar del pueblo tras la muerte de la madre: “ESTOY TAN TRISTE que me hago gracia. Y sonrío. –‘Otro chispacito, Samuel. Invita la casa, hombre’. La lágrima idiota que tenía en la punta de la nariz cae dentro de la copa de chinchón que me pone Luciano, y deja una estela blanquecina, como un yesista que se tira a una piscina después de trabajar”. A partir de ahí y antes de ser abducido por los pases mágicos del narrador, supe que estaba leyendo algo distinto. Lo cierto es que, sobre todo, Samuel y, en el eco de los ecos, su hermano Gabriel, me habrán de acompañar durante mucho tiempo mientras permanezca ese poso de lucidez en el paladar de la lectura que se relame de gusto y de sabiduría, porque la historia de esa familia, sostenida durante quinientas páginas sobre una escritura que sacude y desempolva la lengua y la sintaxis, que te quita las legañas de lo políticamente correcto, del falso triunfo de los triunfadores y logra que admires la dignidad y el humor de los que, condenados por un orden social y unos implacables estereotipos morales, no cesan de VIVIR con mayúsculas, de desechar lo convencional y de aprovechar lo que de inmaterial nos ofrece la vida. A sus sesenta y tantos años, Samuel es el eje de toda la narración, un espejo formante y provocador en el que podemos corregirnos la miopía cotidiana, un maestro de la expresión hablada como solo lo puede ser quien la ha mamado en las tetas de la realidad impura y dura, la ha pasado por el tamiz de la literatura y de la imaginación, la ha sazonado con la inteligencia de los que saben relacionar lo equívoco y acaban sacudiendo, en este caso al lector, como los golpes que, en los tics convulsos de su cabeza, también se da el pobre Samuel contra las paredes de los tópicos, del conformismo y del esto ha sido así toda la vida.
Un día, tras la muerte de su madre, Samuel descubre LA CARPETA NEGRA, un cuaderno en el que Gabriel, el poeta y pensador autodesterrado, ha ido escribiendo una suerte de enciclopedia vital para que su hermano no se pierda en el laberinto prefabricado de las falacias sociales y políticas. Desde una mirada divertidamente lúcida y anarquista, el narrador lo mismo destripa la reforma agraria que desempolva el entramado de la monarquía: “Releo algunas de las notas que he escrito todos estos años para ti, Samuel, y sé que nunca te las voy a enseñar. Se me han colapsado los sentimientos de pronto y casi odio a los dos niños que fuimos, los dos hombres que, a pesar de todo, seguiremos siendo, aunque a veces queramos volver al Muriana con el pobre Trueno a no ver ni una liebre. Al final, no has aprendido nada de mí, salvo la literatura que pude traer a casa. Estoy viendo los libros del despacho (…) Hemos vivido tanto tiempo con ellos, que ya no los vemos, Samuel. Y han sido nuestra vida. No la vida real” (p. 229-230).
La segunda parte de El Arcángel transcurre en “Madrid, Madrid, Madrid”, porque Samuel ha decidido, a sus años y contra la opinión de todos, viajar a la gran ciudad a la búsqueda del hermano que ni siquiera ha dado señales de su fracaso como humorista/monologuista. Poco a poco, encuentra algunas huellas de Gabriel regadas por bares, cafés, cafetuchos, y pensiones en los que este ha ido dejando los jirones de su ambición. Acaba encontrándolo, ya moribundo, en la cama de un hospital: “Giras lentamente la cabeza a tu derecha, hacia la ventana y la tormenta, y es la vergüenza de los arcángeles cuando se mueren, la tristeza de los niños cuando les traicionan y no hay magia, sino truco, cuando no hay Reyes Magos, sino dinero” (p. 483).
En resumen, me he sentido un lector privilegiado por haber podido hermanarme con la familia Velay -¡qué maternal retrato el de esa madre!- y salir reconfortado de esas andanzas de pueblo y de ciudad, tras comprobar que en España hay atrevidos editores y espléndidos escritores como Cristóbal Ruiz del que ¡ay!, ignorante de mí, no tenía ni idea hasta ahora. Espero volver pronto al barrio de Lavapiés de la mano de su siguiente novela Hola, Melón (El grifo del Rompeolas), también publicada por EDA Libros.
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