“Ambos, desde la infancia, no tienen una piel como la de los demás, no poseen el plumaje de los patos que nos adorna a casi todos y sobre el que resbala el agua de las sensaciones”
OPINIÓN. Sin conclusiones. Por Antonio Álvarez
El escritor es un traductor
09/02/23. Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna (Tenerife), Antonio Álvarez, en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre la biografía ‘Colette, une certaine France’, de Michel del Castillo: “Los dos son escritores-escritores - ¡qué tiempos estos en los que hay que redundar para significar!-, es decir, no solo viven en sus libros,...
...sino que son sus libros, biografían las novelas de su vida, se han construido en ellas, porque entre sus páginas está la que pudo ser su existencia y no fue”.
Colette: centenario y medio de una inconformista (I)
Con la obra de los escritores nos puede ocurrir lo mismo que con las personas amadas. Aunque sepamos que no todo el monte es orégano oloroso, es posible el flechazo, eso que los franceses llaman “coup de foudre”, el rayo que nos puede romper el espinazo sentimental. Amar a alguien, también a un escritor, exige una entrega total, porque el amor es como una aduana cuyos aduaneros miran para otro lado y no registran las maletas sospechosas. Hace años, al terminar de leer Colette, une certaine France (Premio Femina, 1999), de Michel del Castillo, pensé -y sigo en la misma onda-, que era un enigma la atracción literaria, en este caso el hecho de que un escritor le dedique todo un voluminoso libro a una escritora, alejada, en principio, de su geografía literaria. Al final de mi lectura, comprobé, una vez más, que, por debajo de las apariencias, nadan las esencias.
Un escritor de madre española y de padre francés, pero bastante desconocido en España, autor de mucho y prolongado éxito en Francia, se zambulle en la existencia y en los libros y cartas de Colette (1873-1954), novelista que, en principio, por su origen, vida y comportamiento social, poco tiene que ver con el autor de Tanguy. Y esa es la primera incógnita, la única en verdad, de la que se desprenderán otras interrogaciones y respuestas: “Tan alejado, por temperamento, de Colette, ¿qué me ata a ella, a pesar de todas mis reservas”, se pregunta el autor, contundente y precavido.
Hay un nexo obvio –las obviedades no siempre saltan a la vista- entre Colette y M. del Castillo. Los dos son escritores-escritores - ¡qué tiempos estos en los que hay que redundar para significar!-, es decir, no solo viven en sus libros, sino que son sus libros, biografían las novelas de su vida, se han construido en ellas, porque entre sus páginas está la que pudo ser su existencia y no fue. “Para el poeta o para el novelista, escribir solo es la parte artesanal de su actividad, un oficio. En realidad, antes de escribirse, sus libros se inscriben”, dice el autor de Andalucía (ed. Renacimiento, 2020, traducción del arriba firmante). Ambos, desde la infancia, no tienen una piel como la de los demás, no poseen el plumaje de los patos que nos adorna a casi todos y sobre el que resbala el agua de las sensaciones. Las suyas son como la del tambor, resuena cualquier cosa que las toque, percusión de lo vivido o de lo que imaginan haber vivido, transubstanciación literaria de la existencia, único resultado realmente importante para el lector. En el caso de Michel del Castillo y según ha confesado en múltiples ocasiones, su supervivencia solo está en sus libros, de él no queda sino la grafía, ni siquiera la biografía contada por sí mismo, solo la escritura, única taumaturgia capaz de crear lo que fue, pero no siguió siendo: “solo para existir, estaba condenado a escribir, incluso a reescribirlo todo sin fin”.
Con más o menos colorido, las biografías de Colette reflejan una infancia feliz, campesina, olorosa, columpiada entre las ramas del jardín, endulzada por los frutos del bosque de una niñez provinciana, la calma idílica sobre el volcán doméstico. Michel del Castillo, por el contrario, fue un niño bombardeado en el Madrid sitiado de 1936, no solo por los aviones, sino por los dogmatismos religiosos e ideológicos, en medio de una familia separada en dos bandos y dos lenguas que abrieron una trinchera en su forma de ver el mundo. El español es apto para la guerra y el francés para la paz, ha afirmado en varias ocasiones, eco del eco del estruendo en que transcurrieron sus primeros años; uno representa la cacofonía pendenciera y la otra vale para el refinamiento, para la alegría de vivir. Sin embargo, a pesar de esas radicales diferencias, los dos novelistas comparten el “universo encantado, o sea, poético” de la infancia. En medio, las madres, ejes que centrifugan en lugar de atraerse el amor de los hijos. Las dos han sido noveladas, lo que quiere decir pasadas por el filtro de la escritura. Venganzas o ajustes de cuenta aparte, ambas han sido inventadas para ser mejor retratadas. Antes de escribirlas, han sido imaginadas. Y esa huida hacia el paraíso perdido se inicia en la propia infancia. Subidos en el globo de la lectura, ambos atraviesan los cielos de la imaginación. En el caso de Colette, se trata de zafarse de la “tiranía de la felicidad”, crisálida maternal que, a fuerza de querer, invalida la existencia futura, cuando ya la mariposa decide volar por su cuenta, régimen familiar que acaba espantando a los niños “lastrados por una prodigiosa y melancólica libertad” e invita a soñar lejos de esa dictadura de terciopelo sentimental, amor absoluto que, según la propia Colette, prepara tan mal para la vida. Crecía en una casa “llena de libros, invadida por todas las revistas de París (...) la pequeña campesina se bañaba, en realidad, en la cultura, su espíritu se empapaba (...) de un respeto casi religioso por la literatura”.
En el caso de Michel del Castillo, desde los primeros años y casi con la cuna mecida por los cañonazos, los cuentos de los hermanos Grimm o las mil y una noches de prórroga, concedida por las historias de Shéhérazade, fueron su balsa salvadora. Una madre a ratos, republicana muy atareada política y periodísticamente, la presencia del hambre y del frío, una niñez primera rodeada de privaciones por todas partes, menos por el istmo de la lectura: “Leía. Sentía una felicidad que, más adelante, no han podido restituir las voluptuosidades del amor (...) Mientras los adultos eran imprevisibles, afirmaban una cosa y la contraria, mientras yo sabía que eran capaces de mentir y de traicionar, (el libro) tan humilde sin embargo, no cambiaba (...) Desde entonces, se convirtió en mi refugio, en mi estabilidad y permanencia”. La lectura, en el caso de Michel del Castillo, fue el gran motor de su vida. (A poco que se rastree en su extensa obra, es fácil toparse con afirmaciones como esta, extraída de Mi hermano, el idiota (ed. Ikusager, 2003), mezcla de autobiografía y ensayo sobre Dostoievski, en la que el novelista recuerda las dos caras de su madre –la más bella y tierna, pero también la bruja jorobada- y “anticipa” lo que escribirá cuando le plateen las sienes, cuando “me vuelva, no hacia mi pasado ni hacia mi biografía, sino hacia mis quimeras verídicas, esos descensos a las ciudades de los sueños en donde tanto tiempo permanecí: desde el principio, lo sabemos todo”). La escritura, más tarde, será el proceso alquímico mediante el cual el novelista logra entender una vida que su yo social no comprende, le sirve para tratar de ordenar el puzle de una existencia desintegrada. La literatura, como él mismo ha dejado constancia al final del Prólogo a su Tanguy, “constituye mi única biografía y mi única verdad” (Largo paréntesis a propósito de la memoria inmemorial. He recordado, respecto a la lectura y la escritura en Colette y en Michel del Castillo, a uno de los grandes escritores franceses bastante traducido al español, pero poco conocido, fenómeno normal en un mercado cultural tan disparatado. En una entrevista, aparecida en Le Nouvel Observateur, Pascal Quignard describe uno de los pilares sobre el que está basada su ya extensa obra, la búsqueda de una forma de expresar lo que existe antes de ser dicho o escrito, lo que siente, por ejemplo, el músico cuando oye lo que va a interpretar antes de que un solo sonido salga de su instrumento. Por eso, dice, “leer nunca ha sido ‘interpretar’, como se descifra una partitura dada. Dada, precisamente. Sería demasiado sencillo. No, se trata de acercarse al primer mundo, al que precedió a nuestro nacimiento, se trata de encontrar lo que no necesitaba del lenguaje, de reencontrar el mundo anterior al grito, recuperar la voz perdida, la voz del cuerpo materno, la voz íntima”).
Las madres, decía, como dos ejes chirriantes en la vida de nuestros dos escritores. Una, la de Colette, pecadora por exceso de protección, entomóloga que observa a sus criaturas con curiosidad maternalmente científica, rodeándolas de tanta libertad impuesta que acaba esterilizando en sus hijos la voluntad de ser quienes son y, sobre todo, de quienes pueden llegar a ser. “¿Cómo defenderse contra el exceso de felicidad?”, proclama Michel del Castillo que sabe muy bien lo que es el infortunio. Se detiene en una escena de la novela Sido (1929) que resume esa castración o, por decirlo en términos menos freudianos, la anestesia epidural que permite enterarse de lo que pasa sin poder reaccionar. Colette, muerta ya su madre, narra en Sido lo que, en apariencia, parece ser una sencilla y cotidiana escena en el interior de la tribu familiar. El pequeño Léo querría que le dieran dos céntimos de ciruelas y dos de nueces. Sido, su madre, le explica con paciencia que las tiendas están cerradas y que habrá que esperar al día siguiente. La demanda es tan nimia que, por supuesto, cae en el olvido una y otra vez hasta que una tarde: “Mamá, querría...- Aquí los tienes, dijo ella. Se levantó, alcanzó en la insondable alacena dos sacos grandes como recién nacidos (el subrayado es mío), los dejó en el suelo a ambos lados de su pequeño y añadió. – Cuando no haya más, comprarás otros”. El niño, ofendido ante la desproporcionada respuesta a su petición, se enfurruña y llora: “Pero si no me gustan, sollozaba”. Y aquí es donde la memoria de Colette saca el bisturí para diseccionar a la todopoderosa hada protectora, para vengar los celos infantiles y juveniles que la torturaron: “Sido se inclinó, tan atenta como sobre un huevo cascado por la eclosión inminente, sobre una rosa desconocida, de un mensajero del otro hemisferio: - ¿No te gustan? ¿Entonces, qué querías? Su imprudencia le hizo confesar: - Quería pedirlos”. Bañada en la luz del salón familiar en el que todo parece desarrollarse según el guión previsto, la reacción de Léo no puede ir más allá de donde va. Es metalingüística, porque no tiene palabras para expresar el hartazgo de su amargura, para irse construyendo y tratar de saber los límites de su voluntad. La madre posesiva –esta deformación a veces puede ser el envés ignorado de un exceso de amor- anula todos esos intentos y, por si fuera poco, los adereza con ironía
Continuará…
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